A raíz de la cuarentena ordenada por nuestro gobierno ante
la pandemia causada por el nuevo coronavirus, por lo que no podremos juntarnos
para realizar nuestro acostumbrado Taller de Lectura, hemos decidido hacerlo en
forma virtual cada uno y cada una en nuestras casas junto a nuestra familia
para luego enviar por mail o por whatsapp nuestro comentario a modo de debate
colectivo y una evaluación final acerca de la interpretación del texto leído.
Para ello hemos elegido una publicación corta para facilitar su lectura tanto
en el celular como en la compu. Esto será el próximo sábado 2 de mayo.
El rey desnudo
Todos los analistas juiciosos (excepto los voceros del
imperio y de la ultraderecha) coinciden en que el coronavirus ha retirado
bruscamente el velo de la supuesta bonanza neoliberal para descubrir la
barbarie, sus abismos de injusticia y desigualdad
Autor: Abel Prieto (Político,
escritor, editor y profesor. Ministro de Cultura de la República de Cuba
durante dos periodos. Asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de
Ministros. Actual presidente de la Casa de las Américas).
10 de abril de 2020 – Tomado de Granma
Cuenta Hans Christian Andersen de dos pícaros que se hicieron
pasar por sastres para prometerle a un rey el más bello traje imaginable.
Todos admirarían su atuendo, le dijeron, excepto aquellos
nacidos de un amorío extramatrimonial de sus madres. Cuando el rey fue a
probárselo, junto a sus cortesanos, nadie, ni el propio rey, vio traje alguno;
pero todos pensaron con angustia que eran hijos de relaciones pecaminosas y
decidieron alabar con entusiasmo el ropaje imaginario y la genialidad de sus
creadores.
El día de la fiesta de la villa, el rey «se vistió» y, montado
en su caballo, desfiló por las calles. Los pobladores callaban, avergonzados,
creyéndose indignos de percibir el traje milagroso. Hasta que un niño inocente
exclamó «¡el rey va desnudo!» y logró, sin proponérselo, que todos descubrieran
la farsa.
Con el grito del niño de la fábula se hizo pedazos, como por
encanto, la mentira generalizada.
Hoy la naturaleza inhumana del capitalismo y su versión más
obscena, el neoliberalismo, ha sido desnudada por el coronavirus. Su rostro
satánico quedó expuesto, sin máscaras ni afeites. Se han abierto grietas muy
hondas en el espejismo fabricado por la maquinaria de dominación informativa y
cultural.
Fidel repitió muchas veces que el capitalismo y el
neoliberalismo conducen al mundo entero al genocidio. Y lo dijo con énfasis
particular cuando se derrumbó el socialismo en Europa y el coro triunfal de la
derecha celebró el advenimiento del Reino Absoluto del Mercado como sinónimo de
«libertad» y «democracia», mientras buena parte de la izquierda mundial se
replegaba, desmoralizada.
Todos los analistas juiciosos (excepto los voceros del
imperio y de la ultraderecha) coinciden en que el coronavirus ha retirado
bruscamente el velo de la supuesta bonanza neoliberal para descubrir la
barbarie, sus abismos de injusticia y desigualdad.
La pandemia ha funcionado como un instrumento revelador que
destapa, desenmascara, y nos enfrenta crudamente a la realidad.
Uno de los rasgos del sistema, que la pandemia ha sacado a
la luz, tiene que ver con el dilema ético en que se han visto los médicos
obligados a elegir (ante la escasez de respiradores y medicamentos
indispensables, de camas en hospitales y unidades de cuidados intensivos) entre
enfermos que pueden considerarse «salvables» y aquellos «insalvables», más
viejos, más frágiles, con mayores complicaciones.
Esta división tan cruel nace de entender los servicios de
salud y la industria farmacéutica como un lucrativo negocio, donde no hay
pacientes, sino clientes.
En 2013, un ministro de Finanzas japonés solicitó a los
ancianos de su país que se hicieran el harakiri para aliviar de cargas
excesivas al presupuesto, y hace poco el vicegobernador de Texas, Dan Patrick,
hizo un comentario parecido. Es monstruoso, pero habría que agradecerles su
didáctica franqueza.
Según la doctrina neoliberal, el Estado reduce su papel al
mínimo y queda como servidor de las corporaciones, mientras que el mercado,
mediante la competencia, divide a la humanidad en una minoría de «ganadores»,
es decir, de «salvables», y la gran masa de «perdedores» o «insalvables».
Ya en medio de la pandemia, la primera reacción de ciertos
políticos neoliberales, como Trump y Bolsonaro, fue restarle importancia y
mirar hacia otra parte, sobre todo para no afectar la economía. Evidentemente,
dentro de su lógica, el coronavirus debía concentrarse en «los perdedores», en
el populacho «descartable», en las razas «inferiores», migrantes o no, en
aquellos cuya vida y dignidad no tienen ningún valor, en los que debieran
hacerse de una vez el harakiri. Pero la epidemia, como sabemos, fue más lejos
de lo previsto, y hubo que cambiar de manera oportunista el enfoque del tema.
Es del mismo modo demagógico y falso el discurso de las
élites que asegura que el coronavirus «nos iguala», ya que ataca a ricos y
pobres de la misma manera.
La gente rica (subraya Ingar Solty) puede pagarse el
servicio de médicos-conserje durante las 24 horas del día. Además: «…puede
someterse a la prueba de detección del virus, aunque no tenga síntomas, recibe
concentradores de oxígeno, máscaras respiratorias, etc., mientras que gente
trabajadora con síntomas de la covid-19 ha de luchar para que le hagan la
prueba y luego pagar la factura».
Las élites, según un reportaje de The New York Times, se
construyen instalaciones aisladas, con máximo confort y equipamiento y personal
clínico especializados; viajan en yates o aviones privados a sitios adonde no
ha llegado hasta ahora el virus, y se permiten curiosos caprichos y
extravagancias. Hay «famosos» que compran gel antibacterial de marca y
nasobucos muy caros (y se hacen selfis para lucirlos en las redes). Uno
prefiere un elegante «tapabocas urbano» de la compañía sueca Airinum, provisto
de cinco capas de filtración y un «acabado ultrasuave ideal para el contacto
con la piel». Otro, de Cambridge Mask Co., empresa británica que usa «capas de
filtrado de partículas y carbono de grado militar».
En las antípodas de estos millonarios, están los grupos que,
según Boaventura de Sousa Santos, «tienen en común una vulnerabilidad especial
que precede a la cuarentena y se agrava con ella»: mujeres, trabajadores
precarios e informales, vendedores ambulantes, moradores de las periferias
pobres de las ciudades, ancianos, internados en campos de refugiados,
inmigrantes, poblaciones desplazadas, discapacitados. En suma, la cuarentena
refuerza «la injusticia, la discriminación, la exclusión social y el
sufrimiento».
Sousa Santos se hace (y nos hace) preguntas que son dardos:
«¿Cómo será la cuarentena para aquellos que no tienen hogar? Personas (…) que
pasan las noches en viaductos, estaciones abandonadas de metro o tren, túneles
de aguas pluviales o (…) de alcantarillado, en tantas ciudades del mundo. En
EE. UU. los llaman tunnel people. ¿Cómo será la cuarentena en los túneles?».
Pero hay otra pregunta que recorre el planeta en medio de la
incertidumbre, del miedo, de la avalancha creciente de cifras de muertos y
contagiados, y de imágenes escalofriantes de cadáveres en las calles: ¿qué
pasará después de la epidemia?
El propio António Guterres, secretario general de la ONU, ha
dicho: «…no podemos regresar a donde estábamos (…) con sociedades
innecesariamente vulnerables a la crisis. La pandemia nos ha recordado, de la
manera más dura posible, el precio que pagamos por las debilidades en los
sistemas de salud, las protecciones sociales y los servicios públicos. La
pandemia ha subrayado y exacerbado las desigualdades…».
Atilio Borón, en la más lúcida reflexión que se ha escrito
en torno a esta crisis, afirma que «la primera víctima fatal» de la pandemia
«fue la versión neoliberal del capitalismo»: «un cadáver aún insepulto pero
imposible de resucitar».
El capitalismo, en cambio, como dijo Lenin, «no caerá si no
existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer». Sobrevivió a la
llamada «gripe española» y «al tremendo derrumbe global» de la Gran
Depresión. Ha demostrado «una inusual
resiliencia (…) para procesar las crisis e inclusive salir fortalecido de
ellas». Por otra parte, en el presente, ni en EE. UU. ni en Europa se perciben
«aquellas fuerzas sociales y políticas» señaladas por Lenin, por lo que no es
realista pensar en un desplome inminente del sistema capitalista.
Atilio nos propone como hipótesis de trabajo un mundo
pospandémico con «mucho más Estado y mucho menos mercado», masas populares más
conscientes y politizadas –gracias a las terribles lecciones del virus y del
neoliberalismo– y «propensas a buscar soluciones solidarias, colectivas,
inclusive socialistas». En medio, además, de una nueva geopolítica, con el
imperialismo estadounidense desacreditado, carente de liderazgo y sin prestigio
internacional de ningún tipo.
El escenario posterior a la pandemia representa, para
Atilio, un «tremendo desafío» para «todas las fuerzas anticapitalistas del
planeta», y «una oportunidad única, inesperada, que sería imperdonable
desaprovechar». Hay que «concientizar, organizar y luchar, luchar hasta el
fin».
Y evoca a Fidel en una reunión de la Red En defensa de la
Humanidad de 2012: «…si a ustedes les dicen: tengan la seguridad de que se
acaba el planeta y se acaba esta especie pensante, ¿qué van a hacer, ponerse a
llorar? Creo que hay que luchar, es lo que hemos hecho siempre».
Hace muy bien Atilio en recordar a Fidel ante la crisis, la
incertidumbre, el horror y el espectáculo del neoliberalismo, desnudo y en
ridículo como el rey de la fábula. Y también ante las esperanzas que pudieran
abrirse. Gracias a sus ideas y a su obra, Cuba pone su desarrollo científico, y
el sector de la salud, y todas las potencialidades del Estado al servicio del
ser humano, y en particular de los más vulnerables. Si vamos a pensar en serio
en un mundo futuro más justo, hay que recordar, como Atilio, a Fidel y a Cuba.
Nuestros médicos y enfermeros internacionalistas anticipan,
día a día, esa utopía con la que muchos
sueñan ahora.