Círculo de Lectura N° 187 –
Noviembre de 2024
“Auge y ocaso de la Doctrina
Monroe”
Por Claudio Katz, economista argentino, investigador del
CONICET, y profesor de la UBA.
Tomado de Medium – La Tizza
https://medium.com/la-tiza/qui%C3%A9nes-somos-175a7e267f5a
La Doctrina Monroe ha organizado la primacía de Estados
Unidos en todo el continente desde hace 200 años. Sintetiza la estrategia que
concibieron los fundadores de la mayor potencia contemporánea para controlar la
región. Ese principio exige el manejo del territorio por el Norte y el
desplazamiento de cualquier competidor del mandante yanqui. Todos los gestores
de la Casa Blanca aplicaron y perfeccionaron esa guía.
La Doctrina fue inicialmente concebida como un instrumento
defensivo de la naciente potencia, para contrarrestar las ambiciones del
colonialismo europeo. Surgió cuando Monroe rechazó la propuesta de una acción
conjunta de Estados Unidos con Inglaterra y Francia, para bloquear los intentos
de reconquista española en 1823.
Esa negativa ya incluyó un principio de supremacía de la
emergente nación sobre el resto del continente, que fue codificada con la
curiosa denominación de «América para los americanos». Esa frase no implicaba
la soberanía de la población autóctona sobre su territorio, sino la sustitución
de la dominación europea por el manejo estadounidense.
El planteo que hace dos siglos fue expuesto como proyecto de
un país en surgimiento, orientó la conversión de esa nación en la potencia
dominante de la región. Monroe postuló la legitimidad de ese derecho por el
papel inaugural que tuvo Estados Unidos en la independencia del continente.
Consideró que esa anticipación le confería a su país la responsabilidad de
comandar todo el desenvolvimiento zonal.
Durante la primera mitad del siglo XIX, Inglaterra, Francia
y España desafiaron esa pretensión. Intentaron frenar la ampliación del
territorio estadounidense o forzar su partición, pero perdieron una batalla que
se desenvolvió en todos los rincones de América Latina.
El debut imperial
La Doctrina Monroe inspiró la propia definición de las
fronteras estadounidenses, a través de la absorción de territorios que pertenecían
al ámbito hispanoamericano. Esa expropiación signó, desde su origen, el gran
impulso del nuevo país a extenderse hacia al sur y a considerar a todo el
continente como un área de pertenencia propia.
El primer motor de esa ampliación fue la captura de tierras
por parte de los plantadores esclavistas. Necesitaban esparcir sus campos en
forma permanente, para acrecentar una modalidad de cultivo intrínsecamente
extensiva. Como esa forma de explotación precapitalista sustituía las mejoras
de la productividad agraria por la mera multiplicación de las zonas sembradas,
la absorción de nuevas tierras era indispensable para la supervivencia de los
Confederados del Sur.
Ese expansionismo precipitó el despojo de México, que
terminó perdiendo la mitad de su configuración original. Esa amputación comenzó
con la revuelta separatista y la anexión de Texas en 1845 y derivó en una
guerra que fue zanjada con dinero. La emergente potencia del Norte se apropió
por muy pocos dólares de las enormes porciones del suroeste, que conformaron el
perfil definitivo de Estados Unidos.
Esa captura determinó los contornos limítrofes, pero no
diluyó las ambiciones del nuevo coloso sobre su debilitado vecino. Las tropas
yanquis ingresaron a México en incontables oportunidades durante la segunda
mitad del siglo XIX para neutralizar las expediciones de los rivales europeos.
Con esas incursiones frustraron la pretensión de reconquista española y una
aventura de apoderamiento francés.
Los marines irrumpieron también en las primeras décadas de
la centuria pasada, para lidiar con los efectos de la Revolución mexicana de
1910. La pretensión expansionista ya no fue tan gravitante en esas
intervenciones, como la intención de sofocar la acción de los rebeldes en la
frontera del nuevo imperio. Las tropas yanquis anticiparon con esa acción el
rol de gendarme internacional que desplegó el Pentágono durante todo el siglo
XX.
Un proceso semejante se desenvolvió en la misma época en el
Mar Caribe. Con la captura de Puerto Rico en 1898 y las sucesivas ocupaciones
de Cuba (1899–1902 y 1906–1909), Haití (1915–1934) y República Dominicana
(1916–1924), el gigante del Norte tanteó el sueño imperial de un Mediterráneo
estadounidense. Ese objetivo sólo fue consumado a medias, mediate la absorción
de algunas islas y la dominación efectiva de una enorme configuración marítima.
Washington ocupó las aduanas de varios países para
garantizar el cobro de dudosos pasivos, se apropió de plantaciones de azúcar e
impuso su manejo de los puertos. También garantizó una presencia militar
permanente y se asoció con distintas elites para incentivar enfrentamientos
locales y sofocar los levantamientos populares en las islas invadidas.
En estas intervenciones se verificó el carácter temprano y
fulminante del proyecto expansivo estadounidense. El nuevo imperio mixturó las
viejas formas de dominación colonial con los novedosos mecanismos de la
sujeción semicolonial. La Doctrina Monroe sintetizó ambas dimensiones.
Otra variedad del mismo expansionismo fue implementada en
Centroamérica, luego del intento de apropiación consumado por el filibustero
Walker (1855–56). La incursión a Nicaragua de este aventurero texano que se
autoproclamó presidente fracasó, pero pavimentó la sucesión posterior de
ocupaciones que perpetraron los marines hasta 1925.
Esa combinación de emprendimientos militares privados con
intervenciones formales del Ejército perfiló otra modalidad, que reapareció en
numerosas oportunidades ulteriores. Basta recordar la labor autónoma de los
mercenarios contratados por el Pentágono en Afganistán o Irak, para notar la
continuidad de esa mixtura de uniformados con pistoleros en las incursiones de
Estados Unidos.
Al igual que en México y el Caribe, la activa presencia de
los marines en las primeras décadas del siglo XX reforzó el desplazamiento de
los rivales que resistían la primacía estadounidense. Los británicos no
pudieron afianzar sus frágiles bases en Honduras y comenzó a dirimirse la
disputa con varias potencias europeas por la construcción del Canal de Panamá.
En esa batalla por el control del tránsito interoceánico quedó transparentada
la fuerza del nuevo imperialismo frente a sus pares del Viejo Continente. El
principio Monroe se afianzó con ese desenlace.
Estados Unidos hizo valer también en Sudamérica su amenaza
militar frente a los competidores europeos. Exhibió ese poder en varios
conflictos por el usufructo de los recursos naturales de Chile, Perú, Bolivia y
Paraguay. Ese protagonismo yanqui fue especialmente relevante frente al bloqueo
de las costas de Venezuela por parte de Inglaterra, Alemania e Italia para
exigir el cobro de una deuda en 1902.
En ese caso, Estados Unidos impuso su arbitraje advirtiendo
que no toleraría la incursión de las naves europeas. Esa contundente
intervención demostró quién tenía la última palabra en el Nuevo Mundo.
Theodore Roosevelt explicitó ese predominio con su política
de las cañoneras e introdujo la conversión de los embajadores yanqui en
funcionarios dominantes de la política local latinoamericana. Esa primacía
ratificó en cada ámbito nacional la preeminencia del principio Monroe.
Despegue económico en
la región
La consolidación económica de Estados Unidos como un
imperialismo ascendente se consumó en las primeras décadas del siglo pasado en
el espacio latinoamericano. En este territorio se expandieron inicialmente sus
empresas, que usufructuaron todas las ventajas de la inversión externa.
La nueva potencia disputó exitosamente con los rivales
europeos el control de los mares y el botín de los recursos naturales. América
Latina fue el gran mercado de arranque para una economía que se expandió a un
ritmo vertiginoso. Entre 1870 y 1900 la población de Estados Unidos se duplicó,
el PIB se triplicó y la producción industrial se multiplicó por siete.
Al sur del Río Grande se forjaron las rutas marítimas
requeridas para descargar los excedentes y capturar las apreciadas materias
primas. El 44 % de todas las inversiones yanquis fue localizada en esta zona,
con gran centralidad en el transporte (rutas, canales, ferrocarriles) y las actividades
más rentables de la época (minería, azúcar, caucho, bananas).
El modelo de los enclaves exportadores tuvo preeminencia
junto a un proceso de recolonización. Estados Unidos combinó la ocupación de
territorios (Puerto Rico, Nicaragua, Haití, Panamá) con la apropiación de
aduanas (Santo Domingo), el manejo del petróleo (México), el dominio de las
minas (Perú, Bolivia, Chile), el control de los frigoríficos (Argentina) y la
gestión de las finanzas (Brasil).
La nueva potencia tomó la delantera en un lapso muy
reducido, transformando las convocatorias iniciales de Monroe en realidades
palpables. La soberanía de los países latinoamericanos quedó abruptamente
reducida por ese avasallamiento económico foráneo.
La emancipación política temprana — que Latinoamérica había
logrado en sintonía temporal con Estados Unidos — fue drásticamente revertida.
Centroamérica fue balcanizada, extranjerizada e invadida a gusto por el hermano
mayor, mientras Sudamérica iniciaba una asociación subordinada con el gigante
del Norte.
El proyecto Panamericano sintetizó la ambición yanqui de
predominio irrestricto. La idea inicial de una gran Unión Aduanera bajo el
comando de Washington (1881) fue propiciada en tres conferencias sucesivas.
Incluía la construcción de un ferrocarril transcontinental y distintos
contratos para asegurar la primacía estadounidense, mediante un tribunal de
arbitraje controlado por el Norte.
Ese plan falló por la resistencia convergente que
interpusieron los tres objetores de la iniciativa. Los cuestionamientos del
sector más proteccionista del capitalismo yanqui empalmaron con los reparos de
las economías más autónomas (como Argentina) y de las presiones de Inglaterra,
en retirada de la región.
Ese temprano fracaso del Panamericanismo ilustró el gran peso
del sector industrial americanista hostil al comercio irrestricto, en un
escenario altamente favorable para los exportadores estadounidenses. Cien años
después la misma oposición ha bloqueado varios intentos norteamericanos de
competir con China en la arena del libre comercio. Lo que a principios del
siglo XX pasó desapercibido como un episodio menor del ascenso estadounidense,
constituye en la actualidad una manifestación de la crisis que afronta la
primera potencia.
Desplazamiento de
España e Inglaterra
El perfil explícitamente ofensivo de la Doctrina Monroe
comenzó a plasmarse en la guerra contra España (1898–99). Ese conflicto
consagró el viraje hacia operaciones agresivas de Estados Unidos sobre toda la
región. Adelantando una argucia que repitió en incontables episodios
posteriores, el Departamento de Estado fraguó una agresión externa para
apoderarse de las viejas colonias hispanas del Caribe y logró transformar a
todas las islas de ese entramado en protectorados yanquis.
El paso ulterior fue el desplazamiento de los rivales
británicos de Centroamérica, mediante una combinación de intervenciones
militares, capturas geopolíticas y ventajosos negocios. La apropiación de
Panamá ilustró quién era el vencedor de la disputa.
Luego de frustrar los intentos ingleses (y franco-alemanes)
de construir el canal a través de Nicaragua, Estados Unidos compró la concesión
para construir el paso interoceánico en 1903. Para efectivizar esa obra
convirtió a Panamá en una colonia bajo su estricto dominio. De esa forma
conectó las dos costas de su territorio y aseguró el comercio del Pacífico, que
abrió previamente con la adquisición de Filipinas.
La Doctrina Monroe fue utilizada con la misma intensidad
para motorizar el desplazamiento menos vertiginoso del competidor inglés de sus
bastiones sudamericanos. Estados Unidos apuntaló a su aliado peruano en las
disputas con los anglófilos gobiernos chilenos e hizo valer su autoridad
arbitral en los conflictos de Venezuela con Gran Bretaña por la Guayana.
Inglaterra perdió la preeminencia que había mantenido desde
principio del siglo pasado a través de mayores inversiones que el desafiante
estadounidense. Ese balance fue revertido con la gran expansión manufacturera
de Estados Unidos, que igualó primero (1880) y duplicó después (1894) la producción
industrial británica. En ese cimiento económico se asentó el predominio yanqui
en Centroamérica antes de la Primera Guerra Mundial y en Sudamérica luego de
esa conflagración.
La victoria estadounidense sobre Inglaterra quedó totalmente
consumada al concluir la Segunda Guerra. El dominador del Norte irrumpió como
ganador por la inconmensurable ventaja que le aportó su retaguardia territorial
propia. No emergió como sus competidores del Viejo Mundo desde una localización
pequeña (Holanda, Portugal), o mediana (Gran Bretaña), sino apoyado en el
gigantesco asentamiento que poblaron torrentes de inmigrantes.
Ese territorio maleable y diversificado alimentó un modelo
económico autocéntrico (nutrido del mercado interno), muy superior al esquema
extrovertido (dependiente del mercado mundial) de sus rivales. Con ese cimiento
la nueva potencia contó con un margen temporal suficiente para ampliar primero
su frontera agrícola, desenvolver posteriormente una industria protegida y
forjar finalmente la poderosa banca que facilitó su conquista del mundo.
Mientras que Gran Bretaña debió salir rápidamente al
exterior (para colocar sus sobrantes industriales elaborados con materias
primas importadas), Estados Unidos emergió como el gran exportador de ambos
recursos. En lugar de expulsar mano de obra excedentaria, absorbió masas de
pobladores ajenos a las rémoras no mercantiles y atraídos por la alta movilidad
social.
Estados Unidos también logró una superioridad militar que
Gran Bretaña no alcanzó ni siquiera durante su esplendor victoriano. Obtuvo un
control del espacio más significativo que el manejo inglés de los mares y, con
esa ventaja, hizo valer la Doctrina Monroe en todo el continente americano.
Consolidación
político militar
La Primera Guerra Mundial fue un punto de giro para la
primacía estadounidense en América Latina, no sólo por el avance económico
sobre el rival británico. Washington conquistó su dominio con instrumentos
geopolíticos, al comprometer al grueso del hemisferio en el ingreso a la
contienda bélica.
Impuso esa adhesión a ocho gobiernos que declararon la
guerra y a otros cinco que rompieron relaciones diplomáticas con el adversario.
Los pocos países que mantuvieron su neutralidad, exhibieron una autonomía que
Estados Unidos se empeñó en recortar por distintas vías.
Las conflagraciones mundiales irrumpieron como un novedoso
terreno para erradicar díscolos y consumar la subordinación a la supremacía del
Norte.
En los años de entre guerras, la Casa Blanca comenzó a
practicar la política de Estado hacia América Latina, que comparten
Republicanos y Demócratas. Perfeccionó el uso del garrote y la zanahoria y
mixturó las amenazas con la cooptación. La virulencia agresiva de Theodore
Roosevelt quedó articulada con los mensajes de buena vecindad de Franklin
Delano Roosevelt. Ese juego de agresividad y consideración siempre siguió un
libreto definido por el establishment de Washington para garantizar su control
del hemisferio.
La primacía yanqui alcanzó una contundencia mayor en la
segunda mitad del siglo XX. Su dominación se tornó indisputada, tanto por el
desplazamiento económico de Europa como por la conversión de América Latina en
un área de confrontación con la Unión Soviética. Estados Unidos hizo valer su
comando del sistema imperial para reafirmar la pertenencia de toda la región a
sus dictados.
Washington dejó nítidamente establecida esa dominación sobre
los opresores locales, como prenda de pago a su protección contra el peligro
del socialismo. América Latina quedó delineada como un Patio Trasero del
gendarme, que batallaba contra la insurgencia popular en todos los rincones del
planeta. El Pentágono aseguró esa cruzada mundial imponiendo una opresión
política ilimitada en el continente.
Esa dominación asumió formas de control militar directo
luego de la imposición del pacto bélico TIAR en 1947 y la creación de la OEA un
año después, para alinear a toda la región con una fanática campaña contra el
comunismo.
América Latina fue convertida en una gran retaguardia de la
Guerra fría, con intervenciones descaradas del Departamento de Estado para
contener el peligro rojo. Esa escalada de agresiones desestabilizó
estructuralmente a toda la región.
Para garantizar la preeminencia de gobiernos serviles,
Estados Unidos recurrió al auxilio de feroces dictaduras. Sólo entre 1962 y
1968 digitó 14 golpes de Estado, con la presencia enmascarada de la CIA en
algunos casos (Guatemala 1954) o con incursiones de los marines en otros
(República Dominicana 1965). La Guerra fría fue una era de sangrientas tiranías
intercaladas con pausas de fachada constitucional. La cruzada anticomunista fue
la cobertura que utilizó el imperialismo norteamericano para consolidar su reinado
absoluto en la región.
El uso del garrote (Truman, Eisenhower) fue nuevamente combinado
con mensajes de cooperación (Roosevelt, Kennedy), anticipando la mixtura
posterior de la prepotencia (Reagan, Bush, Trump) con la contemplación (Carter,
Clinton, Obama). La dominación imperial estadounidense de América Latina quedó
naturalizada en ese período, como un dato corriente del escenario regional.
Una doctrina
perdurable, pero inefectiva
El principio Monroe fue durante la segunda mitad del siglo
XX la brújula del Departamento de Estado para América Latina. Ningún rival
europeo desafió a Washington y en todos los conflictos primó la subordinación a
la Casa Blanca. En la guerra de Malvinas, por ejemplo, Thatcher actuó en
permanente consulta con su par estadounidense. Esa misma orientación prevaleció
en todas las administraciones.
En el contexto de mayor adversidad del nuevo milenio, Obama
hizo un amago de jubilar a la Doctrina Monroe en 2009. Anunció el inicio de una
nueva «relación entre iguales» con los países de la región. Su vicepresidente
declaró incluso, en forma explícita, el fin del principio vigente desde 1823.
Pero ese viraje fue sepultado en la década siguiente por
Trump, que revitalizó la Doctrina para confrontar con Rusia y China en 2018.
Esa norma fue recreada con la misma intensidad que todo el léxico de la Guerra
fría.
En realidad, el magnate se limitó a enunciar la continuidad
de un principio que nunca fue abandonado. El sometimiento de América Latina a
los dictados de Washington no fue reconsiderado seriamente por ningún
administrador de la Casa Blanca.
El sistemático acoso padecido por Venezuela ha sido la
evidencia más reciente de esa continuidad. Todos los mandatarios
estadounidenses apuntalaron complots para aplastar a los gobiernos
bolivarianos. Se confirmó que la Doctrina Monroe bloquea la presencia de
cualquier otra potencia en la región, porque previamente sofoca cualquier
atisbo de soberanía latinoamericana.
También Biden confirmó la actualidad de la Doctrina en la
Cumbre de las Américas. Dispuso la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela del
encuentro, haciendo valer ese principio de supremacía imperial. Esa
discriminación ilustró hasta qué punto la norma de Monroe continúa orientando
la política de Washington.
Pero esa Cumbre también demostró que el Departamento de
Estado ya no puede manejar a Latinoamérica como una marioneta. En el encuentro,
Biden no logró implementar ninguna de sus iniciativas. Quedó aislado,
desprestigiado y debilitado porque la Doctrina Monroe ya no permite someter a
los países de la región con la naturalidad del pasado. Ese principio tampoco es
efectivo para frenar al nuevo desafiante asiático.
Impotencia frente al
nuevo rival
La vertiente trumpista reaviva el estandarte de Monroe
frente a la presencia económica de China en América Latina. Sus exponentes,
como Matt Gaetz, exigen la urgente actualización de ese principio para expulsar
a Beijing, en sintonía con declaraciones previas de otros funcionarios, como
Tillerson. Impulsan una geoestrategia neomonroísta para el siglo XXI, con la
mirada puesta en expulsar al gigante asiático del Patio Trasero.
Esa agresividad es complementada en los casos más extremos
con un lenguaje extraído del universo gansteril. Pero nadie ha podido
transformar esas brutales convocatorias en acciones efectivas. Los funcionarios
de Biden han repetido con más elegancia los mismos llamamientos con idénticos
resultados.
Esa impotencia de las dos vertientes del establishment
norteamericano es muy ilustrativa del retroceso que afecta a la primera
potencia. Por primera vez en dos siglos, el principio Monroe es simplemente
ignorado por un rival. La causa de ese fracaso está a la vista. Washington
hacía valer sobre América Latina una supremacía económica que está perdiendo
frente a la pujanza inversora, comercial y financiera de China.
La región nunca tuvo para el gigante oriental la misma
gravitación que para su competidor. No es el territorio vecino que sostiene el
despegue de la nueva potencia. Los mercados asiáticos jugaron ese papel en el
debut de la expansión de Beijing. Por ese lugar, secundario para China y decisivo
para Estados Unidos, la disputa por Latinoamérica es doblemente ilustrativa del
avance oriental y el retroceso occidental.
La Doctrina Monroe sirvió para atrincherar primero a la
naciente economía estadounidense frente a Europa y para desplazar posteriormente
al Viejo Continente. En esa era de elevada competitividad, Estados Unidos
impuso convenios de comercio e inversión amoldados a sus ventajas. Para
asegurar la protección de su inmenso mercado interno evitó aplicar a pleno el
libre comercio, pero utilizó todos los mecanismos del liberalismo para afianzar
su manejo de América Latina.
Esa misma carta juega ahora China en la región con los
tratados que suscribe en desmedro del mandante yanqui. Concreta una gran
variedad de TLCs con más celeridad y efectividad que los precedentes
Panamericanos. Una comparación entre ambos procesos, confirma que el
vertiginoso cambio en curso se asienta en la pérdida de competitividad
estadounidense.
La pertenencia de «América» (Latina) a los «americanos» (del
Norte) que postuló la Doctrina Monroe siempre sostuvo los negocios de Estados
Unidos con la amenaza militar. Ese pilar bélico se mantiene inalterable, pero
ahora debe apuntalar a una economía en repliegue frente a un desafiante que
desconcierta a Washington.
En el pasado, los marines hacían valer la preeminencia de
Estados Unidos en la región con guerras fulminantes (España), desembolsos
expeditivos (Francia) o maniobras de liderazgo (Inglaterra). Otros
contendientes de menor influencia (Japón, Alemania) nunca se atrevieron a pisar
el terreno del dominador yanqui.
Pero en el siglo XXI, China desembarca en América Latina con
atractivos negocios que despiertan la codicia de los socios locales, mientras
elude cualquier conflicto con el Pentágono. La Doctrina Monroe carece de
respuestas frente a un desafío de ese tipo. Basta observar lo ocurrido con
Panamá para corroborar esa dificultad.
El bastión que el imperialismo norteamericano erigió en
torno al Canal ha quedado erosionado por la privilegiada relación
financiero-comercial que Beijing ha concertado con los gobernantes del istmo.
Sin enviar un solo gendarme, amenazan el histórico control de Washington sobre
un cruce esencial para el dominio de los océanos.
En el pasado la Casa Blanca habría resuelto esa adversidad
con una advertencia militar de envergadura. El Pentágono contempla esa opción
en la actualidad, pero sus márgenes de intervención han quedado
significativamente reducidos.
Este sustancial cambio en curso se verifica también en el
comportamiento de las clases dominantes latinoamericanas. Todas las presiones
del Departamento de Estado para anular los convenios que ese sector suscribe
con el gobierno chino han sido infructuosas. Ningún país ha renunciado al
incremento de sus exportaciones o al arribo de las inversiones que provee
Beijing. A diferencia del pasado, Washington exige una subordinación
geopolítica sin ofrecer contrapartidas económicas.
Esta orfandad explica la resistencia que exhiben los grandes
capitalistas latinoamericanos al alineamiento pasivo con las peticiones del
Departamento de Estado. Ante la guerra de Ucrania el grueso de los gobernantes
de la región optó por la declamación o el aval diplomático, soslayando las
penalidades contra Moscú.
Esa respuesta dista mucho de la ruptura de relaciones o el
envío de tropas que primó durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial.
Tampoco sintoniza con la total subordinación de las elites latinoamericanas a
la posterior cruzada anticomunista. También en este plano, la Doctrina Monroe
ya no disuade los negocios de las clases dominantes con su rival asiático.
Repliegue ideológico
La Doctrina Monroe también flaquea en el plano ideológico.
Ese principio nutrió los conceptos propagados por los teóricos del imperialismo
para postular la superioridad de los anglosajones del Norte sobre los latinos
del Sur.
Ese supuesto comenzó con la idea de un hemisferio occidental
separado de la matriz europea, corporizado en la denominación «América» que los
políticos estadounidenses adoptaron como sinónimo de su propio país. Esa
apropiación presupuso de entrada la inexistencia (o descalificación) del resto
del continente.
Esa identificación lingüística afianzó el sentido del
principio de Monroe («América para los americanos») como una pertenencia de
todo el continente al dominador del Norte. Esa asociación se consolidó aún más
con otra generalización idiomática para el resto del continente.
La vieja denominación de Hispanoamérica o Iberoamérica
(previa a la Independencia) fue sustituida por América Latina, adoptando un apelativo
de cuño francés que contraponía el universo latino-romano con su equivalente
anglosajón. Esa designación, inspirada en un distanciamiento crítico hacia el
coloso del Norte, derivó posteriormente en la captura estadounidense del
término América (a secas) para su propio y excluyente uso.
Esas peripecias de la Lengua tuvieron serias connotaciones
ideológicas para el sentido que asumió cada término. En la mirada imperial,
América quedó definitivamente identificada con la prosperidad, el bienestar y el
padrinazgo del Norte. Por el contrario, Latinoamérica fue asemejada al
subdesarrollo, la corrupción y la incapacidad para el autogobierno.
Durante las dos centurias de surgimiento y apogeo del
expansionismo yanqui, esa contraposición fue motorizada por los ideólogos del
imperio y aceptada por las elites del continente. El declive actual de la
primera potencia ha erosionado ese legado. América continúa como sinónimo
corriente de Estados Unidos, pero sin la carga de elogio, admiración o
reverencia del pasado.
El mismo declive se extiende a otros conceptos, como el
«destino manifiesto» que justificaba la expansión territorial de Estados
Unidos. Ese término fue introducido a mitad del siglo XIX para convalidar con
mandatos divinos la violenta ampliación de la frontera mediante el genocidio de
los indios, la esclavización de los negros y el sometimiento de los latinos.
La captura de territorios era presentada como una misión
encomendada por Dios, para hacer valer la superioridad de la blancura
anglosajona y las creencias protestantes. La misma mitología fue utilizada en
la segunda mitad de esa centuria para enaltecer las masacres de los marines en
el exterior.
Esa ideología imperial combinó la exhibición de superioridad
con mensajes paternalistas de domesticación del vecindario latinoamericano, que
era frecuentemente encasillado en algún estereotipo de salvaje o incivilizado.
El Panamericanismo debía corregir esas rémoras precoloniales con el liberalismo
cultural que aportaban los inversores, funcionarios e intelectuales que Estados
Unidos ofrecía a sus vecinos.
Ninguna de estas oprobiosas caracterizaciones persiste en la
actualidad con la crudeza del pasado. Sus propagadores suelen endulzarlas o
encubrirlas para disimular su obsolescencia. El retroceso económico quita
credibilidad al autoelogio estadounidense.
Por las mismas razones ya no es tan sencillo estigmatizar a
los latinos con los descalificativos que previamente se utilizaron para
despreciar a los pueblos originarios. El contraste entre el próspero
emprendedor anglosajón con el inepto asalariado del Sur, choca con el
manifiesto fracaso del capitalismo estadounidense para hacer frente a un
competidor asiático significativamente alejado del prototipo occidental.
Sin fórmulas para
dominar
Hasta hace poco tiempo los chinos ocupaban un lugar
semejante a otras etnias menospreciadas por el dominador occidental. La derrota
económica que sufre Estados Unidos en el territorio latinoamericano frente al
rival asiático, socava todos los vestigios de identificación del capitalista
anglosajón con el éxito mercantil.
Como ese retroceso económico ha impactado sobre el sistema
político estadounidense, tampoco la plutocracia bipartidista (que comparten los
Demócratas con los Republicanos) puede repetir las falacias del pasado. Después
del asalto que perpetraron los seguidores de Trump al Capitolio han perdido
sentido las burlas imperiales a las «Repúblicas Bananeras» de América Latina.
En Washington anida el mismo golpismo y las mismas disputas entre mafias que en
los despreciados territorios de la región.
También los contrapuntos entre americanistas del interior y
globalistas de las costas acentúan la erosión de la mitología estadounidense.
Esas tensiones siempre afectaron al gigante del Norte, como correlato de los
intereses que contraponen a la enorme economía doméstica con los negocios en el
exterior.
Esa fractura quedó atemperada en la posguerra, a través de
la síntesis que generó un programa común de dominación económica global. Esa
convergencia reconcilió el aislacionismo rural e industrial del Medio Oeste,
con el internacionalismo financiero de las Costas. Las fortunas generadas en
otros países incrementaban los beneficios de todos los sectores internos.
Pero la vieja división ha reaparecido en las últimas décadas
al compás de los fracasos económicos y esa fractura se proyecta al exterior.
Los discursos y actitudes de personajes como Trump, demuelen la vieja
veneración de las elites latinoamericanas por el hermano mayor.
La ideología imperial estadounidense ha sido más perdurable
que su par europea porque sustituyó el viejo discurso colonialista por la
simple exaltación del capitalismo, enalteció como su antecesor la superioridad
del hombre blanco, potenció los prejuicios eurocentristas y exaltó las virtudes
de Occidente. Pero reemplazó el mensaje de primacía colonial por una vacua
veneración de la libertad, buscando suscitar identificaciones emblemáticas con
los ideales del desarrollo y la democracia. Sustituyó la obsoleta veneración
del colonizador por una ilusión de bienestar asociada con la expansión del
capitalismo estadounidense.
Ese mito logró un gran arraigo en incontables lugares del
planeta, pero en América Latina siempre chocó con las modalidades descarnadas
de la opresión estadounidense. Incluso la singularidad no colonial del
imperialismo yanqui estuvo muy acotada en el Patio Trasero, que padeció un
récord de ocupaciones, intervenciones y golpes de Estado.
La idea de un imperio estadounidense meramente informal —
con presencias militares breves y restringidas — y sustento estructural en la
dominación económica, no se aplica a pleno en la región. América Latina fue
siempre un escenario de la Doctrina Monroe contra los rivales foráneos y las
rebeliones antiimperialistas.
La singularidad del Patio
Trasero como un coto privilegiado de la supremacía estadounidense afronta
actualmente un cuestionamiento inédito. La presencia de China hace tambalear
ese presupuesto bicentenario y empuja a los gestores de la Casa Blanca a buscar
alguna forma de conservación de la vieja hegemonía. Ningún mandatario encontró
hasta ahora la fórmula de esa preservación, en la gran disputa con China que
analizaremos en un próximo artículo