Taller de Lectura # 107- Marzo de 2018
“La cultura de la propiedad
privada o ¡Cuidado con ese culto!”
Por: Luis Toledo Sande (Doctor
en Ciencias Filológicas, escritor, poeta y ensayista cubano)
Tomado de Cubadebate
De la unidad y lucha de contrarios la lucha suele tenerse
más en cuenta que la unidad; pero ambas son inseparables, aunque a veces la
unidad complique las cosas “calladamente”. Estas notas apenas rozan algunas
aristas del tema, como el hecho de que la más eficaz propaganda favorable a una
forma de propiedad la hacen las deficiencias de la otra.
Luego de siglos en que la privada ha sido dominante, cuando
no exclusiva, ella es la que mayor habilidad ha concentrado en el servicio de
sí. La social carga con la falta de preparación y, aún más, con el pensamiento
heredado de la privada, al calor de la cual se fomenta el individualismo, que
parece estar en la médula de la condición humana. En Cuba, para no ir más lejos
ni sucumbir a las generalizaciones, las ineficiencias de la propiedad social motivan
frecuentes alabanzas a la privada, como si no hubiera sido la socialización de
gran parte de los bienes la base para que, después de 1959, la población
alcanzara —son solo dos ejemplos— grados de instrucción y salud impensables
cuando pululaba el analfabetismo y muchísimas personas morían por falta de
atención médica elemental.
Que ahora en una farmacia habanera haya entre cinco y siete
empleados, o empleadas, y se vea que solamente uno o dos atienden directamente
al público, no es razón bastante para suponer que la privatización sería la
única manera de mejorar las cosas. De su infancia, el autor de estos apuntes
recuerda que en su pequeño pueblo natal había no menos de cuatro farmacias,
atendida cada una de ellas por el dueño —era siempre, o casi siempre, el
técnico del laboratorio, y recetaba— y algún que otro empleado. La agilidad del
servicio era ostensible, como la limpieza y el orden del establecimiento. Pero
había quienes morían porque no tenían acceso a un hospital, no podían pagar las
medicinas y la atención médica —aunque algún médico sobresaliera en la
solidaridad con los pobres, de cuyo seno había salido—, y acaso ni sabían que
podían salvarse. Eso era tal vez lo peor.
Tras el triunfo revolucionario se nacionalizaron propiedades
—incluyendo latifundios y centrales azucareros— de magnates vernáculos y
foráneos, y en 1968 se puso en marcha otra socialización de la cual escaparon
casi solamente las tierras de pequeños campesinos, beneficiados muchos de ellos
por las sucesivas leyes de Reforma Agraria. Se habla aquí de socialización, no
de estatalización, tendencia también válida para el capitalismo de Estado. Los
salarios tuvieron escaso crecimiento: la administración nacional, centralizada,
se encargaría de compensar ese déficit con servicios no pagados por los
ciudadanos al recibirlos, pero que tampoco salían del aire, sino de emplear con
fines colectivos las ganancias que los dueños de la propiedad privada recaudan
como plusvalía. Esto, con respecto al conjunto del mundo, lo describió claramente
Carlos Marx. No lo inventó.
Ahora, en gran medida se revierte lo que en 1968 se llamó
Ofensiva Revolucionaria, y el cambio puede acarrear sacudidas profundas. Lo de
menos son los establecimientos que se instalan en locales sin características
adecuadas para esos usos. Lo más relevante atañe al plano mental, de
pensamiento, o —dígase sin ambages— ideológico. Incontables personas que
objetivamente se beneficiaron con la “locura” de la propiedad social y su
continuidad, y otras que no vivieron aquel cambio, parecen idealizar cada vez
más una propiedad que, en no pocos casos, permite ganar al día sumas mucho
mayores que las recibidas por quienes trabajan en una institución estatal.
A quien gana en un establecimiento privado cantidades
altísimas comparadas con lo que se logra devengar bajo administración del
Estado, quizás le importe poco que ello sea posible porque el dueño para el
cual trabaja acumula miles de pesos para provecho propio, no de la sociedad. La
plusvalía, que se obtiene al explotar el trabajo ajeno, es una realidad
objetiva, y no deja de existir porque se le cambie el nombre, se le ignore o se
quiera que no exista.
Decirlo no debe tomarse como un intento de boicotear ninguna
modificación que pueda ser necesaria en la economía. Es simplemente reconocer
lo que no debe soslayarse si se quiere asegurar algo más importante: el recto
entendimiento y la acertada conducción de la sociedad. Los pequeños
establecimientos privados tal vez no debieron haberse suprimido o, de haber
sido preciso hacerlo, quizás su restitución, hoy valorada como necesaria, debió
haber tardado menos. Pero más valioso que especular sobre algo que no cabe
someter a la voluntad, y menos aún a voluntarismos, es la lucidez ante la
marcha y las mutaciones de la realidad y lo que ellas impliquen. Inercia y
resignación pueden dar resultados funestos.
Solamente ignorar o eludir que el movimiento sindical debe
prepararse para enfrentar las consecuencias del aumento de la propiedad
privada, sería ya un grave error. Durante varias décadas el axioma de que la
administración estatal lo hacía todo para bien del pueblo, aunque se
equivocara, pudo hacer pensar que los sindicatos debían renunciar a su carácter
de contrapartida de la administración, aunque esa responsabilidad no se la
encomendó o reconoció ningún agente de la CIA o político perestroiko, sino
dirigentes revolucionarios como Vladimir Ilich Lenin y Fidel Castro. Abandonada
su misión mayor, los sindicatos podían acabar plegados sin más a la
administración, y dedicarse a encauzar una emulación minada por el formalismo o
a celebrar fiestas y otras formas de recreación —también necesarias, justas—
para el colectivo. Pero su misión fundamental es otra.
Los replanteamientos salariales, responsabilidad de la
dirección política y administrativa del país, no podrán hacerse de un día para
otro, ni tal vez simultáneamente en todos los sectores. Pero apremian, máxime
en un país donde quienes —porque lo desean o no encuentran otra opción— siguen
trabajando bajo la administración estatal, sufren agobios por la insolvencia de
sus salarios, cada vez más deprimidos en relación con el costo de la vida y
—repítase— ante lo que ganan quienes trabajan en sectores de la propiedad
privada, ya sea individual o cooperativa. Eso es cosa seria donde la administración
estatal está a cargo de los medios de producción y los servicios fundamentales.
El necesario aumento salarial debe llegar, sin demora
infinita, a todos los sectores bajo administración estatal, para que no se
produzcan desequilibrios de consecuencias impredecibles (o no tan impredecibles
quizás). No hay que ser economista para inferir que una de las fuentes de
ingresos con que la dirección —no propietaria— del país podrá contar para ese
aumento serán las contribuciones tributarias de numerosos pequeños empresarios.
Pero si a la imagen de las sumas que ganan los más favorecidos en áreas no
estatales, en el pensamiento de los trabajadores del sector estatal se añade la
idea de que su salvación depende de la propiedad privada, se le rinde a esta
última un culto que se agregará a la supuestamente inevitable ineficiencia de
la social. Conste que no pocas veces la esperanza de resolver problemas de
diversa índole se asocia con la magia de la gestión privada.
Por añadidura, eso ocurre cuando en el afán de lograr
funcionamiento y rentabilidad en entidades sociales se entiende necesario, o lo
es, el concurso de administraciones foráneas —exponentes de la propiedad
privada—, aunque se trate de frentes donde el país tenía larga tradición, como
el azucarero. Así, las circunstancias aportan imágenes que factualmente
propician la idealización de la propiedad privada, y calzan el culto que no
pocas personas le rinden a esta de modo más o menos consciente, pero nutrido
asimismo por el mensaje que “inocentemente” llega por distintos medios y
caminos.
Ello recuerda un chiste acuñado en torno a la demolición del
campo socialista europeo: el socialismo es el camino más largo para construir
el capitalismo. También surgió otro chiste malvado, según el cual, si
fundadores socialistas —dígase Lenin— valoraron como harto difícil edificar el
socialismo en un solo país, el nuevo contexto evidenciaba la necesidad de
intentarlo en varios a la vez, pero no en todos, para que desde las naciones
capitalistas el movimiento de solidaridad apoyara los afanes de construir el
socialismo.
Hoy la crisis sistémica del capitalismo, para la cual se
prevén paliativos, no cura, resta asideros al segundo de esos chistes. Pero la
ideología no debe confiarse a la espontaneidad, mucho menos en un planeta donde
el socialismo ha sufrido reveses costosísimos sin aún haberse construido
plenamente, y los poderosos —capitalistas— siguen disfrutando los resultados de
su astuta propaganda y los errores de sus adversarios. Si no, ¿cómo entender la
capacidad de movilización que aún los opresores muestran entre beneficiados por
afanes de cambios que ni siquiera echan abajo el capitalismo? Otra lección
marxista, o de la realidad: el pensamiento dominante lo es porque lo portan los
dominadores, y porque estos son capaces de insuflarlo como un elemento natural
a los dominados.
Ya no solamente se sabe que el afán socialista es
reversible, sino que puede ser aplastado, o desmontado. Su triunfo no será un
hecho fatal en ninguna parte: al menos en las circunstancias existentes, que
quién sabe cuánto se prolongarán, no cabe dar por sentado que surgirá de manera
espontánea, como resultado mecánico de leyes objetivas. Se ha puesto asimismo
en evidencia la falsedad de un presunto dogma que beneficiaba, en primer lugar,
a quienes se adueñaban inmoralmente de bienes que eran o debían ser sociales.
Según él, en el socialismo no puede haber lucha de clases, porque no hay
clases, sino sectores. Pero lo sucedido en numerosos países, y que puede seguir
ocurriendo en otros, valida la respuesta que ese dogma mereció en su momento y
puede continuar mereciendo: no hay lucha de clases porque no hay clases, sino
sectores, ¡pero qué clases de sectores en lucha! Dar nombres eufemísticos a
fuerzas sociales y económicas, o conatos de ellas, no neutraliza su naturaleza
ni sus intereses, ni evita las reacciones que les son propias.
El culto a la propiedad privada es inseparable, en Cuba, de
otra mistificación con la cual se intenta falsear la historia, la realidad de
este país: sobre todo fuera de él, pero también dentro, hay quienes sostienen
—y no porque lo hagan con subterfugios es menos peligrosa la falacia— que Cuba
tuvo un pasado capitalista próspero, y debe volver a él. Para refutar semejante
engañifa debería bastar la foto de Korda que muestra a una niña campesina con
una “muñeca de palo”. Y hay también otros desmentidos contra quienes intentan
edulcorar la realidad cubana anterior a 1959. Dos de ellos, entre los que han
circulado recientemente, se deben a sendos autores cubanos, residentes, uno en
La Habana, y en Miami el otro.
El primero, Alfredo Prieto, ha descrito la trayectoria de
los Fanjul-Gómez Mena desde su emergencia como magnates del azúcar en Cuba
hasta su posterior (y actual) etapa en los Estados Unidos, adonde emigraron
después del triunfo de la Revolución. Desde territorio estadounidense
expandieron el restablecimiento de su fortuna hasta Jamaica y República
Dominicana. Sobre su brutalidad para someter a los obreros —esclavos no
demasiado modernos que digamos—, Prieto recuerda que la actriz estadounidense
Jodie Foster rodó, como directora, Sugarland, con la actuación de otra
estrella, Robert De Niro, y de ella misma. Pero la película no se exhibió en
los Estados Unidos: se asegura que lo impidieron con sus recursos los poderosos
hermanos Fanjul, quienes, escribe un crítico citado por Prieto, “supuestamente
se fueron de Cuba por la falta de libertad”.
Nada menos que por las ondas de Radio Miami, desafiando la
intransigencia de la camarilla de origen cubano que por allí hace fortuna con
su labor contrarrevolucionaria, Nicolás Pérez Delgado arremetió sólidamente
contra los intentos de idealizar la Cuba donde se enriquecieron los Fanjul,
aunque no los mencionara. A base de datos extraídos de fuentes oficiales de
aquella Cuba, echó por tierra las falacias sobre un país que supuestamente
había alcanzado su mayor bienestar gracias a la propiedad privada.
No es precisamente la Cuba de hoy el escenario donde más
orgánico y saludable pueda resultar el culto a esa forma de propiedad. Y, si no
se debe confundir confrontación ideológica y cacería de brujas, tampoco se ha
de ignorar la importancia de la ideología ni la necesidad de cultivarla
acertadamente por los caminos de la persuasión, y por los de la lucha cuando es
menester.
La llamada desideologización consiste en propalar, como lo
más natural del mundo, valores y conductas que benefician a una ideología
concreta: la capitalista, que por excelencia es hoy la del neoliberalismo y sus
costras y adiposidades. La garantía de la propiedad social, para que esta lo
sea de veras, pasa por la cultura de participación activa de los trabajadores
en los pasos que se den para asegurar, día a día, el buen funcionamiento de un
país cuya singularidad en el mundo la decidió su opción por la equidad y la justicia.
Más sobre cultura de la propiedad
privada (y más)
Por: Luis Toledo Sande
8 junio 2014 – Tomado de
Cubadebate
Mi artículo “Cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con
ese culto!” motivó diversos comentarios en Cubarte, donde se publicó el 12 de
marzo pasado, y en otros sitios que lo reprodujeron. Tareas varias me
impidieron responderlos entonces, pero en mi artesa reproduje los que en ella
recibí, y anuncié que los contestaría. Es lo que hago ahora, en el Portal donde
el artículo se dio a conocer. No menciono los nombres —¿todos reales?— de los
comentaristas, porque discutir ideas puede ser más útil que una mera polémica
personalizada.
Comienzo por algo que creía haber dicho en aquel texto, pero
quizás no lo hice claramente, a juzgar por uno de los comentarios, que no solo
se dirigieron al autor. En las circunstancias cubanas el restablecimiento de
ciertas formas de propiedad privada les propicia empleo a quienes podrían
perderlo debido a la racionalización de la fuerza de trabajo en áreas de
administración estatal. Sin el control que deben ejercer el Estado y las
organizaciones llamadas a velar por el respeto a las leyes, la justicia y la
ética —en primer lugar el Partido, la Central de Trabajadores de Cuba y los
sindicatos—, dicha racionalización podría generar traumas que ni moral mi
tácticamente podría permitirse el país.
Otro comentario, ubicable en el polo opuesto, condena el
restablecimiento mencionado y cita para ello el Manifiesto comunista, donde
Marx y Engels refutaron a los burgueses que acusaban a la Internacional de
querer abolir la propiedad privada, cuando de hecho ya en Europa estaba abolida
para la gran mayoría. Los fundadores del socialismo científico proclamaron sin
ambages el propósito de destruir un régimen basado en la desigualdad, y
ripostaron a sus adversarios: “Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer
abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos”.
Frente a ello no faltará tal vez razón a quien sostenga que
hoy las metas predominantes son la redistribución cuantitativa y una mayor
justicia, y resultan insuficientes. Los pueblos y las grandes masas de
excluidos merecen más, y lo reclaman. Pero no parece que se pueda ser
categórico y acertado si se afirma que el mundo sigue siendo exactamente como la
Europa de 1848. También los burgueses han aprendido un montón de entonces para
acá, y es mayor el peso con que la tradición de las generaciones muertas oprime
como una pesadilla el cerebro de los vivos, para decirlo glosando un texto
célebre.
Sobre todo con el fin de refutar el criterio, extendido, de
que la propiedad social es ineficiente por naturaleza, vale preguntarse si es
una ley que los comunistas puedan administrar bien los medios de producción
fundamentales, por lo general más complejos, y no aquellos que, aparte de ser
menores, tienen menos peso en la producción total. Pero no hay que diluirse en
conjeturas para plantear las cosas de otro modo: cuando, en la práctica, se ha
administrado a la vez centrales azucareros y hospitales, y guaraperas y
barberías, la complejidad y la importancia vital de los primeros, que tanta
prioridad reclaman, ¿ha dado margen a la atención que también las segundas
requieren para funcionar con eficiencia? Es más: ¿se han administrado siempre
bien los primeros? Dilemas de esa índole no se dan solo en países orientados a
construir el socialismo, cuya consumación plena no se ha conocido aún en el
mundo. También se han visto en la administración pública capitalista.
Otro punto nada desdeñable: militar, incluso con la mejor
disposición personal, en un partido que se autoproclame comunista y hasta
intente serlo de veras, no basta para ser comunista. Para serlo se requieren
grados de consagración y plenitud que hoy parecen constituir metas más que
realidades, por lo menos en planos masivos y visibles. Además, ¿bastaría ser
comunista, o querer serlo —incluso asumir las tareas con entrega y honradez
ejemplares, de las que no abundan como se quisiera—, para ser un administrador
eficiente?
Cuando, refiriéndose a peligros que acechan a Cuba, Fernando
Martínez Heredia ha dicho que “en la acera de enfrente hasta el sentido común
es burgués”, no lo ha hecho para avalar resignación de ninguna índole frente a
semejante realidad, sino para que estemos advertidos sobre los riesgos que corremos,
y no vayamos a creer que estamos libres de ser contagiados por aquella acera.
¿No nos llegan entusiastas expresiones del pensamiento burgués hasta por
caminos que, como la radiodifusión —televisión incluida—, no están por cierto
en manos de empresas privadas o mixtas, o extranjeras?
Cuando se reclama de palabra o con hechos que Cuba acabe de
convertirse en un país “normal”, donde proliferen y se vean satisfechos los
mismos gustos que en otras aceras, ¿qué norma se invoca? De ahí también que la
necesidad de actualizarnos no nos haga buscar una actualidad signada por el
meridiano del capitalismo. Nuestro colega —imbuido del espíritu de Marx y del
Che— no anda pidiendo que abracemos normas tales, y eso no debe ignorarlo
ningún comentarista.
Y si Silvio Rodríguez pide que los ricos, aun sin dejar de
serlo, piensen un poco en quienes no tienen la misma suerte que ellos, ¿debemos
suponer que apuesta por la eternidad de la injusticia? Con su guitarra y sus
canciones, y sin ser un líder político ni un redentor, ¿ha de pedírsele que
tenga fuerzas para desatar una revolución mundial que rompa las estructuras
opresivas cimentadas durante siglos, y luego aspirar a que se eliminen las
monstruosidades? ¿Está mal que, ante la terca persistencia de tales estructuras,
clame al menos por un poco menos de desequilibrio? ¿Ha dicho que solamente a
eso puede o debe aspirarse?
Cuando, después de pedir perdón por la utopía, el trovador
confiesa que otro camino le parece injusto y mucho más doloroso, ¿estará
entrampado en las prédicas “antiterroristas” del imperio, o expresa la
desesperación de quien ve que una revolución que llegue a la raíz no es
precisamente lo más vislumbrable hoy? Suponemos que, por muy solidario que sea,
y por grande que resulte su conciencia histórica, no es sensato pedirle al
artista que tenga fuerza bastante, y seguidores, para fundar una nueva
Internacional Comunista capaz de surtir en pos de la justicia los efectos
deseables no alcanzados por las precedentes.
Respondido ya el comentario hecho sobre/contra el trovador,
conste que quien esto escribe disfrutaría ver que esa nueva y eficaz
Internacional Comunista estuviera ya en marcha triunfal: es más, en el poder.
Quisiera ver un mundo regido por la equidad, la ética, la libertad y la
belleza, y que, de llamarse comunista, honre su nombre. Pero meter en un mismo
saco a todos los gobiernos de “izquierda” —puesto el término, además, entre
comillas— y exigirles que de la noche a la mañana acaben con la burguesía y con
la propiedad privada pudiera ser, cuando menos, un acto de ilusión infinita.
Sobre todo lo sería si, como asoma en algún comentario, se
exige que se acabe con ellas para luego intentar algo como el proyecto de
revolución bolivariana que se intenta llevar a cabo en Venezuela, ojalá que
solo fuera contra viento y marea. O sea, si no se puede alcanzar de sopetón el
todo, ¿el papel de la crítica que se cree portadora única de los ideales
revolucionarios consiste en probar que no vale la pena esforzarse para ir
alcanzando logros parciales como pasos hacia un estadio superior de justicia
social?
Por ese camino el capitalismo tendría la eternidad segura,
digan lo que digan ciertos izquierdistas que nada consiguen modificar en sus
países, en alguno de los cuales aún se juega zarzueleramente a la monarquía.
Conste asimismo que no se trata de imponer cotos, ni territoriales ni de otra
índole que no sean el sentido común y la honradez, a la crítica, ni a los
críticos: ello pararía en un aldeanismo conveniente a las derechas de este
mundo. Pero no basta con llamarse antisistema: urge luchar de veras, no de
palabra, contra el sistema que se rechaza. Más preciso y fértil sería erguirse
como anticapitalista, y serlo de veras.
En la práctica, a fuerza de ser antisistema impenitente se
puede llegar a preferir el estancamiento y la asfixia de Cuba, a la que es
cómodo exigirle, exigirle, exigirle… sin poner el hombro, no solo
declaraciones, en el afán con que ella se ve forzada a tratar de sobrevivir en
un contexto nada diseñado para proyectos como el que la convirtió en una
honrosa anomalía sistémica a nivel mundial. En ello radican los méritos, si
alguno tiene, por los cuales ha suscitado tanta atención internacional, y
propiciado que incontables personas se aferren a la permanencia de su proyecto
como un camino de esperanza frente a tantas calamidades planetarias.
Eso es de veras un digno compromiso para Cuba, que debe
resolver en primer lugar los problemas de su pueblo, no por egoísmo
nacionalista, sino porque, en su territorio, solo él puede objetivamente mantener
un proyecto capaz de suscitar admiración y abonar esperanzas. Si ese pueblo
desapareciera, aplastado ya, más que agobiado, por penurias cotidianas
—causadas no solo, pero sí en gran medida, y no se ha repetido lo bastante, por
la hostilidad del imperio—, pasaría a la historia como una nueva Numancia, y
dejaría de funcionar como un ejemplo de resistencia fértil al cual asirse en
busca de esperanza.
De ahí también la responsabilidad de la dirección del país
en cada paso que dé. Pero otra cosa sería no actuar, no hacer nada en busca de
mejorar la vida de la población, para complacer a quienes le dan palo si él
boga, y si no boga también le dan palo. Hay quien viene a sostener, nada menos,
que solo idiotas pueden confiar en que las transformaciones emprendidas por
Cuba tienen algo que ver con los ideales de la justicia social. Es el pueblo
cubano, con la realidad cotidiana sobre sus hombros, el primero que debe
rechazar lo que traicionara esos ideales, y no sería desmedido pedir un voto de
confianza para él, que ha sacado de su territorio a dos imperios y derrocado
tiranías vernáculas. Eso debe saberse dentro y fuera de sus lindes. ¿Por qué
suponer que unas pocas décadas de “acomodo revolucionario” —llamémoslo así— lo
han privado de su empuje emancipador?
Pero cuando la nación se plantea el ineludible deber de
revertir los desequilibrios entre los salarios y el costo de la vida, surgen
entonces voces que vienen a convencernos de que este pueblo no debe aspirar a
que le suban sus sueldos. Con poses proféticas admiten que ello será posible,
si acaso, y solo parcialmente, en el sector de la Salud, para el que ya se han
aprobado aumentos significativos en una nación donde las profesiones no se ven
como negocio y está llamada a atender a la totalidad de sus pobladores, no a un
grupo de ellos.
Aparte de asegurar que los demás trabajadores cubanos nunca
tendrán incrementos salariales significativos, tales profetas reclaman que
alguien se lo diga, para que no se engañen. Hay profetas que menosprecian la
inteligencia de este pueblo y el valor del trabajo que él hace no solamente en
la Salud. De paso, olvidan que aquí el Estado tiene el deber de administrar los
recursos con sentido de equidad, y asegurarle una vida digna a toda la
población, a todas las personas que trabajen y sean honradas. La nación no solo
necesita médicos, y su producto interno bruto debe contribuir al bienestar
general, sin atenerse —y menos aún con la ortodoxia que en esto, curiosamente,
vienen a exigirle— a una división internacional del trabajo diseñada para el
consumismo capitalista, nada equitativo.
Para todo eso el país necesita una economía sustentable,
pero en esa aspiración tropieza con los mismos teoricistas —resérvese el rótulo
de teóricos para otros usos— que le reprochan cuanto haga por lograrla.
Incluso, reclaman que se niegue valor a la idea de que el aumento de la
producción puede y debe abrirle el camino al mejoramiento de los salarios.
¿Adónde quieren llevar a Cuba? O ¿dónde quieren que ella se quede cuando
afirman, con el dedito índice levantado, que los trabajadores cubanos jamás
podrán tener un poder adquisitivo superior al que hoy tienen? Se habla del
pueblo que, cualesquiera que sean sus defectos —¿otros no los tienen?—, ha
mantenido vivo un proyecto justiciero a menos de noventa millas del imperio al
que tantos se someten en distintos lares, un pueblo que, contra su voluntad,
tiene al agresivo imperio dentro de sus fronteras nacionales, en Guantánamo.
La tenacidad de ciertas profecías, sobre las cuales el
articulista preferiría no volver, obliga a posponer la reflexión sobre otros
comentarios. Los hay de sesgos muy diversos, y algunos revelan lúcida
comprensión sobre la complejidad del reto que Cuba encara, y sobre los cuidados
que debe poner en sus transformaciones. Algunos son tan sugerentes como uno,
enviado a Cubadebate, sobre la necesidad de conocer verdaderamente el
significado de propiedad social, y las diferencias entre la particular, la
estatal, la cooperativa y, curioso neologismo, la estaticular. Tela habrá para
seguir cortando, tanto con tijeras sociales como de propiedad personal. Pero
¿tendrá tanta paciencia el deseado público lector?
1 comentario:
Con el análisis de éste texto, así como en el Taller de Lectura anterior, podemos apreciar la magnitud del reto y el enorme desafío que significa para los cubanos enfrentar ésta nueva situación.
Basta recordar el discurso pronunciado por Fidel Castro Ruz en el acto por el aniversario 60 de su ingreso a la universidad, efectuado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el 17 de noviembre de 2005 y que fuera abordado en nuestro Taller de Lectura Nº 29 del mes de setiembre del 2011, donde él les plantea a los jóvenes cubanos que al socialismo el la isla jamás lo podrá ser destruido desde afuera, pero sí puede ser destruido desde adentro, y que son los propios cubanos y fundamentalmente su juventud, los que deben decidir qué tipo de socialismo ellos desean tener.
A partir de allí comienza todo un proceso, que aunque se viera demorado por la enfermedad de Fidel en el 2006, culmina con el VI Congreso del partido comunista cubano en abril de 2011, que con la participación de todo el pueblo plantean la nueva etapa de Actualización del Modelo Social y Económico en Cuba, que finalmente incorpora la figura del "pequeño cuentapropista" con las consecuencias, ya previstas, y que hoy está en debate en la isla.
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