Taller de Lectura No. 91, su síntesis y
conclusiones - Noviembre de 2016
Sobre el “post-progresismo” en América
Latina: aportes para un debate
Atilio A. Boron y Paula Klachko
Rebelión
Días pasados llegó a nuestras manos un
artículo de Massimo Modonesi y Maristella Svampa en el que se proponen pensar
al post-progresismo en América Latina [1] . Según estos autores la tarea se ha
vuelto urgente e imperativa “a la luz de la sorpresiva aceleración del fin del
ciclo que viene aconteciendo desde 2015”. Síntomas claros de este ocaso serían
la imposibilidad de que dos de los líderes fundacionales de esta nueva etapa
puedan ser re-electos como presidentes (Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa
en Ecuador), o la derrota del oficialismo kirchnerista en la Argentina a manos
de una heteróclita coalición de derecha, mientras que en Brasil Dilma Rousseff
fue desplazada de su cargo -“legal pero ilegítimamente”, según nuestro autores
[2] - y Nicolás Maduro está sitiado por una Asamblea Nacional controlada por la
oposición y su gobierno desgastado por una grave crisis económica, cuya génesis
debería ser explicada a los lectores, cosa que los autores no hacen.
Llama poderosamente la atención que al
analizar un tema como este se pase por alto, como si fuera un detalle sin
importancia, la vigencia de los tres gobiernos de los países que conforman el
núcleo duro del cambio de época progresista en Nuestra América -Venezuela,
Bolivia y Ecuador-, gobiernos que han realizado profundas reformas sociales,
económicas y políticas y, además, se han planteado un horizonte poscapitalista
a largo plazo. Pese a todos los obstáculos y dificultades que atraviesan –en
buena medida atribuibles al permanente hostigamiento del imperialismo- esas
coaliciones de izquierda aún retienen los gobiernos. Lo mismo vale en los casos
de El Salvador y Nicaragua, todo lo cual exige un estudio más detallado de esta
problemática.
A partir de su caracterización inicial los
autores advierten sobre la necesidad de evitar caer en la trampa maniquea que
obliga a optar entre la continuidad del progresismo o la restauración
neoliberal, trampa que, según ellos, “oculta un chantaje orientado a propiciar
un artificial cierre de filas detrás de los líderes y partidos del
progresismo”. Para sortear esta encerrona Modonesi y Svampa proponen recuperar la
historia y el protagonismo de los movimientos sociales en la gestación de la
fase progresista como claves para desentrañar los rasgos de la nueva etapa
post-progresista que se inicia, ya por fuera de la camisas de fuerza de la
política partidaria, los cronogramas electorales y las alternancias
gubernamentales.
Los movimientos sociales y las expresiones sociales y políticas de la
lucha de clases
Dicho lo anterior los autores comienzan
afirmando lo evidente: que el ciclo progresista, en ciernes desde mediados de
los años 90, tuvo como protagonistas de las luchas y resistencias al
neoliberalismo a un vasto conjunto de movimientos sociales. Esto es cierto,
pero en su afán por subrayar su importancia, cosa con la cual coincidimos,
subestiman el papel de los partidos políticos y las expresiones de la lucha de
clases en el terreno de la política institucional. Es un error minimizar la
importancia de estas organizaciones tradicionales en contextos democráticos,
siempre productos de la lucha de masas o fuertemente modificadas por ella. En
numerosos enfrentamientos sociales desarrollados en los años noventas y
principios de los 2000 sindicatos y organizaciones tradicionales de las
diversas capas y fracciones del pueblo (como los sindicatos cocaleros en
Bolivia, o las organizaciones indígenas y campesinas en Ecuador, o los
sindicatos industriales o de trabajadores estatales en Brasil y en Argentina,
entre muchas otras) y hasta sectores de las fuerzas armadas (especialmente en
el caso de Venezuela) tuvieron, en algunos casos, un papel muy relevante en
esas luchas. No todo el protagonismo cayó siempre, y de manera exclusiva, en
los movimientos sociales.
El indudable activismo de diversas capas
plebeyas movilizadas y sus organizaciones -nuevas [3] o tradicionales- en las fases
preliminares del ciclo progresista ha sido reconocido y reafirmado
permanentemente por los líderes y las fuerzas políticas de los gobiernos
progresistas, las cuales, contrariamente a lo que afirman nuestros autores, no
describen su ascenso político como una “prístina conquista del palacio”. Aún
gobiernos que se esmeraron por construir un relato épico sobre su acceso al
poder -por ejemplo el kirchnerismo argentino- han explícitamente reconocido que
su éxito electoral se asentó sobre las grandes jornadas de lucha de finales del
siglo pasado y comienzo del actual. Para no hablar de la permanente referencia
de Evo Morales y Álvaro García Linera a las guerras del agua y del gas, entre
otras; o las de Nicolás Maduro y antes Hugo Chávez al Caracazo y las insurrecciones
de militares bolivarianos. Y es e vidente, además, que estos desenlaces
electorales que cambiaron el mapa sociopolítico de América Latina son reflejos,
mediatizados pero reflejos al fin, de la turbulenta irrupción del universo
plebeyo en la política nacional.
De lo anterior Modonesi y Svampa extraen la
siguiente conclusión: “aún con sus apuestas defensivas, sus formas abigarradas
y sus prácticas contradictorias, en América Latina fueron los movimientos
populares quienes abrieron nuevos horizontes desde los cuales pensar la
política y las relaciones sociales, instalando otros temas en la agenda
política: desde el reclamo frente al despojo de los derechos más elementales y
el cuestionamiento a las formas representativas vigentes, hasta la propuesta de
construcción de la autonomía como proyecto político, la exigencia de
desconcentración y socialización del poder (político y económico) y la
resignificación de los bienes naturales”.
No obstante, el protagonismo en la lucha de
los movimientos sociales no fue igual en todos los contextos nacionales. No fue
lo mismo en Bolivia que en Uruguay o Venezuela, por ejemplo. Que muchos de los
temas mencionados más arriba fueron impulsados con fuerza por esos movimientos
también es cierto, pero nos parece que atribuirles exclusividad como impulsores
de la crítica al orden neoliberal vigente no es del todo correcto. En primer
lugar se subestima el papel de las organizaciones políticas, aun de las creadas
por los movimientos sociales o sindicales como instrumentos electorales. Pero
además, a esta altura ya sabemos por experiencia histórica que si bien el arma
de la crítica no reemplaza a la crítica de las armas, aquella constituye un
insumo indispensable en la constitución de un nuevo clima de época. En este
sentido nuestros autores pasan por alto el papel que numerosos intelectuales
críticos jugaron en el combate contra el neoliberalismo desde finales de los
años ochentas, con antelación -o al menos paralelamente- a la irrupción de los
movimientos sociales, así como el papel que muchos intelectuales y dirigentes
orgánicos jugaron en la creación de renovadas organizaciones populares. Por
ejemplo: la crítica a la desciudadanización desatada por las políticas
neoliberales y las insanables deficiencias de la democracia liberal eran parte
del discurso contrahegemónico que el marxismo –el latinoamericano pero también
en ciertos países de Europa y en Estados Unidos- venía planteando con fuerza
desde aquellos años. El tema de la desconcentración y socialización del poder,
económico y político fue cultivado con esmero por las y los pensadores críticos
de América Latina, al tiempo que debían batirse contra quienes, aun aduciendo
un discurso de supuesta izquierda, se sumaban al coro de voces que exaltaban el
advenimiento de una democracia política supuestamente depurada de sus
contenidos clasistas, proclamaban el fin de la historia, celebraban las
visiones burguesas de un presunto postcapitalismo, o el irresistible ascenso de
una posmodernidad que habría puesto fin a la lucha de clases y eliminado del
horizonte histórico las perspectivas del socialismo. Todo esto de ningún modo
equivale a menospreciar la esencial y protagónica contribución de los
movimientos sociales en la producción de estos acontecimientos históricos sino
tan sólo recordar que su situación estaba muy lejos de ser la de Adán el primer
día de la creación del mundo.
Retomando el hilo de nuestra argumentación,
Modonesi y Svampa aciertan cuando aseguran que los movimientos sociales dieron
vida a “una pluralidad organizativa y temática pocas veces vista”. Esto tuvo
lugar en un contexto ideológico donde el repudio a los partidos políticos y los
sindicatos, sobre todo a los primeros, y la prédica a favor de una renuncia a
la toma del poder, marcaban con fuerza el espíritu de la época. Tal como
aseguran nuestros autores estos movimientos establecieron complejas y volátiles
relaciones con los gobiernos progresistas, incluso en el caso de aquellos como
Bolivia que habían surgido de su avasallante protagonismo. Tres habrían sido
los ejes de ese “cambio de época: la irrupción plebeya, las demandas de
autonomía y la defensa de la tierra y el territorio”. Curiosamente, componentes
cruciales de esa época –por cierto que aún inconclusa- como el
antiimperialismo, el latinoamericanismo, la soberanía nacional, la recuperación
de los bienes comunes y las políticas de combate a la pobreza y redistribución
de la riqueza no parecen haber jugado papel alguno para Modonesi y Svampa, pese
a que fueron estos y no las exigencias de autonomía plebeya los que
desencadenaron la furiosa reacción de las oligarquías locales y el
imperialismo.
Las resistencias a los estragos del
neoliberalismo propiciaron la emergencia de nuevos liderazgos y formaciones
políticas entre los distintos estratos populares, que venían protagonizando
intensas luchas en los terrenos económico y político, inclusive el militar,
como los casos del Partido de los Trabajadores (PT) brasileño, el Chavismo, el
Frente Amplio (FA) del Uruguay, el Movimiento al Socialismo (MAS) boliviano,
Alianza País en Ecuador, o el refuerzo del protagonismo de organizaciones
revolucionarias como del Frente Sandinista para la Liberación Nacional en
Nicaragua (FSLN) y del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional
(FMLN) en El Salvador. En Argentina, la oposición a las consecuencias de las
políticas neoliberales primero, y al neoliberalismo en su conjunto después, se
expresó en un creciente movimiento de protesta a nivel nacional jalonado por
impactantes enfrentamientos sociales protagonizados por diversas fracciones
plebeyas y mediante variados instrumentos de lucha (cortes de rutas, marchas,
huelgas, etcétera) de los cuales brotaron nuevas organizaciones sociales, en un
marco de fuertes disputas al interior de la clase dominante. Sin embargo, posteriormente,
fue una combinación de distintas fuerzas políticas tradicionales la que llegó
al gobierno recogiendo esas demandas, y desde allí se pusieron en cuestión
algunas de las premisas del neoliberalismo. Esa es la historia del
kirchnerismo, surgido al interior d el Partido Justicialista y enfrentado a la
línea neoliberal dura del mismo partido: el menemismo. También en otros países
surgieron expresiones divergentes dentro partidos tradicionales o se formaron
alianzas con facciones de dichos partidos políticos que expresaron oposición a
las políticas neoliberales y llegaron a los gobiernos, como el caso de la corta
experiencia de la presidencia de Manuel “Mel” Zelaya del Partido Liberal en
Honduras y del Frente Guasú en Paraguay, que estableció alianzas con el Partido
Liberal [4] .
De esta manera, haciendo oídos sordos a una
perniciosa moda intelectual que recorrió el continente de punta a punta hace
unos años y que exhortaba a no tomar el poder porque tal cosa contaminaría
irremisiblemente con el virus estatista a los movimientos sociales y sus
proyectos emancipatorios, numerosas organizaciones sociales y fuerzas políticas
se dieron a la tarea de diseñar instrumentos, alianzas y estrategias
tendientes, precisamente, a conquistar el poder –o al menos el gobierno-
apelando a los dispositivos institucionales del estado burgués. Nutría esta
opción el convencimiento de que la derrota sufrida por las tentativas
insurreccionales de las décadas anteriores, con excepción de lo ocurrido en
Nicaragua y El Salvador, habría cerrado ese ciclo (al menos de momento) y que
el único camino abierto en ese entonces hacia el poder transitaba por el
entramado institucional de la democracia capitalista. [5]
Modonesi y Svampa están en lo cierto cuando
aseguran que “en sus versiones extremas, este planteo desafió el pensamiento de
izquierda más anclado en las visiones clásicas acerca del poder”. Pero se
equivocan, en cambio, cuando ignoran que este desafío, sin embargo, fue más que
nada la suicida negación de la problemática del poder y no la creación de una
nueva concepción del mismo, de su composición y, siguiendo a Maquiavelo, de
cualquier elaboración encaminada a responder a las cruciales preguntas de cómo
se lo conquista, cómo se lo retiene y cómo se lo puede perder. En otras palabras,
un desafío que no superaba, ni en el plano de la teoría ni mucho menos en el de
la práctica, eso que los clásicos del marxismo definieron como “el problema
fundamental de toda revolución”.
En relación a la irrupción de lo plebeyo,
nuestros autores afirman que con ello se instaló en el espacio público “la
política de la calle” y la demanda de autonomía, aunque el lector o la lectora
no puedan inferir en relación a quién, o a quienes, se establecía esa demanda
de autonomía. En el terreno estratégico, dicen, remitía a la práctica de la
“autodeterminación” y, también, a un horizonte emancipatorio. Queda en las
sombras, obviamente, el hecho de que la autonomía de un movimiento social poco
significa de por sí, pues bien puede asumir tanto un contenido político de
derecha como de izquierda, y no necesariamente estar ligado a un proyecto de
emancipación social. No pocas veces la historia latinoamericana ha demostrado
que movimientos autónomos terminaron siendo una expresión más de la hegemonía
burguesa. Ejemplos de ello pueden ser ciertas variantes del ecologismo que
comenzaron con planteamientos radicales y terminaron proponiendo nada menos que
un inverosímil “capitalismo verde” muy del agrado de las grandes
transnacionales. Lo mismo cabe decir de algunas organizaciones campesinas o
indígenas que terminaron como furgones de cola de la reacción en Bolivia y
Ecuador. En Dos Tácticas de la social democracia en la revolución democrática,
Lenin observa que la cuestión de la autonomía reside menos en el aspecto subjetivo
que en el objetivo; no en la posición formal que la organización ocupa en la
lucha, o su discurso político, sino en el desenlace material del enfrentamiento
[6] . Los sujetos sociales y sus organizaciones pueden considerarse a sí mismos
como autónomos pero si no logran imprimir una dirección a los acontecimientos
históricos, solos o mediante la articulación de las alianzas que sean
necesarias para hacerlo, su pretensión de autonomía termina diluyéndose en las
iniciativas de las clases y fracciones sociales dominantes.
Por otra parte, que la narrativa que rodeó
el auge de los movimientos dio lugar a un nuevo ethos militante es indudable.
Pero, ¿cuáles fueron los componentes del mismo? La lucha contra las amenazas
burocratizantes que se cernían sobre los movimientos; el culto al basismo y el
horizontalismo, virtudes en cierto tipo de organizaciones y en algunos momentos
históricos pero de dudosa efectividad práctica; una fuerte demanda por la
democratización de las organizaciones, misma que, preciso es decirlo, no
necesariamente significa la exaltación del basismo y el horizontalismo; y, por
último, una radical desconfianza para con -cuando no un abierto rechazo de-
partidos, sindicatos o de cualquier preexistente “instancia articulatoria
superior”, condenados irremisiblemente a traicionar las expectativas populares.
Dicho esto nuestros autores deberían tratar de explicar la formidable capacidad
de convocatoria plebeya demostrada, en distintos momentos, por fuerzas
políticas y organizaciones populares que se alejaban del paradigma planteado
más arriba. Los millones de venezolanos que acudían al llamado de Hugo Chávez o
todavía hoy lo hacen ante la convocatoria del presidente Nicolás Maduro; o las
multitudinarias concentraciones que supieron realizar el PT brasileño, el MAS
boliviano o el Frente para la Victoria (FPV) en la Argentina, o el Movimiento
Regeneración Nacional (MORENA) en México, ¿fueron sólo producto de la
subordinación clientelística de las masas o expresaban algo más?
Nuestros autores señalan que la
“territorialidad” fue otra de las dimensiones específicas de los nuevos
movimientos sociales de la región. Esto es cierto, y también que ese anclaje en
lo territorial como plataforma de resistencia creó nuevas relaciones sociales.
Pero habría que subrayar, para entender cabalmente este proceso, que este
repliegue sobre lo territorial fue alentado por la violenta ruptura del tejido
social que provocaron las políticas neoliberales (ejecutadas desde los
gobiernos, conviene no olvidarlo), los altos niveles de desocupación y/o
precarización laboral, que provocaron el radical debilitamiento del
sindicalismo y que no dejaron otra alternativa a las clases populares que
refugiarse –por un tiempo- en su última trinchera: el territorio. Más que una
opción ideológica, fue un hecho práctico que, es obvio, no podía dejar de dar
lugar a la creación de nuevas relaciones sociales. No es lo mismo el compañero
o la compañera de trabajo que el vecino desocupado o informalizado que comparte
la marginalidad en un asentamiento de emergencia, una favela o una barriada
popular; ni son las mismas necesidades o reclamos, ni, por lo tanto pueden ser
iguales las formas de lucha y organización. Esto sin perder de vista que lo que
estaba cambiando era la composición de la clase obrera y, en general, del
universo popular en dirección a otra más difusa y volátil, tal como lo recuerda
en varios de sus escritos Álvaro García Linera. Aunque una parte de la
izquierda intelectual se sumara a decirle “ adiós al proletariado” [7] , éste no
desapareció ni como clase en sí ni como sujeto de lucha, pues en su sentido
estricto -y no restringido sino bien amplio- el concepto refiere a todas las
personas que sólo cuentan para la producción y reproducción de sus vidas con su
fuerza de trabajo, sea ésta física o mental, misma que deben vender a cambio de
un salario a quienes poseen la propiedad sobre los medios de producción, logren
o no hacerlo. Las modalidades del enlazamiento al capital van modificándose
permanentemente con el cambio de las fuerzas productivas y las relaciones
sociales de producción, todo lo cual genera diversos escenarios y experiencias
de lucha y, obviamente, cambia la morfología del universo asalariado.
Siguiendo el razonamiento de nuestros
autores, de su planteo anterior se desprende que el ocaso del viejo paradigma
socialista revolucionario articulador de las luchas de las décadas de los
sesentas y setentas, fue reemplazado por “un no-paradigma, un horizonte
emancipatorio más difuso, donde prosperaron posturas de carácter destituyente y
de rechazo a toda relación con el aparato del Estado”. Es cierto que la
profunda crisis de representatividad desatada por la complicidad de muchos
partidos y sindicatos de América Latina (¡para ni hablar de Europa!) con las
políticas neoliberales de los noventas repercutió en todas las representaciones
institucionales, incluidas las de la izquierda, abriendo profundos debates que
exigían una democratización de las organizaciones populares. Este paradigma
destituyente se correspondió con la fase de resistencia a los gobiernos
neoliberales, pero luego, en varios países, se pudo sortear el obstáculo de la
falta de representación política y de proyecto emancipador y se fueron
constituyendo nuevos liderazgos y expresiones políticas que lograron acceder a
los gobiernos nacionales, retomando las viejas banderas de lucha de los
pueblos, como el socialismo, el buen vivir, la democracia, la defensa de la
Madre Tierra, etcétera.
Por eso es importante subrayar que el
proyecto destituyente de las luchas del pueblo se concretó para luego tornarse
instituyente de algo nuevo, que a la vez incorpora la experiencia histórica
previa. Una vez constituidos los gobiernos populares se pasa de la “ fase
heroica”, para utilizar palabras de García Linera, a cierto repliegue hacia la
vida cotidiana que había sido tan afectada por las políticas neoliberales y a
las arduas tareas de ejercer la función gubernamental. A raíz de este cambio la
destitución de los gobiernos populares pasa a ser la preocupación obsesiva de
las clases dominantes locales y sus jefes imperiales. Por eso, de prosperar la
perspectiva destituyente que nuestros autores pretenden rescatar como uno de
los elementos fundantes de los movimientos sociales que abrieron el ciclo
progresista, cabría ahora preguntarse ¿destituyente de quién, o de quiénes?
Porque una cosa es pretender derrocar a un gobierno que recupera los bienes
comunes de la nación, se enfrenta al imperialismo -con mayor o menor enjundia
pero se enfrenta con él- promueve la integración latinoamericana y redistribuye
la riqueza, y otra muy distinta es hacerlo frente a los gobiernos neoliberales
de ayer (Fujimori, Menem o De la Rúa, Sánchez de Losada, Salinas de Gortari,
Fernando H. Cardoso, Sanguinetti, Abdalá Bucarám, etcétera). En relación a
estos últimos esa vocación subversiva fue virtuosa, no así cuando se trata de
deponer a los gobiernos de signo progresista que pese a sus limitaciones
constituyen un fenómeno sociopolítico y de clase radicalmente diferente.
No menos enigmática resulta la propuesta de
un horizonte emancipatorio difuso construido a partir del radical rechazo del
Estado o sus aparatos. Esto revela una virginal inocencia que en el tenebroso
mundo del imperialismo suele pagarse a precios exorbitantes. Porque, ¿cómo
lograr la “emancipación difusa” que requiere librar una intensa y por momentos
violenta lucha de clases en contra de las oligarquías dominantes y el
imperialismo sin contar con el crucial protagonismo del Estado? ¿Cómo se
preserva la Madre Tierra sin una legislación que controle y castigue la
depredación capitalista? ¿Basta para ello con las exhortaciones de los
movimientos sociales? Fue justamente ese divorcio entre movimientos sociales y
Estado, o más precisamente, la complicidad del viejo estado oligárquico
ecuatoriano con la Texaco y luego con la Chevron, antes del ascenso de Rafael
Correa, lo que explica el desastre producido en la Amazonía ecuatoriana. ¿Cómo
se combate la precarización laboral y la concentración de la riqueza? ¿Basta
con organizar asambleas horizontales para que los capitalistas se inclinen ante
el reclamo popular? Esta clase de razonamientos recuerda un pasaje de la Biblia
en donde se cuenta que siete sacerdotes judíos hicieron sonar con fuerza sus
trompetas logrando el milagro de derribar las imponentes murallas de Jericó.
Leyendo a nuestros autores y a otros tributarios de una perspectiva política
semejante parecería que bastara con que los sujetos sociales invoquen un difuso
horizonte emancipatorio para que las murallas del capitalismo y el imperialismo
se derrumben ante la potencia revolucionaria de su discurso. ¿Dónde y cuándo
las clases subalternas pudieron derrotar al bloque dominante sin contar con el
poder del Estado? Pero Modonesi y Svampa hacen oídos sordos a estas reflexiones
y concluyen que “rápidamente, se asistió al declive de las demandas y prácticas
de autonomía y a la transformación de la perspectiva plebeya en populista, la
afirmación del transformismo y el cesarismo -decisionista y carismático- como
dispositivos desarticuladores de los movimientos desde abajo”.
Sobre esto cabe también formular varios
comentarios. Primero, ¿qué fue lo que ocurrió para que esos movimientos
sociales velozmente arrojaran por la borda sus demandas y sus prácticas
autonómicas? ¿Será acaso por la traición de sus jefes? -acusación favorita de
los trotskistas desde tiempos inmemoriales, dirigida rutinariamente a todas las
organizaciones que ellos no controlan. ¿O no habrá sido que aquellas demandas
tropezaron con un límite práctico que requerían, para el logro de sus
objetivos, establecer algún tipo de relación con los aparatos estatales, sobre
todo ante la existencia de gobiernos dispuestos a satisfacer sus demandas?
Segundo, el tránsito de la irrupción plebeya al populismo merecería ser
explicado muy cuidadosamente, aunque nomás fuera por la reconocida vaguedad que
comporta el término populismo y que, en manos de su más importante cultor,
Ernesto Laclau, servía para caracterizar la política de Hugo Chávez tanto como
la de Álvaro Uribe. Y qué decir del “cesarismo decisionista y carismático”:
¿fue un ardid perverso para desarticular la vitalidad y el dinamismo de los
movimientos sociales? ¿No sería más lógico pensar que si surgieron esa clase de
regímenes políticos fue como producto de una constelación de factores que, sin
negarlos, excede con creces a los influjos de los movimientos sociales? ¿No
había otros actores en las escenas políticas de los países que se incorporaron
al ciclo progresista? ¿No había allí oligarquías históricas, voraces
burguesías, militares adoctrinados por Estados Unidos desde la Segunda Guerra
Mundial, incontrolables poderes mediáticos y el papel omnipresente de “la
embajada” -como lo demuestran hasta la saciedad los Wikileaks- todos
conspirando para reprimir los anhelos emancipatorios de las masas y que, para
neutralizar una contraofensiva de enemigos tan poderosos y tan bien organizados
se requería una cierta concentración del poder político? En suma, ¿no había
lucha de clases en los países gobernados por el progresismo?
¿Sobre qué bases se puede entonces pensar
que la emergencia de fuertes liderazgos como los de Chávez, Lula, Kirchner, Evo
y Correa fueron productos de “personalidades autoritarias” (un añejo tema de la
sociología funcionalista de los años cincuenta) o una suerte de perversa “astucia
de la razón” destinada a desmovilizar y desarticular los vigorosos movimientos
sociales de finales del siglo pasado y comienzos del presente? En todo caso,
¿no sería prudente preguntarse acerca de los factores que explican la
“verticalización” de los movimientos sociales, su dependencia del Estado, cuyos
alcances, por otra parte, mal podrían generalizarse porque no tuvieron la misma
fuerza en Bolivia y Ecuador que en Argentina, país que tal vez represente la
versión extrema de este proceso de “control desde arriba” del sujeto popular? Y
preguntarse, también, si efectivamente se produjo esa “monopolización de lo
plebeyo” por parte de los gobiernos progresistas, cosa que en principio nos
parece sumamente discutible y carente de sustento empírico.
Modonesi y Svampa plantean que no pocos
autonomistas radicales devinieron furiosos populistas y asumieron la defensa y
promoción irrestricta del líder. ¿No sería bueno también intentar explicar con
los instrumentos del materialismo histórico la meteórica aparición de un
liderazgo popular capaz de enturbiar la visión de los autonomistas y de
subyugar la voluntad plebeya? O es que nuestros autores reposan sobre las
teorías funcionalistas de la modernización según la cual un intenso proceso de
cambios deja a las masas “en disponibilidad” e indefensas para ser manipuladas
a su antojo por un líder carismático. Lejos de esta lectura equivocada es
preciso recuperar el camino de la construcción colectiva de la historia, y
analizar los hechos y procesos sociopolíticos como resultados del choque de
múltiples sujetos que forman aquel “paralelogramo de fuerzas” referido por
Engels y del cual surge la dirección del proceso histórico. Cabe preguntarse si
capitulación del autonomismo no tiene mucho que ver con el hecho de que las
fuerzas políticas progresistas o de izquierda en el gobierno pudieron expresar
y dar satisfacción, aunque sea parcial, a las demandas de los diversos sujetos
populares. Estrategias y proyectos que pueden corresponderse o no con las
planteadas por algunas organizaciones, pero que evidentemente fueron leídas y
articuladas –al menos en parte- por las fuerzas políticas y algunos líderes
carismáticos. La experiencia concreta señala que las demandas que primaron y
organizaron las estrategias objetivas de las luchas populares giraron en torno
a la mejora en la calidad de vida y del trabajo, una mayor participación
democrática, y mayores grados de soberanía política y económica frente a la
entrega de nuestros países al imperialismo. Y estas demandas fueron, en mayor o
menor medida según los casos, satisfechas por los gobiernos progresistas. Fue
por eso que la reivindicación autonomista pasó, sin ser abandonada por
completa, a un segundo plano.
Productividad histórica y limitaciones de los “progresismos realmente existentes”
En la segunda parte de su artículo Modonesi
y Svampa examinan las derivas de los “progresismos realmente existentes”. El
tono es, por supuesto, crítico de estas experiencias que “parecían abrir la
posibilidad de concretar algunas demandas de cambio”. De sus palabras, así como
del resto de su trabajo, se desprende que esos gobiernos fracasaron
lamentablemente a la hora de introducir algún cambio mínimamente significativo.
Esto abre un serio interrogante, teórico y práctico a la vez, acerca de las
enigmáticas razones por las cuales, ante tanta inocuidad política, el
imperialismo reaccionó con tanta furia y saña contra estos gobiernos. Pero
dejando esto de lado, nuestros autores fustigan a quienes aludieron a estos
procesos apelando a expresiones tan diversas como “posneoliberalismo”, “el giro
a la izquierda”, o inclusive de una “nueva izquierda latinoamericana”. Según
sus análisis la caracterización que finalmente predominó fue la denominación
genérica y por demás vaga de “progresismo”. Reconocen, sin embargo, que bajo
este rótulo se incorporaban -a nuestro juicio erróneamente- experiencias
políticas y sociales muy distintas. Tal como lo hemos planteado en otro lugar,
hay una distinción que por elemental no deja de ser crucial entre gobiernos que
se fijaron como objetivo la construcción de una sociedad no-capitalista:
“socialismo del siglo veintiuno”, “socialismo bolivariano”, “sumak kawsay”,
“vivir bien”, como se desprende de los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador; y
otros cuyo objetivo era fundar un “capitalismo serio”, como se lo propusieron,
sin éxito, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la
Argentina, y los gobiernos del Frente Amplio en Uruguay [8] . En lugar de esto,
Modonesi y Svampa incomprensiblemente incluyen bajo una misma categoría de
“progresismo” a los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile,
claramente de centro derecha y casi conservadores, junto al Brasil, de Lula Da
Silva y Dilma Rousseff, al Uruguay, de Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, la Argentina
de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, al Ecuador de Rafael
Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Hugo Chávez y recientemente,
de Nicolás Maduro y a Nicaragua con las presidencias de Daniel Ortega y los
gobiernos del FMLN en El Salvador, en particular el de Sánchez Cerén. [9]
Quedan en la nebulosa, por omisión, los gobiernos de Fernando Lugo en Paraguay
y de Manuel “Mel” Zelaya en Honduras. A Cuba, ¡menos mal!, no la incluyen en su
progresismo descartable, pero se olvidan llamativamente, por cierto, de
incorporarla en algún análisis o parte de su texto. Nos parece imposible hablar
de estos temas sin una referencia a la Revolución Cubana, cuya porfiada
resistencia a los designios del imperialismo abrió la puerta a eso que el
presidente Rafael Correa llamara “cambio de época”. Mucho más oscura y
desgraciada habría sido la historia en América Latina y el Caribe si Cuba
hubiese arriado las banderas del socialismo una vez desintegrada la Unión
Soviética, como se lo reclamaran con insistencia numerosos líderes
socialdemócratas, ya reconvertidos al neoliberalismo, de Europa y América
Latina.
Modonesi y Svampa aciertan sólo en parte
cuando aseguran que el progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar:
crítica al neoliberalismo, cierta heterodoxia en las políticas macroeconómicas,
inclusión social, lucha contra la pobreza, etcétera. Pero dejan en las sombras
una diferencia fundamental: que los gobiernos de izquierda –Venezuela, Bolivia
y Ecuador- asumieron posturas y ejecutaron políticas más radicales en lo
económico y social, construyeron notables constituciones que profundizaron la
calidad democrática de sus países, hicieron de la naturaleza un sujeto de
derecho (introduciendo una innovación fundamental en el derecho contemporáneo),
y adoptaron planteamientos abiertamente antiimperialistas que las versiones más
edulcoradas del progresismo, ni hablar del conservadurismo chileno, ni por
asomo se atrevieron a ensayar. El ocultamiento del antiimperialismo en un cono
de sombras es un rasgo común a las diversas familias trotskistas y a los
pensadores liberales, cuya ceguera para ver ese fenómeno llega a ser por
momentos alucinante y que en consecuencia sólo les permite ver el árbol y no
percibir el bosque, con las consecuencias políticas que de ello se derivan.
La consecuencia de este planteamiento es que
todos los gobiernos progresistas caen en el cajón de sastre de un “populismo de
alta intensidad” que se opone, absorbe y niega otras matrices ideológicas
contestatarias, como la del indigenismo, el campesinado, las izquierdas
clásicas y los autonomismos que desempeñaron, según nuestros autores, un papel
importante en el inicio de la nueva época. En suma, se consolida un cambio
controlado desde arriba, con líderes mesiánicos que “dan” cosas a un pueblo
sumiso y sometido. El remate de esta interpretación es la caracterización de
estos procesos progresistas (¿sin diferenciar al Chile de Bachelet de la
Bolivia de Evo?) como “revoluciones pasivas” (Gramsci), o sea, como
modernizaciones conservadoras que desmovilizan y subalternizan a los
protagonistas del ciclo de lucha anterior.
De lo anterior, Modonesi y Svampa concluyen
que hay tres limitaciones que impiden caracterizar a los gobiernos progresistas
como “posneoliberales” o de izquierda [10] . Primero, porque “aceptaron el
proceso de globalización asimétrica” y sus consecuencias: límites a la
redistribución de la riqueza, al combate a la desigualdad y al cambio de la
matriz productiva. Tampoco avanzaron estos regímenes en reformas tributarias,
más allá de tímidos intentos, y su política de recuperación de los bienes
comunes para sus pueblos se hizo negociando con las grandes transnacionales de
la industria, el agronegocio y la minería.
Ante esto cabe decir que la modificación de
la globalización asimétrica es un proyecto que ni siquiera China está en
condiciones de realizar, y que exigirle eso a un país latinoamericano revela un
profundo desconocimiento de lo que nuestros países están en condiciones de
hacer. En cuanto a que hubo límites en las políticas de redistribución de
ingresos y riqueza es cierto, pero: ¿dónde y cuándo no los hubo? Reformas
tributarias continúan siendo una asignatura pendiente, pero en algunos países
en algo se avanzó, si bien no tanto como hubiera sido deseable. Por último, una
vez más, si China concluyó a finales de los años setenta del siglo pasado que
con sus propios recursos jamás podría garantizar el crecimiento de su economía
para resolver los problemas de su población; que sin una asociación
no-subordinada al capital extranjero, posible por la fortaleza de su aparato
estatal, jamás darían el salto tecnológico requerido por el desarrollo de sus
fuerzas productivas, ¿cómo podrían nuestros países prescindir de una
negociación con quienes detentan un práctico monopolio de la alta tecnología?
El caso de China es bien ilustrativo. Desde el comienzo de las reformas
económicas implantadas por Deng Xiao Ping en 1978, el PIB de ese país se
multiplicó por diez y se puso fin a las hambrunas que desde tiempos inmemoriales
periódicamente condenaban a muerte a decenas de millones de chinos. Deng se
preguntó, ante sus camaradas del Partido Comunista, si China podría, con sus
propios recursos, algún día llegar a tener la gravitación internacional que
gozaban algunos países europeos como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Su
respuesta fue un rotundo no. Dijo que para lograr ese objetivo China debía
construir un Estado fuerte, para evitar ser sometido al arbitrio de los grandes
capitales; que debía atraer la inversión extranjera, con transferencia de
tecnología, para apropiarse de los avances tecnológicos de Occidente; que debía
lanzar un gran programa de obras públicas, para construir los caminos, puentes,
vías férreas, puertos y toda la infraestructura que China requería y, por último,
que tenía que realizar fuertes inversiones en educación y en ciencia y
tecnología. A la luz de esta reflexión del líder chino, ¿es razonable pensar
que países latinoamericanos, incluyendo al Brasil, México y la Argentina,
pueden lograr los avances económicos y sociales que esperan sin una negociación
con las transnacionales que retienen en su poder los desarrollos tecnológicos
más importantes de nuestro tiempo en las principales ramas de la economía?
Tomemos el caso de Bolivia y el litio. Durante siglos la oligarquía de ese país
mantuvo a su población en la ignorancia y el analfabetismo. ¿Cómo hacer para
que, de la noche a la mañana, surja una capa de técnicos del más alto nivel,
familiarizados con la más actualizada metodología susceptible de ser empleada
para la producción de litio? Por otra parte la extracción y producción del
litio, que es criticada por un irresponsable pseudo ambientalismo, tiene un
potencial enorme a desarrollar en cuanto energía más limpia y renovable. Pero
en Bolivia las transnacionales que elaboran el litio no tienen acceso al salar
de Uyuni, que es de donde se lo obtiene y al cual sólo ingresan las empresas
estatales. Allí no entra el capital extranjero.
El segundo pecado de los progresismos
latinoamericanos (recordar: sin discriminación alguna al interior de esta
categoría) fue su fracaso en la pregonada vocación por cambiar la matriz
productiva, “más allá de las narrativas eco-comunitarias que postulaban al
inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las declaraciones críticas del
chavismo respecto de la naturaleza rentista y extractiva de la sociedad
venezolana”. Esta incapacidad demostraría que los gobiernos del grupo no sólo
no ingresaron en el terreno del pos-neoliberalismo sino que, por el contrario,
agravaron la cuestión ambiental, criminalizaron la protesta social, repudiaron
al Convenio 169 de la OIT que establece la protección de los pueblos indígenas
y tribales, y deterioraron los derechos anteriormente adquiridos.
Ante esta crítica hay que decir que,
efectivamente, al cambio de la matriz productiva resultó ser muchísimo más
complicado de lo imaginado. De hecho, en fechas recientes los dos casos más
significativos de ese cambio son Corea del Sur y Gran Bretaña: la primera,
transitando a lo largo de más de un cuarto de siglo desde una economía
campesina atrasada a una de carácter industrial altamente desarrollada; la
segunda, desandando la ruta industrial y reconvirtiéndose en una economía de
servicios y fundamentalmente de carácter financiero en torno a la City londinense.
En los dos casos el período requerido para hacer estos cambios osciló entre los
25 y los 30 años, y en ambos también se contó con la colaboración de Estados
Unidos. Por el contrario, en los países latinoamericanos los cambios hay que
hacerlos de inmediato, pues a los dos años el gobierno de turno se enfrenta a
las primeras elecciones y, para colmo de males, todo debe hacerse en un
contexto signado por la persistente animosidad de los Estados Unidos y su
tridente desestabilizador: la oligarquía mediática, el poder judicial y la
venalidad de los legisladores. Tiempo que, obviamente, es irrisorio para
emprender la transformación de la matriz productiva en cantidad y calidad
suficiente, teniendo en cuenta la estructural dependencia externa que fue cambiando
su modalidad pero sigue vigente desde hace 500 años.
Pero lo que de ninguna manera ocurrió fue
que se criminalizara la protesta social o se produjera un deterioro de los
derechos adquiridos o se desconocieran los de los pueblos indígenas. Y en caso de
que se hubiera producido algo en esa dirección esto no obedeció a una política
sistemática sino a excepciones producto de circunstancias coyunturales. Sería
bueno que Modonesi y Svampa aportaran algunos ejemplos concretos al respecto,
pero no lo hacen. En cambio sugieren que las políticas represivas que
normalmente emplean los gobiernos conservadores latinoamericanos encuentran su
contraparte en los de signo progresista, lo cual es un error sólo atribuible a
un malsano encono en contra de estos gobiernos. Encono que no por casualidad
corre en paralelo con el llamativo silencio de nuestros autores en relación a
las masivas violaciones a los derechos humanos y las libertades públicas
perpetradas por los gobiernos México, Honduras, Colombia y Perú, que ni por
asomo suscitan la indignación y la fiereza crítica que sí les provocan las
flaquezas y limitaciones de los gobiernos del “ciclo progresista”.
Hay empero una tercera limitación que habría
impedido el tránsito hacia el post-neoliberalismo: “la concentración de poder
político, la utilización clientelar del aparato del Estado, el cercenamiento
del pluralismo y la intolerancia a las disidencias”. Una vez más nos hallamos
ante una crítica indiferenciada que en su generalidad nada explica ni nada
permite entender. No sólo eso, en su temeraria aseveración los autores hablan,
sin aportar un solo dato concreto, de cuestiones tan graves como violación de
derechos humanos e, inclusive, de una clara complicidad de los gobiernos
progresistas –de nuevo, todos sin excepción- con las estrategias de
restauración derechista por la vía electoral. El remate de este disparate es la
afirmación de que “salvo parcialmente en el caso del Poder Comunal en Venezuela
(…) el andamiaje estatal y partidocrático propio del (neo) liberalismo” ha
quedado intacto. Las nuevas y radicales constituciones de Venezuela, Bolivia y
Ecuador, que abrieron rumbos en la protección de la naturaleza y en la
expansión de los derechos democráticos son arrojadas, sin más miramiento, al
trasto junto con la estatización de los bienes comunes y todo un conjunto de
cambios que desataron la feroz reacción de la derecha vernácula y el
imperialismo. Se verifica una vez más la verdad contenida en el refrán que dice
que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Horizontes emancipatorios y batallas estratégicas: una reflexión final
La parte final del artículo de Modonesi y
Svampa dictamina, sobre la base de los gruesos yerros de interpretación arriba
mencionados, la acusación final: “estos gobiernos contribuyeron a desactivar
aquellas tendencias emancipatorias que se gestaban en los movimientos
antineoliberales”. Una desactivación que, según los autores, no es sólo el
natural reflujo de un ciclo de luchas o el reposo que sigue a la satisfacción
de las demandas largamente exigidas, o la canalización institucional de la
lucha de clases cuando los que comandan los Estados ofrecen esa apertura,
incluso jugando en contra del poder. El ineluctable resultado de esta verdadera
traición de las fuerzas de izquierda o centroizquierda no podía ser otra cosa
que el “fin del ciclo progresista”, que se produce por derecha y no por
izquierda. De todos modos, Modonesi y Svampa no se desaniman pues perciben,
diríamos que con indisimulable alivio, que el derrumbe de aquellos gobiernos da
lugar al nacimiento de nuevas resistencias saturadas de rasgos y componentes
antisistémicos que antes se agitaban en las entrañas del progresismo pugnando
por abrirse paso y que ahora, ante su final capitulación, emergen con fuerza.
Componentes de este venturoso renacimiento serían el cuestionamiento del
extractivismo, las novedosas gramáticas de lucha de los nuevos movimientos
socioambientales, colectivos culturales y asambleas ciudadanas constructoras de
una nueva narrativa emancipatoria [11] . De las y los trabajadores y humildes
de Nuestra América, que habían visto mejorada su calidad de vida, ni hablar.
Conscientes de que las luchas de clases son tan antiguas como nuestra historia,
Modonesi y Svampa atenúan la radicalidad de la supuesta ruptura de estas nuevas
gramáticas de lucha con las que les precedieron al reconocer que “no pocas
izquierdas clasistas hoy comienzan a ampliar su plataforma discursiva,
incluyendo conceptos que provienen de aquellos otros lenguajes y, viceversa, la
politización de la luchas socioambientales las lleva a buscar y encontrar
claves de lecturas que remiten a las mejores tradiciones y prácticas políticas
de las izquierdas del siglo XX.”
Sin embargo, consideramos que lo que emerge
con vigor es justamente esa fuerza popular que conforma la base de los procesos
revolucionarios. Nos referimos al núcleo duro que está defendiendo tenazmente
su posición -aun a costa de enormes sacrificios, como en Venezuela- o el que
sale a la calle a defender los proyectos progresistas desplazados del poder
(Argentina) o destituidos fraudulentamente (Brasil) y que han acumulado una
gran experiencia de lucha contra el neoliberalismo. Esos movimientos no
esperarán impasibles a que pase otra década de barbarie neoliberal arrasando
con todas sus conquistas, sino que ya han comenzado a movilizarse y están
debatiendo con qué herramientas políticas y con qué proyectos volverán a
disputar los gobiernos en las próximas elecciones. Álvaro García Linera hace
poco expresaba con razón que
“lo importante es que esta generación que
hoy está de pie, vivió los tiempos de la derrota, del neoliberalismo, vivió los
tiempos de la victoria temporal de los gobiernos progresistas y revolucionarios
y ahora está en este periodo intermedio. Por lo tanto tiene el conocimiento, tiene
la experiencia, para poder volver a retomar la iniciativa. A diferencia de los
años 60 o 70 cuando se aniquila una generación, la derrota política y militar y
la construcción de una nueva generación va a tardar 30 años. Aquí no, aquí es
una misma generación que ha vivido derrota, victoria y temporal derrota y por
lo tanto puede tener el conocimiento, la habilidad táctica, la capacidad de
construcción de ideas fuerza como para volver a retomar la iniciativa. Si no
hacemos eso, este periodo de toma parcial de iniciativa de la derecha puede
extenderse y puede ampliarse a otros países de América Latina, lo que sin duda
significaría una catástrofe porque, como ya estamos viendo, allá donde triunfa
la derecha, derecha es: recorte de lo social, recorte del Estado, recorte de
derechos y por lo tanto recorte del bienestar de la población, que fue lo que
se logró en esos diez años virtuosos de gobiernos progresistas” [12] .
Por otra parte algunas fracciones sociales o
sus organizaciones, descontentas con determinadas políticas de los gobiernos
progresistas, como los casos mencionados por nuestros autores, podrán
fácilmente confluir en una acción conjunta con los demás grupos que se oponen a
los gobiernos de derecha. Saben, por experiencia propia, que estos procurarán
avanzar muchos más que los anteriores por sobre sus derechos y los de la Madre
Tierra, condonando a los verdugos de las clases populares, como por ejemplo
hizo el presidente argentino Mauricio Macri al eliminar las retenciones
(impuestos sobre sus exportaciones) a las empresas mineras y a ciertas ramas de
la agricultura, entre otros beneficios otorgados a su propia clase.
La posible coincidencia entre los nuevos y
los clásicos sujetos y sus respectivas formas y estrategias de lucha abre así
insospechadas posibilidades de resistencia tanto contra las tentativas
restauradoras de la derecha como ante las insuficiencias y vacilaciones del
progresismo. Pero, por sobre todo, defendiendo las conquistas realizadas en el
pasado, y entendiendo que los gobiernos de izquierda dentro del amplio espectro
del progresismo son la garantía del sostén institucional de esas conquistas.
Concluimos señalando que el trabajo que
hemos comentado se inscribe en una larga lista de intervenciones que parten de
dos premisas a nuestro juicio erróneas: primero, la indiferenciación entre
gobiernos de muy distinto tipo, desde la centroderechista Nueva Mayoría chilena
actual, con Michelle Bachelet a la cabeza, hasta el izquierdismo, de fuertes
reminiscencias clásicas, de Evo Morales en Bolivia. No hace falta ser un
obsesionado por las cuestiones metodológicas para concluir que cualquier
afirmación que se haga acerca de tan heterogéneo colectivo tiene un valor
apenas relativo, si es que lo tiene. En la mayoría de los casos se llega a proposiciones
de escaso valor explicativo. ¿Podemos, en un análisis riguroso, hablar del
¡“populismo” de Bachelet!, especialmente cuando se apela al uso vulgar de esa
categoría y se prescinde de un análisis teórico de ese concepto? El marxismo
latinoamericano ha hecho algunas contribuciones importantes al esclarecimiento
del mismo que podrían haber ayudado a una mejor intelección de la tesis de
nuestros autores.
Si la primera premisa errónea es el
populismo, la segunda es el anticipado funeral del “ciclo progresista” cuyo fin
ha sido proclamado –y en algunos casos anhelado- urbi et orbi por muchos,
incluyendo ciertos sectores de una izquierda en cuyo campo de visión todavía no
aparece el fenómeno del imperialismo, por imponente y brutal que este sea. Pero
un análisis sobrio de la coyuntura demuestra que en Ecuador la Alianza País
tiene grandes chances de imponer su candidato en la elección presidencial del
2017; que Evo Morales tiene mandato hasta comienzos del 2019 y que el MAS
boliviano tiene amplias ventajas pre-electorales por sobre cualquiera de sus
rivales; que en Nicaragua Daniel Ortega sería reelecto por una abrumadora
mayoría electoral en el curso de este año. En Mayo Danilo Medina obtuvo 66 % de
los votos aplastando al candidato de la derecha en República Dominicana y en El
Salvador, Salvador Sánchez Cerén, del FMLN, se ha mantenido en el gobierno pese
a las enormes presiones desestabilizadoras de la derecha vernácula y el
imperialismo, en un país que, al igual que Ecuador, tiene al dólar
norteamericano como su moneda. Otros referentes centrales a la hora de analizar
las relaciones de fuerzas en la región son nuestro ya legendario faro cubano y
la posible concreción de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo - (FARC-EP) (plebiscito del 2
de Octubre mediante) que, seguramente, tendrán un lugar importante en la vida
política institucional de ese país. La Argentina, con la derrota del
kirchnerismo, es la excepción en este cuadro, configurando el único caso de un
gobierno progresista derrotado en las urnas, por un estrecho margen y más como
producto de insólitos errores del kirchnerismo que de méritos propios de la
oposición de derecha. Pero su futuro es incierto. Un informe aparecido en estos
días del banco de inversión BCP Securities, Wall Street, advierte que “la
población está exigiendo resultados de parte de aquellos que eligieron para
gobernar. Falta tan solo un año para las elecciones de medio término y, al
ritmo que van, al PRO de Macri lo van aplastar” [13] . En Brasil, la ilegal e
ilegítima destitución de Dilma Rousseff instaló en el Planalto a un gobierno
usurpador, encabezado por un personaje como Michel Temer a quien votaría en una
elección presidencial sólo el 2 % de la población, al paso que un 60 % pide su
renuncia. Por otra parte, uno de los condenados por delitos de corrupción, el
mega empresario Marcelo Odebrecht, declaró días pasados que Michel Temer había
pedido “una ayudita para su partido, el PMDB, y que recibió 10 millones de
reales en efectivo” [14] . Ni bien avance esta investigación será muy difícil
evitar que Temer sea eyectado del Palacio del Planalto, con lo que debería
convocarse a una nueva elección presidencial, para la cual no hay ningún
candidato de la derecha que aparezca como probable ganador. En suma: no hay
demasiada evidencia concreta que indique que este ciclo ha llegado a su fin.
Está enfrentando nuevos desafíos, sin duda, pero de ahí a extender el
certificado de defunción hay un muy largo trecho.
Creemos, por consiguiente, que la decisión
de someter a discusión la totalidad de la experiencia de los gobiernos
subsumidos bajo el confuso rótulo de “progresismo” debe ser bienvenida, porque
sin duda hubo, y habrá, errores, turbulencias y contradicciones, como en
cualquier otra experiencia política. La crítica y, en especial, la autocrítica
son muy importantes en momentos como los actuales, cuando arrecia la ofensiva
del imperialismo. Pero esto debe hacerse siguiendo la máxima de Tácito cuando
recomendaba examinar las cosas de nuestro mundo sine ira et studio, lo que
podría traducirse como “sin odio o animadversión y sin prejuicio o
parcialidad”. No es este el caso del trabajo de Modonesi y Svampa, en donde la
animadversión hacia las experiencias del progresismo es manifiesta tanto como
su parcialidad en el ejercicio de la crítica, donde por lo visto nada ha sido
hecho bien y todo está mal. Y la historia es muchísimo más complicada, en donde
el bien y el mal se entremezclan de tal modo que se requiere un espíritu muy
sobrio y alerta para distinguir el uno del otro.
Sin embargo, desde el punto de vista de la
vida concreta de millones de hombres y mujeres que conforman nuestros pueblos,
sin duda el bien primó sobre el mal durante más de diez años, en los que si
bien no se ha “dado vuelta la tortilla”, se han logrado importantes conquistas
materiales, culturales, políticas, en derechos humanos y civiles, y avances en
el sueño de la integración latinoamericana, que dignificaron y significaron una
fenomenal ampliación de la ciudadanía, -es decir: ampliación de derechos aun
dentro del sistema capitalista- al igual que los llamados procesos
nacional-populares o populismos de mediados del siglo veinte. La dialéctica de
la historia que, obviamente se aleja de cualquier revolución de manual, nos
enseña que, aun con todas sus contradicciones, lo que viene después de los
gobiernos progresistas -y mucho mas lo será de los revolucionarios- son
salvajes intentos por maximizar las tasas de ganancias removiendo a cualquier
costo las limitaciones impuestas por movimientos y gobiernos populares. En
varios de nuestros países el ataque de la derecha puso a los movimientos
sociales en guardia y ya se están erigiendo fuertes resistencias a aquellas
tentativas. Por ello, la defensa de los procesos progresistas y revolucionarios
que están de pie -aún bajo el intenso e incesante fuego económico, político y
mediático del imperialismo y la reacción- es la batalla estratégica de nuestro
tiempo. Defensa que no excluye una necesaria autocrítica para rectificar rumbos,
pero sin dejar de señalar que, vistos en perspectiva histórica, los aciertos
históricos de estos procesos superan ampliamente sus desaciertos y
limitaciones.
En una nota reciente uno de los autores de
estas líneas decía, a propósito de la crisis en Brasil, que la izquierda
latinoamericana debía extraer tres lecciones de lo ocurrido en ese país y que
esas enseñanzas tienen un valor general para los países de la región [15] .
Primero, reconocer que cualquier concesión a la derecha por parte de gobiernos
de izquierda o progresistas sólo sirve para debilitarlos y precipitar su ruina.
En coyunturas como estas, la intransigencia ante las presiones de la derecha y
la radicalización política son las únicas garantías de supervivencia. Segundo,
no olvidar que el proceso político no sólo transcurre por los traicioneros
canales institucionales del estado sino también por “la calle”, el turbulento
mundo plebeyo. Sólo esta puede detener los afanes golpistas de la derecha, que
como se comprobó en Honduras, Paraguay y Brasil, pueden procesarse sin mayores
contratiempos en los marcos institucionales del estado burgués. Maduro tiene la
calle, Dilma no la tenía. Y esta diferencia explica la distinta suerte de uno y
otra. Tercero, las fuerzas progresistas y de izquierda –decepcionadas por la
derrota de la “vía armada”- no pueden caer ahora en el error de apostar todas
sus cartas exclusivamente en el juego democrático. No olvidar que para la
derecha la democracia es sólo una opción táctica, fácilmente descartable. Las
elecciones son sólo una de sus armas: la huelga de inversiones, las corridas
bancarias, el ataque a la moneda, los sabotajes a los planes del gobierno, los
golpes de estado e inclusive los asesinatos políticos han sido frecuentemente
utilizadas a lo largo de la historia latinoamericana. Por eso las fuerzas del
cambio y la transformación social, ni hablar los sectores radicalmente
reformistas o revolucionarios, tienen siempre que tener a mano “un plan B”,
para enfrentar a las maniobras de la burguesía y el imperialismo que manejan a
su antojo la institucionalidad y las normas del estado capitalista. Y esto
supone la continuada organización, movilización y educación política del vasto
y heterogéneo conglomerado popular, cosa que pocos gobiernos progresistas se
preocuparon por hacer. En otras palabras, la desobediencia civil o la vía
insurreccional no violenta de masas, la misma que acabó con el régimen del Shá
en Irán, con Alí en Túnez y con Mubarak en Egipto, es un recurso que bajo
ningún motivo debería ser descartado.
Notas:
[1] Ver su “Post-progresismo y horizontes
emancipatorios en América Latina”, del 13 de agosto de 2016, disponible en
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=215469 .
[2] Es altamente controversial decir que el
ataque a Dilma Rousseff fue “legal”. La presunta legalidad de su juicio
político ha sido fuertemente cuestionada por numerosos analistas y observadores
de la vida política brasileña. El régimen político brasileño es
presidencialista, y sólo ante la constatación fehaciente de un delito podría
haberse iniciado un juicio político a la presidenta. Sin embargo, como lo
atestigua la misma sentencia que la despoja de su cargo, ese delito no existió.
* Atilio Boron es Profesor Titular Consulto
de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y
Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Avellaneda.
Paula Klachko es Profesora del Departamento de Historia de la Universidad
Nacional de Avellaneda y de la Universidad Nacional de José C. Paz
[3] A menudo las organizaciones que
emergieron de los procesos de resistencia en los 90s fueron nuevas en tanto
fundadas en esa coyuntura, pero en muchos casos adoptando nombres que remiten a
viejas banderas reivindicativas. No necesariamente fueron nuevas en cuanto a
sus modalidades de organización e instrumentos de lucha, que recuperaron
elementos de las tradiciones de los diversos pueblos latinoamericanos y las
resignificaron en los nuevos escenarios. Hubo también un importante nivel de
experimentación social de modos de organización alternativos, pero no con la
masividad que pregonan algunos intelectuales deslumbrados por esas experiencias
que, además, tuvieron una corta existencia. Pese a ello, como sostenemos más
adelante, influyeron en la democratización de numerosas agrupaciones sociales.
Véase al respecto Klachko, Paula “Las formas de organización emergentes del
ciclo de la rebelión popular de los ’90 en la Argentina”, en Documentos y
Comunicaciones PIMSA 2007 (Buenos Aires: PIMSA), disponible en:
http://www.pimsa.secyt.gov.ar/publicaciones.htm .
[4] Para un análisis tanto de la fase de
resistencias al neoliberalismo como de los cambios sociales y políticos y los
nuevos desafíos que se desencadenaron con el cambio de época, véase Arkonada,
Katu y Klachko, Paula, 2016, Desde Abajo. Desde Arriba. De la resistencia a los
gobiernos populares: escenarios y horizontes del cambio de época en América
Latina (La Habana: Editorial Caminos). Sobre el tema del poder, véase Atilio
A.Boron, “ La selva y la polis . Interrogantes en torno a la teoría política
del zapatismo” Revista Chiapas (México, 2001), Nº 12
http://www.revistachiapas.org/No12/ch12boron.html
[5] El sandinismo triunfó en la guerra civil
contra el estado somocista y sus mentores en Estados Unidos, aunque luego
sucumbió, en el terreno electoral, porque no pudo soportar diez años de
agresiones, sabotajes y bloqueos de la “contra” organizada, financiada y armada
por Washington. Sin embargo, el sandinismo luego regresó al gobierno con un
nuevo triunfo electoral y ahora se encamina hacia una aplastante victoria en la
próxima elección presidencial. En cuanto a El Salvador, los acuerdos de paz
reflejan que la guerrilla salvadoreña no fue derrotada sino que hubo un “empate
técnico” entre el FMLN y el ejército salvadoreño y sus “asesores”
norteamericanos.
[6] Lenin, V. I. (1905) Dos Tácticas de la
social democracia en la revolución democrática (Bs. As.: Editorial Anteo, 1986)
[7] Cf. André Gorz Adiós al proletariado:
Más allá del socialismo, (Madrid: El Viejo Topo, 1981)
[8] Véase Borón, Atilio A. Socialismo Siglo
XXI.¿Hay vida después del neoliberalismo? (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg,
2014), pp. 11- 51.
[9] No obstante, Modonesi y Svampa
retroceden espantados ante su enumeración y aclaran, en el cuerpo del texto,
que el progresismo abarca corrientes ideológicas y perspectivas políticas
diversas, desde aquellas de inspiración más institucionalista, pasando por el
desarrollismo más clásico, hasta experiencias políticas más radicales, de tinte
plebeyo y nacional-popular o que terminaron declarándose socialistas.
[10] Algunos publicistas de los gobiernos
progresistas, sobre todo en Brasil, insistieron en que en ese país ya se había
llegado al “posneoliberalismo”, afirmación totalmente infundada como el tiempo
se encargó de demostrar con particular crueldad. Sólo en el “núcleo duro” de
los gobiernos progresistas –Venezuela, Bolivia y Ecuador- se pudieron registrar
algunos avances significativos en esa dirección. En menor medida hubo algunos
progresos en la Argentina y menos todavía en Brasil y Uruguay. La matriz
neoliberal instaurada en los noventas ha demostrado ser un hueso demasiado duro
para roer.
[11] La crítica al extractivismo de las
experiencias progresistas expone con claridad la irresponsabilidad de los
“anti-extractivistas”, para decirlo con la mayor benevolencia. Por ejemplo, aún
estamos esperando que digan cómo hará Bolivia, que en 25 años doblará su
población, para construir las escuelas, viviendas, hospitales, caminos y
puentes que requerirá la duplicación del número de sus habitantes. ¿O es que
todo eso se construirá sin hierro, cemento, cobre, sin aprovechar sus recursos
gasíferos, por la sola magia del discurso? No parece ser una crítica seria.
Para un examen detallado de este asunto ver Atilio A. Boron, América Latina en
la geopolítica del imperialismo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, Cuarta
Edición, 2014). Hay ediciones de este libro en México, Cuba y España.
[12] Entrevista de Martín Granovsky a Alvaro
García Linera en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La
Plata. Agosto 2016. CLACSO-TV en https://www.youtube.com/watch?v=RuvvgMT826E
[13] “Un banco de Wall Street advierte que
Macri podría perder las elecciones”, en La Política Online, 20 de Septiembre,
2016 http://www.lapoliticaonline.com/nota/100396/
[14] “ Delação da Odebrecht cita os nomes de
José Serra e Michel Temer. Serra teria recebido R$ 23 milhões em propina”, en
Diario do Brasil, 20 de Septiembre de 2016
http://www.diariodobrasil.org/delacao-da-odebrecht-cita-os-nomes-de-jose-serra-e-michel-temer-serra-teria-recebido-r-23-milhoes-em-propina/#
[15] Cf. Atilio A. Boron, “La tragedia
brasileña”, en http://www.atilioboron.com.ar/2016/08/la-tragedia-brasilena.html
y en numerosos periódicos digitales latinoamericanos.
Síntesis
y conclusiones del Taller de Lectura Nº 91
"Sobre el “post-progresismo” en América
Latina: aportes para un debate"
Este texto fue publicado en la página
rebelión.org, escrito por Atilio Boron (Profesor Titular Consulto de la
Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y Profesor del
Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Avellaneda) y Paula
Klachko (Profesora del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de
Avellaneda y de la Universidad Nacional de José C. Paz). Se trata de un
análisis crítico sobre un artículo de Massimo Modonesi y Maristella Svampa,
también publicado en "Rebelión", en el que se proponen pensar al
post-progresismo en América Latina, donde por lo visto nada ha sido hecho bien
y todo está mal, y que fueron los movimientos populares quienes abrieron nuevos
horizontes desde los cuales pensar la política y las relaciones sociales,
subestimando el papel de las organizaciones políticas y sindicales. Sin embargo
es cierto que esto tuvo lugar en un contexto ideológico donde el repudio a los
partidos políticos y los sindicatos, sobre todo a los primeros, y la prédica a
favor de una renuncia a la toma del poder, marcaban con fuerza el espíritu de
la época. Pero desde lo ideológico se debe incorporar, en la combinación de las
distintas fuerzas políticas tradicionales que recogieron las demandas
populares, a componentes cruciales como el antiimperialismo, el
latinoamericanismo, la soberanía nacional, la recuperación de los bienes
comunes y las políticas de combate a la pobreza y redistribución de la riqueza.
De esta manera han surgido nuevos tipos de organizaciones populares, con fuerza
política, que dieron lugar a nuevas relaciones sociales, en una renovada
composición de la clase obrera, y fueron ellos los que formaron los gobiernos
de signo progresista. Es preciso poder diferenciar en Nuestramérica a aquellos
gobiernos que fijaron como objetivo la construcción de una sociedad "no
capitalista" es decir basada en el "Socialismo del Siglo XXI"
como Venezuela, Bolivia y Ecuador, y los que se fijaron como objetivo fundar un
"capitalismo serio" como se lo propusieron, sin éxito, Lula da Silva
en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, y los
gobiernos del Frente Amplio en Uruguay. La turbulenta irrupción del universo
plebeyo en la políticas nacionales en Nuestramérica no se podría concebir sin
mencionar a la Revolución Cubana, cuya porfiada resistencia a los designios del
imperialismo abrió la puerta a eso que el presidente Rafael Correa llamara
“cambio de época”. Mucho más oscura y desgraciada habría sido la historia en
América Latina y el Caribe si Cuba hubiese arriado las banderas del socialismo
una vez desintegrada la Unión Soviética. Hoy vivimos una "globalización
asimétrica" difícil de poder modificar, y que nos obliga a conformar un
Estado muy fuerte para evitar ser sometido a los arbitrios de los grandes
capitales. Con respecto al cambio de la matriz productiva, resultó ser
muchísimo más complicado de lo imaginado, ya que por lo general queda muy poco
tiempo entre los diferentes procesos electorales en nuestros países para poder
comenzar a implementarlo. Como reflexión final, y ante el reflujo neoliberal en
algunos de los países de Nuestramérica, se deben extraer tres lecciones fundamentales:
no dar ningún tipo de concesiones a la derecha; entender que los procesos
políticos no sólo transcurren por los traicioneros canales institucionales del
estado, sino también por la calle, que es el turbulento mundo plebeyo, y que no
debemos olvidar que para la derecha la democracia es sólo una opción táctica,
fácilmente descartable, por lo tanto las fuerzas progresistas y de izquierda no
deben caer en el error de apostar todas sus cartas exclusivamente en el juego
democrático. Hoy podemos contar con una generación que ha acumulado una gran
experiencia de lucha contra el neoliberalismo y que no esperará a que pase
mucho tiempo para volver a disputar los gobiernos en las próximas elecciones.
Es una misma generación que ha vivido la derrota, la victoria y ahora la
temporal derrota y por lo tanto puede tener el conocimiento para volver a tomar
la iniciativa, entendiendo que los gobiernos de izquierda, dentro del amplio
espectro del progresismo, son la garantía del sostén institucional de sus conquistas.
En el transcurso del posterior debate se
destacó que se trata de un texto con un análisis positivo y esperanzador.
Haberlo abordado nos devuelve la confianza de que se pueden recuperar los
derechos arrebatados por las recientes políticas neoliberales en nuestro país y
tan simultáneamente en otros de Nuestramérica. De las situaciones difíciles se
pueden extraer experiencias restauradoras. Nos queda claro que la derecha nunca
fue derrotada, sino que simplemente se encontraba agazapada esperando dar el golpe,
y que siempre tiene la capacidad de recuperarse. Se hizo una analogía con los
conceptos de Álvaro García Linera que dice, que las conquistas sociales son
ciclos que a veces retroceden pero solo para tomar fuerzas y volver a avanzar
nuevamente hacia situaciones de mayor justicia social y más amplios derechos
humanos. Se destacó de la importancia
del marxismo como filosofía para ayudarnos a comprender estos procesos. Que
debemos retomar el progresismo con una visión post-capitalista, con la mirada
puesta en el socialismo. Que el llamado "capitalismo serio" no deja
de ser simplemente capitalismo y que el progresismo dentro de ese sistema tiene
un techo que no se puede superar. Que de acuerdo a recientes declaraciones del
Senador nacional Miguel Ángel Pichetto, queda claro que la xenofobia es utilizada
para dividir a los pueblos con claras intenciones de romper con la UNASUR y con
la CELAC. Cómo influyen los medios de comunicación para generar la confusión,
tapando los tristes resultados por la aplicación de las políticas neoliberales,
tratando además de alejar a los pueblos de toda cultura política. Se acuerda de
la importancia que destaca Atilio Borón al decir que de la crisis que está
viviendo actualmente el Brasil se deben extraer tres enseñanzas: no darle
ninguna concesión a la derecha, que los procesos políticos también transcurren
con la presencia del pueblo en las calles y que para la derecha la democracia
sólo es una opción táctica (fácilmente descartable), por lo que los pueblos
siempre deben contar con un plan B, y que para ello se debe tener en cuenta la
continua organización, movilización y educación política.
Por último se acordó abordar, para el próximo
Taller de Lectura del mes de diciembre, un texto de Ernesto Che Guevara:
"Táctica y estrategia de la Revolución Latinoamericana", publicado en
la revista cubana Verde Olivo el 6 de octubre de 1969.
Grupo Bariloche de
Solidaridad con Cuba, 5 de noviembre de 2016
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