Certezas y encrucijadas del socialismo en Cuba
Por Frank Josué Solar Cabrales - Mar 24, 2024
La
versión original de este trabajo fue publicada en inglés con el título «Cuba´s
Socialism: certainties and crossroads» por la revista marxista estadounidense Science
& Society (S & S) en su más reciente número, dedicado al 65
aniversario de la Revolución cubana.
Introducción
Cuba ha
sido durante más de medio siglo para este continente la utopía posible. Es el
ejemplo más claro y palpable de la posibilidad de un mundo mejor. La pequeña
isla del Caribe, aún bloqueada, aún agredida, aún pobre y subdesarrollada, a
pesar de sus insuficiencias y desaciertos, a pesar incluso de que todavía es
mucho el camino que le falta por recorrer en la edificación del socialismo, muestra
todo lo que es capaz de hacer un pueblo cuando decide tomar en sus manos la
construcción de su propio destino. A sus 65 años, la Revolución sigue plantada
frente al imperialismo norteamericano y continúa siendo un ejemplo inspirador
para los países de la América Latina.
Ni la
hostilidad, ni las agresiones, ni la guerra económica, ni los actos terroristas
han podido doblegar la rebeldía cubana. Desde hace más de una década los
cubanos hemos desarrollado un proceso de debates con el objetivo de transformar
todo lo necesario para garantizar la continuidad histórica de la Revolución. A
partir de la elección de Raúl Castro al frente del Consejo de Estado en 2008
comenzó un programa de reformas de profundo calado en la economía y la
sociedad, cuyo punto de inicio más importante fueron los «Lineamientos de la
Política Económica y Social del Partido y la Revolución», discutidos
ampliamente por todo el pueblo antes de ser aprobados en las sesiones del VI
Congreso del Partido Comunista de Cuba, en 2011. En lo sucesivo, la hoja de
ruta trazada allí para introducir elementos de mercado en el metabolismo
económico cubano fue confirmada y ensanchada con nuevas medidas y documentos
programáticos, como la «Conceptualización del Modelo Económico y Social Cubano
de Desarrollo Socialista» y el «Plan de Desarrollo Económico y Social hasta
2030», analizados y adoptados en 2016 por el VII Congreso del PCC. El primero
resume los principios y las bases teóricas que buscan guiar el proceso de
construcción del socialismo en Cuba, y el segundo fija los objetivos para
iniciar el desarrollo de una prosperidad sostenible a largo plazo. Ese rumbo
adquirió rango constitucional en 2019, con la aprobación de una nueva Carta
Magna, ya bajo la dirección de Miguel Díaz Canel, el primer jefe de Estado que
no pertenece a la generación histórica de la Revolución.
En
sentido general, las medidas que se han ido tomando y las que se pretenden
adoptar responden a la necesidad de dinamizar la economía cubana, de aumentar
su productividad y eficiencia, de reevaluar la moneda nacional y los salarios,
de sustituir importaciones.
En fin,
de lo que se trata es de reactivar una economía muy duramente golpeada por el
subdesarrollo, por la pérdida de sus principales mercados y fuentes de
suministros, por un bloqueo comercial genocida impuesto por el imperialismo
norteamericano y también por trabas burocráticas internas. Se intenta hacerlo,
además, en condiciones muy difíciles, en las que el hostigamiento y los planes
para destruir la Revolución no cesan.
La actual
dirección del Gobierno ha tenido éxito en el objetivo fundamental de proveer
continuidad a la revolución. Resistir con efectividad embates muy duros en
medio de un contexto tan adverso ya es una victoria. Las bazas principales con
las que se cuenta para asegurar la permanencia provienen, por un lado, de
nuestro sistema social, del modo en que funcionamos y estamos organizados, del
apoyo popular, del sentido de justicia y de dignidad, de todas esas reservas
acumuladas durante sesenta años que aún se sostienen. Y por el otro, del
carácter estatal y planificado de la mayor parte de la economía, lo que permite
tener un estado mayor con mando centralizado sobre la actividad económica.[1]
Las
debilidades que nos aquejan vienen en primer lugar del bloqueo, de las medidas
que lo han recrudecido, de la crisis económica mundial, de los efectos dejados
por la pandemia a nivel internacional; y en segundo lugar, de nuestros propios
errores, sobre todo de una manera burocrática de gestionar la economía y la
política, aparejada con ineficiencia y otros lastres que arrastramos por
décadas. En mi opinión,
no
hemos sido capaces de sustituir el diseño de un sistema político que funcionaba
alrededor del liderazgo carismático de Fidel por un poder más colectivo. La
deuda fundamental continúa siendo el desempeño económico, con un
desabastecimiento y una inflación galopantes, y un crecimiento alarmante de las
desigualdades sociales.
Se ha
ido imponiendo una conducción del gobierno y de la sociedad que apela más a
soluciones económicas y pragmáticas que a resortes políticos y movilizativos.
Yo creo que hay una contradicción de base, central en todo lo que está pasando ahora
en Cuba, entre una línea ya decidida, escogida, que se ha empezado a aplicar,
de modelo de país, de sociedad, que viene desde los Lineamientos, incluso desde
antes, donde se priorizan mecanismos económicos de mercado para salir de la
crisis, con todo un programa para introducirlos paulatinamente; y el costo
político, ideológico y social enorme que produce su aplicación.
Se
sigue apostando por esa línea de recurrir a medios puramente económicos, de
privilegiar el lucro, la obtención de ganancia y el interés material
individual, de dejar que el mercado se autorregule mediante oferta y demanda,
que ha contribuido a extender la diferenciación social, sin que se hayan
obtenido los resultados productivos esperados.
Pero,
por otro lado, el mismo equipo de gobierno que ha adoptado esa política, llena
de riesgos y peligros, reacciona frente al impacto que su implementación va
provocando en el modelo de justicia e igualdad social de la Revolución cubana y
trata de ponerle frenos de alguna manera, o de regular sus efectos.
El
capitalismo viene como un paquete completo, puede producir un relativo aumento
de la productividad en determinadas circunstancias, pero ello trae siempre
aparejado un incremento de la desigualdad, de la explotación, de la pobreza.
Desde la dirección revolucionaria existe la intención de contrarrestar estas
consecuencias con medidas administrativas, con la atención a los barrios y
sectores vulnerables y el estímulo de soluciones comunitarias, con la búsqueda
de paliativos al crecimiento de bolsones de pobreza, con la potenciación del
poder popular. Todas estas iniciativas son positivas, pero ellas lidian con una
contradicción que en mi opinión es insalvable:
no se
puede pretender desarrollar la economía con métodos capitalistas y controlar
sus efectos negativos con políticas sociales y administrativas.
Muchas
veces se ha intentado la operación ideológica, que no académica, de presentar a
la Revolución cubana como un fenómeno acabado, una entelequia simbólica, y se
ubica su deceso en diversos momentos de su decurso histórico. De que se trata
de un proceso vivo y continuo hasta el presente, que solo concluirá con su
derrota o con la consecución de sus objetivos últimos, da fe el encono con que
la intentan ahogar sus enemigos. La Revolución cubana sigue viva, más allá de
la adopción de determinadas formas institucionales y de sus virtudes y
defectos, porque en sus 65 años no ha triunfado una contrarrevolución política
interna y no se ha impuesto un régimen posrevolucionario.
Cuestionar
el apoyo y la legitimidad populares del liderazgo socialista cubano, que ha
sometido a consulta y debate públicos su agenda de «actualización del modelo
económico y social»; y atribuir su permanencia en el poder a un modelo de
control social de corte soviético, más que una broma de mal gusto, puede ser
una peligrosa confusión de deseo con realidad para aquellos que se ufanan de
estar conectados con las verdaderas demandas del pueblo cubano. Ya les pasó una
vez a los mercenarios de Girón, que fueron engañados con la ilusión de
encontrar a su desembarco un levantamiento popular contra la Revolución. Y así
les fue.
¿Por
qué el socialismo?
El
socialismo es, para Cuba, la única opción de garantía de la independencia
nacional, y la posibilidad de alcanzar un orden social superior, más humano, de
verdadera justicia y libertad. El socialismo, entendido como la sociedad de
transición al comunismo, con todas las contradicciones inherentes a esa
condición, permite a las personas tomar el destino en sus propias manos y
construirlo conscientemente, proponiéndose metas de liberación cada vez más
altas, en un proceso de transformación de la realidad y autotransformación de
los individuos. La propiedad colectiva sobre los medios de producción, con una
economía planificada democráticamente por los trabajadores y trabajadoras, y el
poder político bajo control de las mayorías populares y gestionado directamente
por ellas, no solo brindan un bienestar material y espiritual para todos a una
escala mucho mayor de la que puede proporcionar el capitalismo, sino que
sientan las bases para emancipar a los seres humanos de todo tipo de cadenas,
discriminaciones e injusticias que les oprimen, además de multiplicar sus
potencialidades de desarrollo científico, tecnológico y cultural, en una
convivencia armónica y respetuosa con la naturaleza.
El
socialismo es la posibilidad cierta de edificar un mundo donde imperen las
relaciones sociales basadas en la solidaridad y la cooperación, y de garantizar
una vida libre de dominaciones.
El
capitalismo en Cuba, aunque venga disfrazado de modernidad, adelantos y
prosperidad, en realidad significaría un retroceso a un pasado lleno de
oprobio. Constituiría, en primer lugar, el fin de nuestra existencia misma como
nación independiente, pues un gobierno capitalista en Cuba solo podría
sostenerse bajo los auspicios del imperialismo norteamericano y subordinado a
sus intereses. En sentido contrario a la república ideal de libertades y
derechos con que se pretende presentar, el capitalismo implicaría tanto la
pérdida de conquistas sociales históricas de la Revolución cubana como la
expropiación del pueblo y el saqueo de sus riquezas por parte de élites
nacionales e internacionales. Una economía basada en la propiedad privada,
guiada por una lógica de ganancia, afán de lucro e interés individual no
tendría como objetivo el desarrollo nacional ni la satisfacción de las
necesidades de las personas, sino que estaría orientada al enriquecimiento de
la burguesía local y a cumplir disciplinadamente un rol dependiente y
periférico en el mercado capitalista mundial. Solo beneficiaría a unos pocos, y
condenaría a la pobreza y a la exclusión a la mayoría de los cubanos y cubanas.
La
restauración de un régimen de esclavitud asalariada y de explotación del hombre
por el hombre traería como resultado, en lugar de un consumo masivo de bienes
materiales al alcance de todos, como ingenuamente algunos creen, un aumento
exponencial de la desigualdad, la corrupción y la marginalidad.
Tampoco
sería alternativa viable para Cuba ninguna fórmula mixta que intente mezclar
«lo mejor del socialismo con lo mejor del capitalismo».
El
dilema que se dirime en Cuba hoy es entre avanzar por una senda de
profundización socialista, o descender por el abismo sin fin del capitalismo.
No hay margen para una vía intermedia.
Es
utópico pretender factible un sistema estable donde se produzca de manera
capitalista y se distribuya de modo socialista. El uso de las armas melladas
del capitalismo es un paso atrás que en un momento determinado puede ayudar a
salir de una coyuntura de crisis económica a un régimen socialista aislado,
acosado por el imperialismo y obligado a insertarse en condiciones adversas en
el comercio internacional. Pero la ampliación de los mecanismos de mercado y su
extensión en el tiempo en ningún caso serán favorables al avance de la
transición socialista en dirección al comunismo y, en última instancia,
desembocarán inexorablemente en la restauración capitalista.
Cuando
Fidel se vio obligado a introducir en los años noventa elementos de mercado
reproductores de desigualdad, para garantizar la supervivencia del proyecto
cubano, los vio siempre como algo temporal y contrario a nuestras metas.
La
desigualdad es un cáncer mortal para el socialismo, que nos debilita y socava
constantemente las bases y fuentes de nuestra resistencia.
El
mercado y la propiedad privada no son instrumentos asépticos que puedan ser
controlados y usados convenientemente en la construcción de un determinado tipo
de socialismo, sino armas del capitalismo para reproducirse. Ellas solo pueden
garantizar prosperidad para unos pocos y la sostenibilidad y expansión de la
explotación.
¿Qué
socialismo tenemos?
El
socialismo que tenemos es más el que hemos podido hacer que el que hubiéramos
querido. Es resultado de la sumatoria de varias continuidades y rupturas.
Forman parte de sus permanencias tanto esencias que lo acercan al ideal del
deber ser como deformaciones estructurales que le obstaculizan el avance y
amenazan su pervivencia. Al lado de una constante vocación de justicia social y
la construcción de una nueva cultura y un nuevo modo de vida y de relaciones
entre los seres humanos, persisten prácticas y rasgos negativos como la
corrupción, el autoritarismo, el verticalismo, la gestión burocrática de la
economía y de la política. Provenientes la mayor parte de estos de la copia
mecánica que hicimos del modelo burocratizado de la Unión Soviética y Europa
oriental, se han unido a las dificultades propias de intentar la transición
socialista en un país aislado, periférico y subdesarrollado, y bajo un acoso
imperialista brutal, para configurar zonas de «no socialismo» en nuestra
sociedad. Con la profunda crisis económica sobrevenida luego del derrumbe
soviético, y las medidas tomadas para enfrentarla y sobrevivir, se erosionaron
las políticas sociales de igualdad y protección, y sufrió desgaste el consenso
popular alrededor de la Revolución.
A
partir de entonces ha entrado en una fase más aguda la disputa cultural entre
capitalismo y socialismo en Cuba, librada sobre todo al nivel de los valores y
la representaciones de las personas en su vida cotidiana y sus relaciones
sociales, y en la cual el modo capitalista de vivir, comportarse y ver el mundo
ha registrado avances notables en los últimos años, introduciendo la aceptación
entre nosotros como elementos legítimos, normales e incluso deseables de la
desigualdad, de la explotación del trabajo ajeno, de la competencia y la
obtención de ganancia como móviles fundamentales para el aumento de la
productividad, del dinero como medio fundamental de acceso a bienes y
servicios.
La
contrahegemonía socialista se ha estado batiendo en retirada, y en ocasiones se
ha visto reducida al rol redistributivo del Estado y a la administración y
permanencia de conquistas sociales del pasado. El socialismo cubano necesita,
en medio de las condiciones difíciles en las que existe, librar una batalla sin
cuartel contra la expansión del «sentido común» burgués y la normalización de
prácticas y tendencias económicas, políticas y sociales que les son
antitéticas.
El
pueblo cubano necesita una mejoría de su vida material luego de una crisis muy
profunda de más de 30 años. Esa es una necesidad impostergable, pero otra cosa
muy distinta es apelar mayoritariamente a resortes materiales y de progreso
individual.
Los
móviles de nuestra resistencia no pueden basarse en lo fundamental en la
esperanza de progreso y prosperidad material individual, porque ese es un campo
de batalla en el que siempre estaremos perdidos de antemano con el
imperialismo. Ellos siempre tendrán más para ofrecer que nosotros en ese
terreno. Nuestros resortes tienen que ser esencialmente políticos, privilegiar
salidas colectivas y solidarias que construyan la prosperidad entre todos y
para todos.
¿Qué
socialismo necesitamos?
El
socialismo que queremos/necesitamos es uno donde se encuentren cada vez más
socializados el poder y los medios de producción, esto es, que estén bajo la
gestión directa de los trabajadores y trabajadoras y el pueblo, y sean ellos
quienes tomen las decisiones fundamentales relativas al Estado, la economía y
la sociedad.
Un
socialismo que entienda la revolución mundial contra el capitalismo como
esencia vital de su proyecto, que no puede quedar constreñido a las fronteras
nacionales de un país y que necesita, para su sobrevivencia y avance, el
acompañamiento y la integración con otros procesos emancipatorios a nivel
internacional.
Uno que
se asuma no como un punto de llegada o un modelo social específico, sino como
un camino, un estado permanente de cambios y profundizaciones hacia el horizonte
comunista, de construcción de una nueva cultura que erradique todas las
exclusiones y jerarquías. Que combata sin descanso por la conquista de toda la
justicia, no solo por la que parezca posible según estrechos criterios
economicistas.
¿Qué
democracia para qué socialismo?
Las
posturas que buscan desdibujar la lucha entre revolución y contrarrevolución en
la que se debate Cuba, e intentan sustituir la pugna central entre socialismo y
capitalismo por la abstracción ideal de un Estado elevado por encima de la
sociedad que representa a todos y arbitra con justicia las contradicciones
sociales sin más compromiso que el apego a la ley, olvidan a conveniencia que
el aparato estatal es siempre un instrumento de dominación de clase que
responde a los intereses de unas u otras, no de todas a la vez. Cualquier
apelación en abstracto a una República democrática, derechos y libertades sin
señalar su contenido de clase, se está refiriendo en realidad a la democracia
burguesa. En Cuba el poder estatal debe continuar en manos de los
revolucionarios y en función de los intereses de las mayorías, pero debe
socializarse cada vez más bajo el control democrático de los trabajadores y el
pueblo organizado. Solo el socialismo puede proveer verdadera democracia,
libertad, igualdad e inclusión.
Todo
aquel que reclame para Cuba la democracia en abstracto, sin reparar en su
contenido de clase, en realidad está apelando a una democracia burguesa.
Cualquier democracia burguesa, no importa cuán compleja, abierta y evolucionada
sea, significa siempre una dictadura de la burguesía, que es realmente quien
domina y controla todas las decisiones importantes. Como advertía Lenin: «Es
lógico que un liberal hable de “democracia” en términos generales. Un marxista
no se olvidará nunca de preguntar: “¿Para qué clase?”».
Necesitamos
discutir no sobre visiones abstractas sino sobre una construcción específica de
la democracia, para llegar a consensos de los «qué», pero sobre todo para
encontrar los «cómo». ¿Cómo ejercer la democracia socialista, cómo profundizarla?
Si tomamos en cuenta que el socialismo es — reduciéndolo a una forma simple—
socialización creciente de la propiedad y del poder, se entiende la importancia
que ha tenido siempre para Cuba la reflexión acerca de nuestras prácticas
democráticas. Pero estos días tan complicados y difíciles le han otorgado una
urgencia mayor.
Lo que
nos debe interesar sobre todo para el debate son las características,
funcionamiento y contenido de la democracia del periodo de tránsito, con formas
y procedimientos específicos, propios, que sirvan efectivamente a sus
propósitos.
Debe
ser la más democrática de las dominaciones de clase conocidas hasta ahora por
la humanidad. A la vez que debe expresar los intereses y defender el poder de
las mayorías, debe ir tendiendo progresivamente, desde el primer día, a su
autodisolución (el semi-Estado del que habló Lenin).
Se
trata del primer poder en la historia ejercido por amplias mayorías sociales, y
cuyo fin último no es perpetuarse sino desaparecer para dar paso a la emancipación
total de los seres humanos, y el de existir solo mientras sea necesario.
Hay
otra variable que condiciona sobremanera el funcionamiento y reproducción de
los regímenes de transición socialista, de importancia cardinal para Cuba desde
hace 60 años, para su presente y su futuro, y es que mientras se mantengan
aislados y no triunfe la Revolución socialista a escala mundial están
condenados a existir bajo el acoso y la hostilidad permanentes de poderosas
fuerzas reaccionarias, internas y externas. En el caso de Cuba ha implicado la
pelea más dura posible porque ha debido desafiar, en situación muy asimétrica,
el poder imperialista más formidable de la historia; y ese es un elemento que
no debe faltar en ningún análisis que se pretenda serio sobre nuestra realidad.
En el recuento que se haga sobre el daño que nos ha provocado en estas seis
décadas y media la agresividad imperialista, de la cual el bloqueo ha sido la
principal herramienta, debe incluirse la influencia que ha tenido, directa o
indirectamente, en nuestras carencias y deficiencias democráticas. Porque ante
el reto de construir un parlamento en una trinchera muchas veces nos ha
obligado a priorizar a la segunda a costa del primero, y también porque ha
servido de cobertura a la protección de intereses y privilegios de segmentos
burocráticos.
La
condena al bloqueo y al acoso imperialista no es un asunto de corrección
política sino de principios, porque es real el daño que provoca y el obstáculo
que representa, no sólo para el desarrollo económico sino para el avance de
todas las posibilidades emancipatorias del socialismo.
Aún en
medio de esa hostilidad del imperialismo y de la necesidad de defendernos
frente a un enemigo poderoso que seguirá empleando todos los recursos con que
cuenta para vencernos, no podemos renunciar a la profundización democrática de
nuestro socialismo pues sólo ella garantizará una resistencia eficaz y la
conquista de nuevas liberaciones. De cara a los nuevos tiempos, Cuba deberá
perfeccionar sus estructuras democráticas, profundizar las ya existentes e
incorporar las nuevas que precise con el fin de que manden cada vez más los
trabajadores y el pueblo, pero nunca podrán servirle las de la democracia
burguesa que quieren recetarle, pues solo buscarían sancionar el regreso del
capitalismo.
No
somos reformistas, somos revolucionarios. No queremos hacerle cambios
cosméticos al capitalismo para que funcione mejor y atenuar las desigualdades
que provoca — como sería el sueño de todo socialdemócrata bien portado— sino
destruirlo y edificar un mundo nuevo sobre sus restos.
En el
caso concreto de Cuba, aquí y ahora, no queremos hacerle reformas a la
Revolución que le prepararían un lento regreso al capitalismo, disfrazado de
evolución y adecuación a la realidad. Queremos defenderla y hacerla avanzar en
un sentido socialista, mantener su orientación en dirección a la utopía
comunista, y en pos de ella movilizar las potencialidades creadoras del pueblo.
Queremos, en fin, profundizaciones revolucionarias que nos impulsen hacia
delante, no «modernizaciones» que nos hagan retroceder.
Hay
tres ideas que me parecen fundamentales. Primero: la democracia es
consustancial al socialismo. No es un adorno ni un lujo, no es algo que podamos
tener o no, es parte orgánica e intrínseca del socialismo, no solo por una
necesidad cultural, política, sino también por una necesidad económica. La
forma que tiene el socialismo de producir eficientemente es que los
trabajadores sean realmente los dueños de los medios de producción, los que
controlen, los que elijan, los que decidan qué se hace en las fábricas y
centros de trabajo de todo el país.
La
segunda:
la democracia del socialismo tiene que ser distinta a la burguesa. Cuando se
habla de nociones en abstracto de democracia, derechos, libertades, si no se le
da un contenido de clase realmente de lo que se está hablando es de una
democracia burguesa. El socialismo debe darse formas nuevas de democracia que,
por supuesto, no pueden desechar las herramientas del liberalismo, pero
reconvertidas y puestas en función de la dominación de clases de la mayoría.
Para
profundizar en el deber ser de la democracia socialista podemos aprender mucho
de las experiencias históricas, de la propia Revolución cubana, y de otras
revoluciones. Pienso, por ejemplo, en el caso de la Revolución Rusa, en la
utilidad de un texto que el mismo Che consideró que debía ser una Biblia de
bolsillo para los revolucionarios y creo que no estudiamos suficientemente: «El
Estado y la revolución», de Lenin, que constituye una de las perspectivas más radicalmente
democráticas dentro de la tradición marxista. Entre varios puntos esenciales
planteados allí por Lenin para garantizar el funcionamiento democrático durante
la transición socialista, hay dos que valdría la pena recordar. Uno,
elegibilidad y revocabilidad de los cargos públicos administrativos; y dos, la
rotación de esos cargos públicos. Decía Lenin que cuando todos son burócratas
por turnos, nadie es un burócrata.[2]
Ubicar
toda la institucionalidad estatal bajo dominio popular y obrero resulta
imprescindible para el socialismo.
Y en
tercer lugar:
todas las experiencias socialistas que han existido han estado atravesadas por
aquella tensión que Fernando Martínez Heredia llamaba la contradicción central
dentro de un proceso de transición socialista, la tensión entre el poder y el
proyecto, entre un poder que necesariamente debe ser muy fuerte para defenderse
de un acoso constante, y un proyecto de liberación muy radical en sus
propuestas democráticas y de justicia social.[3] Eso se traduce
también en la tensión entre la necesidad de la unidad y la necesidad, al mismo
tiempo, de crítica y de espacios de participación democrática. No tienen que
ser excluyentes, al contrario, el debate y la crítica son una fortaleza para la
unidad de la Revolución.
¿Qué
tipo de unidad?
La
crítica de izquierda, al menos una digna de tal nombre, no es peligrosa para la
Revolución sino para la burocracia. Crítica de izquierda fue la que hizo el Che
cuando advirtió sobre los peligros que se cernían sobre la construcción
socialista y sobre las posibilidades de regreso al capitalismo en la URSS,[4] la que hizo Fidel de
forma constante a lo largo de toda la revolución, como cuando el 17 de
noviembre de 2005 arremetió contra los corruptos y los nuevos ricos.[5] Hoy esa crítica es
más necesaria que nunca para evitar una restauración capitalista en Cuba.
Es
completamente legítimo que la Revolución use todos los medios a su alcance para
defender el poder conquistado hace 65 años y no brinde espacio ni
representación a ningún proyecto contrario a ella. Lo que sí creo firmemente es
que dentro de la Revolución hay varios proyectos y caminos, y esos sí deben
gozar de espacio, libertades y posibilidad de expresión en igualdad de
condiciones.
Algunos
pudieran alegar que eso debilitaría la unidad y le haría el juego a los
propósitos del enemigo. Una unidad consciente como resultado del consenso entre
distintas posiciones revolucionarias después de un debate libre y abierto será
siempre más sólida que la obtenida a través de la obediencia y el unanimismo.
La
unidad de los revolucionarios es condición indispensable para defender la
Revolución de los ataques imperialistas y de la derecha, y profundizarla. Pero
su uso por parte de la burocracia pudiera servir para defender intereses
espurios y grupales, que en última instancia pondrían en peligro la Revolución
y prepararían su derrota y entrega, sin la posibilidad de un rechazo fuerte.
No se
pueden olvidar las lecciones de la Historia. La acusación realizada por una
burocracia corrupta y usurpadora del poder a revolucionarios de izquierda de
atentar contra la unidad y, por tal razón, de hacerle el juego al enemigo y
perseguir sus mismos objetivos llevó al asesinato y al destierro a miles de
comunistas en la antigua Unión Soviética, consumó la contrarrevolución
burocrática que exterminó la generación de bolcheviques que hizo la revolución
junto con Lenin y desembocó a la larga en la restauración capitalista. La misma
burocracia que acusó a los revolucionarios de socavar la unidad del pueblo se
reconvirtió en una nueva clase capitalista, sin que una numerosa militancia
comunista, acostumbrada a obedecer sin crítica las orientaciones superiores
para no afectar la unidad, pudiera hacer nada por impedirlo.
Como
demuestran las experiencias socialistas del siglo XX, la unidad es
imprescindible para defender la Revolución, pero por sí sola será insuficiente
para profundizarla, que es el único modo de evitar su derrota.
Ella
deberá ir acompañada de un control popular sobre la burocracia, es decir, de un
efectivo ejercicio de poder popular y de un activo, propositivo y comprometido
pensamiento crítico de izquierda. Su fuerza debe servir efectivamente a los
objetivos de liberación que nos hemos propuesto, lo que solo será posible,
entre otras cosas, si dentro de ella encuentran espacio todas las posiciones
revolucionarias.
Es
lógico, normal y hasta deseable que entre los revolucionarios surjan
innumerables puntos de conflicto, polémicas, visiones distintas sobre los
caminos a seguir y las medidas a tomar. Es natural, porque en la esencia misma
del ser revolucionario, en su naturaleza, está la comprensión crítica del mundo
circundante, el arribo a conclusiones propias y la lucha con pasión por
transformarlo. En un proceso como la revolución, donde confluyen tantos rebeldes
e inconformes, son inevitables las contradicciones. Es saludable para la
revolución cuidar porque siempre estas diferencias puedan ventilarse en un
ambiente de debate franco. Una unidad construida de esa manera no consideraría
las discusiones y los conflictos entre revolucionarios como algo dañino y
peligroso que debe ser atajado, conjurado y prevenido, cubierto con el manto
del silencio y constituir materia del olvido para la historia, sino como
expresión de vitalidad y como estado natural de existencia de las revoluciones.
Lo que
sí sería perjudicial para la revolución y su proyecto, a la corta o a la larga,
con el pretexto de no dar espacio al enemigo, es la unidad construida
verticalmente sobre la obediencia acrítica, el unanimismo y la disciplina sin
cuestionamientos de las disposiciones dictadas desde organismos superiores, una
unidad que penalice la diferencia, banalice el debate o lo convierta en la
eterna catarsis o recogida de opiniones, que no reconozca la existencia de
distintas concepciones sobre el socialismo y que ellas tienen derecho a
expresarse organizadamente, aunque no sean las consideradas correctas desde las
estructuras de poder.
En el
clima asfixiante de una unidad obtenida así lo único que se fomenta es la doble
moral, el oportunismo y el arribismo. La mejor formación de un revolucionario
es el debate y la lucha ideológica constantes. La discusión sincera no puede
más que fortalecer la implicación y la unidad de los sectores más firmemente
comprometidos con la revolución y el socialismo.
Necesidad
del debate y la participación
Una de
las características más descollantes de la década del sesenta en Cuba fue la
existencia de un debate muy intenso sobre los más diversos aspectos de la
cultura, la ideología, la economía y, por supuesto, la política, impelidos sus
protagonistas por una Revolución que transformaba o pretendía transformarlo
todo, desde los rumbos más generales de la economía hasta los contenidos y
métodos de la educación preescolar, pasando por todas las relaciones sociales y
la vida cotidiana. Y todo esto cuando la Revolución comenzaba, cuando casi todo
estaba por hacer, cuando se suponía era más débil, cuando era más agresivo el
acoso.
La
única manera que tiene una Revolución de no caerse es avanzar siempre hacia
adelante, no detenerse, no «normalizarse», no dejarse secuestrar por el sentido
común, no dejarse encorsetar por los límites de lo posible.
A la
par de las transformaciones económicas, el socialismo debe crear una nueva
cultura, diferente y opuesta al capitalismo, nuevos valores, nuevas relaciones
sociales. La transición socialista sólo puede avanzar como resultado de una
planificación, una voluntad política y una movilización enorme de los
sentimientos y aspiraciones trascendentes de la gente.
Dado
que pretende la construcción colectiva, y no la donación desde arriba, desde
una vanguardia iluminada y experta, de una nueva sociedad y de nuevas
relaciones sociales, para el régimen de transición socialista la participación
y la deliberación no son un adorno, una mera cuestión formal o de
procedimiento, o herramientas para corregir excesos, brindar estabilidad,
legitimidad y consenso al sistema de dominación y atenuar o gestionar el
conflicto social de modo favorable a su permanencia. Ellas son componente
esencial y necesario de la transición socialista, su modo de existir. En el
socialismo el ejercicio del poder político tiene que ser patrimonio de las
mayorías, no de unos pocos en nombre del pueblo.
Contra
la Revolución y el socialismo, contra su derecho a existir, ningún derecho. Ese
es el límite principal, reconocido además como un principio constitucional.
Otro debate sería quiénes y cómo fijan ese límite, que puede ser variable en el
tiempo, porque lo que en un momento puede ser peligroso o amenazar la
existencia de la Revolución no tiene por qué serlo en otro.
La
respuesta de quiénes y cómo fijan ese límite es importante también para que no
sirva a la defensa de intereses espurios de grupos de poder, de privilegios
burocráticos, frente a un poder popular ejerciendo democráticamente sus
derechos. Por eso resulta vital regular y establecer los mecanismos para
manifestarse por demandas ciudadanas puntuales contra injusticias,
arbitrariedades, malas prácticas, abusos de poder, sin atentar contra el orden
social y político que soberanamente nos hemos dado los cubanos y cubanas, y
evitando que sean cooptadas por la agenda subversiva imperialista. Pienso por
ejemplo, ahora que tenemos mipymes, en las formas de lucha y de presión que
puedan tener los trabajadores y trabajadoras contra sus patrones privados por
mejores condiciones laborales, mejores salarios, etcétera.
La
revolución, que ha dialogado siempre con las inmensas mayorías del pueblo
cubano, que ha atendido sus demandas y respondido a sus aspiraciones, que
garantiza la posibilidad de alcanzar una vida digna y plena, tiene derecho a
existir y defenderse. Por eso, el único diálogo posible en Cuba es entre los
revolucionarios y entre los que no se propongan el derrocamiento de la
Revolución. El campo revolucionario cubano es suficientemente amplio, diverso y
plural como para no ser monocorde. En su interior coexisten distintas visiones
y propuestas sobre el socialismo, cuyo debate respetuoso, preservando la
unidad, solo puede ser beneficioso para la revolución. La posibilidad de la
reproducción de la hegemonía socialista en Cuba, de una renovación de nuestro
proyecto socialista, pasa porque el surgimiento espontáneo de iniciativas
políticas revolucionarias desde las bases no sean anécdotas aisladas y
coyunturales, sino una práctica permanente y sistemática de la Revolución
cubana.
Desde
una perspectiva de izquierda, queda mucha batalla por dar dentro de la
revolución, contra la burocracia, contra la corrupción, contra prácticas
verticalistas y autoritarias, contra los retrocesos que amenazan con pavimentar
un camino de regreso al capitalismo; pero nunca podrá estar entre sus demandas
la reclamación de un espacio legítimo para que la contrarrevolución capitalista
actúe legalmente.
Aun con
las carencias que se le pudieran señalar, lo cierto es que existe en Cuba un
debate sobre los rumbos a tomar y las características de nuestro socialismo. Lo
que resulta inadmisible es pasar de contrabando, como de izquierdas, mucho
menos como socialistas, ideas, discursos y prácticas que en realidad son
reaccionarios y favorecen la restauración del capitalismo en Cuba, con la
consiguiente pérdida de soberanía nacional.
Por eso
deviene necesidad compartir algunas nociones de lo que entendemos por un
posicionamiento de izquierda en la Cuba de hoy, desde la perspectiva del
marxismo revolucionario.
Ser de
izquierdas en Cuba hoy significa, en primer lugar, estar dentro de la
revolución, participar en ella, formar parte de ella, no contra ni fuera de
ella. Defenderla de sus enemigos, contribuir a su profundización y avance,
alertar de los peligros que se ciernen sobre ella y ayudar a conjurarlos,
vengan de donde vengan. Dicho en otros términos, sostener una postura de
compromiso militante con la Revolución, desde la cual criticar sus errores e
insuficiencias para aportar al mejoramiento de la obra colectiva.
El
santo y seña de la izquierda cubana debe ser el más radical anticapitalismo,
que encuentra sus principales referentes en el pensamiento de Fidel y el Che, y
en la especie de bolchevismo cubano de los sesenta, que tuvo en el grupo
intelectual nucleado en torno a la revista Pensamiento Crítico una de
sus expresiones teóricas más importantes.
Significa
entender que el principal enemigo de la Revolución cubana es el imperialismo
norteamericano y la contrarrevolución capitalista que este alienta y apoya, y
actuar en consecuencia. Que el eje de alternativas hoy en Cuba es el que se
sigue dirimiendo entre revolución y contrarrevolución, o lo que es lo mismo,
entre socialismo y capitalismo.
Comprender
que el acoso y la hostilidad del imperialismo norteamericano, el más poderoso
de la historia (no sobra recordarlo), forman parte de la adversa realidad en la
que ha debido desenvolverse el proceso revolucionario cubano y han condicionado
sus prácticas y sus decisiones. Un pueblo en resistencia, que ha peleado
duramente por la defensa de sus derechos y conquistas, ha debido adecuar sus
formas institucionales y democráticas a ese clima de agresión permanente,
asegurando a la vez la mayor participación posible y la defensa del proyecto.
En el camino recorrido desde entonces hemos cometido errores y acumulado
imperfecciones, pero hemos sido eficaces en garantizar la supervivencia de la
Revolución. Cualquier valoración sobre la democracia revolucionaria cubana y su
institucionalidad debe tener en cuenta ese factor: la necesidad de defenderse
de sus enemigos y no dejarles brechas abiertas.
Una de
las generaciones de jóvenes que coexiste hoy prácticamente lo único que ha
visto es el período especial, con sus escaseces, sus desigualdades, las
profundas contradicciones económicas, políticas y sociales que ha originado en
el seno de la sociedad cubana, y la erosión constante que ha provocado en los
valores, la espiritualidad y el modo de vivir socialista que hemos practicado durante
seis décadas. Para ella, el discurso de justicia y bienestar de la Revolución a
veces no encuentra asidero en la realidad, peor si se usan consignas gastadas y
esquemas trillados.
Tenemos
una responsabilidad enorme en formar a las nuevas generaciones no en la
simulación, la doble moral, el oportunismo y la falsa unanimidad que tanto daño
hacen, sino en la estimulación del pensamiento crítico y comprometido, rebelde
ante lo mal hecho, ante las injusticias, ante todo lo que vaya en contra de la
esencia igualitaria y libertaria de nuestro proyecto social. Hay toda una
estrategia global del capitalismo de sujeción cultural que apuesta a la
desmovilización de los jóvenes, a fomentar entre ellos la apatía, el rechazo o
el desprecio hacia la política, que sus conversaciones y preocupaciones no
vayan más allá de la música o la ropa de moda, o las tendencias del consumo. El
capital alimenta su poder de esa indiferencia. Eso en Cuba también ha tenido su
influencia, como una de las tantas lamentables consecuencias de la enorme
crisis que sufrimos en los noventa, y puede ser letal para la supervivencia de
nuestro proyecto. Por eso debemos combatir el formalismo y el vaciamiento de
contenido de nuestra vida política.
Decía
Allende que ser joven y no ser revolucionario era una contradicción hasta
biológica. Pero en Cuba el espíritu de esa frase no debe ser visto solo como
obediencia, disciplina, el cumplimiento de lo que se orienta, sino como compromiso
y rebeldía.
Compromiso
con una obra social de justicia que es inmensa, legada por nuestros padres, y
que debe ser preservada. Pero si se tratara sólo de defenderla, no valdría la
pena, porque ella también ha tenido limitaciones y defectos, como toda obra
humana, y muchas veces se ha hecho lo que se ha podido y no lo que se ha
querido frente al acoso y la reacción perennes. Nosotros debemos construir una
sociedad mejor, la que viviremos nosotros y dejaremos a nuestros hijos y
nietos, y ello sólo podrá ser posible si participamos no desde la obediencia
pasiva a lo que otros decidan, sino desde el compromiso crítico, activo,
pensante y propositivo.
Conclusiones
El
poder que legítimamente ha tenido la dirección histórica de la Revolución, con
el respaldo del pueblo y en su nombre, y que ha permitido sostenernos en las
condiciones más adversas, no puede ser transferido a una burocracia que vele en
primer lugar por sus propios intereses y que podría jugar un papel
contrarrevolucionario, como ya sucedió en la URSS; sino al pueblo organizado en
estructuras funcionales que le permitan tomar las decisiones fundamentales del
país.
Imposibilitados
de usar los viejos látigos del capitalismo si de verdad queremos alcanzar
objetivos trascendentes de emancipación, el único modo que tenemos de aumentar
la productividad y la eficiencia, de generar crecimiento económico por medios
socialistas, es a través de la conciencia, de la educación, de la formación de
nuevos hombres y mujeres, y de nuevas relaciones sociales de producción entre
ellos. En este sentido, el control real de los trabajadores sobre la política y
la economía es una necesidad vital de la transición, su modo de existencia, y
la principal forma que tiene para desarrollar las fuerzas productivas en un
sentido socialista.
Una
Revolución sólo puede existir si es capaz de pensarse constantemente, de
revisarse, de renovarse, es decir, de revolucionarse permanentemente. Debe
subvertirse una y otra vez.
Si el
poder deja de ser un instrumento para la liberación y pasa a ser un fin en sí
mismo, habremos errado el rumbo del socialismo. No debemos cejar en el empeño
de conquistar toda la justicia, toda la democracia y toda la libertad. Hacer
retroceder todas las dominaciones y hacer avanzar todas las liberaciones: un
revolucionario no puede conformarse con menos.
Notas:
[1] La hazaña
extraordinaria que escribió Cuba frente a la pandemia, por ejemplo, fue posible
por haber realizado una revolución socialista y contar con una economía
nacionalizada y planificada. Lo que hizo Cuba en ese período es una prueba más
de la superioridad del socialismo. Es una auténtica locura que un país atrasado
como Cuba, con una economía asfixiada, haya sido capaz de desarrollar vacunas
contra el coronavirus. Todo el potencial científico y la infraestructura que lo
hizo posible se debe a las inversiones en desarrollo científico y
biotecnológico que realizó Fidel en los peores momentos del período especial,
cuando otras urgencias y criterios más economicistas y guiados por el mercado
quizás las habrían desaconsejado. Una economía planificada permite poner los
recursos donde la voluntad política decide que es más importante para la protección
y el desarrollo pleno de los seres humanos.
[2] «Los obreros,
después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático,
lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo
sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra
cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas
analizadas con todo detalle por Marx y Engels: 1) no sólo elegibilidad, sino
revocabilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un
obrero; 3) inmediata implantación de un sistema en el que todos desempeñen
funciones de control y de inspección y todos sean “burócratas” durante algún
tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en “burócrata”». V. I.
Lenin: El Estado y la Revolución, Fundación Federico Engels, Madrid,
1997, p. 132.
[3] «Ante todos los que
pretenden contribuir al cambio continuado de las sociedades y las personas, que
es el camino hacia la liberación socialista, se levanta la tensión permanente
entre el poder y el proyecto. Ese es probablemente el problema más dramático
del socialismo (…)». «Cuba y el pensamiento crítico, por Néstor Kohan», en
Fernando Martínez Heredia: Pensar en tiempo de revolución. Antología
esencial, CLACSO, Buenos Aires, 2018, p. 1246.
«Las
relaciones, tensiones y contradicciones entre el poder y el proyecto, la
dominación y la libertad, la unidad y las diversidades, las relaciones
económicas y la igualdad de oportunidades, la autoridad y la participación, son
temas –entre otros– del socialismo cubano (…)». «Visión cubana del socialismo y
la liberación», en Fernando Martínez Heredia: Ob. cit., p. 874.
[4] «Nuestra tesis es
que los cambios producidos a raíz de la Nueva Política Económica (NEP) han
calado tan hondo en la vida de la URSS que han marcado con su signo toda esta
etapa. Y sus resultados son desalentadores: la superestructura capitalista fue
influenciando cada vez en forma más marcada las relaciones de producción y los
conflictos provocados por la hibridación que significó la NEP (…) se están
resolviendo hoy a favor de la superestructura; se está regresando al
capitalismo». Ernesto Che Guevara: Apuntes críticos a la Economía
Política, Ocean Sur-Centro de Estudios Che Guevara, La Habana, 2006, p. 7.
[5] Discurso pronunciado
por Fidel Castro en el acto por el aniversario 60 de su ingreso a la
universidad, efectuado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el 17
de noviembre de 2005, en http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/2005/esp/f171105e.html
1 comentario:
El texto escrito por Frank Josué Solar Cabrales en el periódico digital cubano La Tizza titulado “Certezas y encrucijadas del socialismo en Cuba”, es de profundo contenido político e ideológico, tan necesario en las actuales circunstancias donde el poder mediático mayoritariamente en manos de intereses de grandes corporaciones internacionales busca vaciar de contenido y ridiculizar conceptos y principios políticos. Llama a la reflexión al pueblo cubano a reencontrarse con su compromiso por seguir resistiendo y seguir luchando para defender al socialismo, único garante de la justicia social en el país.
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