febrero 05, 2018

Taller de Lectura # 107- Marzo de 2018


Taller de Lectura # 107-  Marzo de 2018

“La cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con ese culto!”

Por: Luis Toledo Sande (Doctor en Ciencias Filológicas, escritor, poeta y ensayista cubano)

Tomado de Cubadebate

De la unidad y lucha de contrarios la lucha suele tenerse más en cuenta que la unidad; pero ambas son inseparables, aunque a veces la unidad complique las cosas “calladamente”. Estas notas apenas rozan algunas aristas del tema, como el hecho de que la más eficaz propaganda favorable a una forma de propiedad la hacen las deficiencias de la otra.

Luego de siglos en que la privada ha sido dominante, cuando no exclusiva, ella es la que mayor habilidad ha concentrado en el servicio de sí. La social carga con la falta de preparación y, aún más, con el pensamiento heredado de la privada, al calor de la cual se fomenta el individualismo, que parece estar en la médula de la condición humana. En Cuba, para no ir más lejos ni sucumbir a las generalizaciones, las ineficiencias de la propiedad social motivan frecuentes alabanzas a la privada, como si no hubiera sido la socialización de gran parte de los bienes la base para que, después de 1959, la población alcanzara —son solo dos ejemplos— grados de instrucción y salud impensables cuando pululaba el analfabetismo y muchísimas personas morían por falta de atención médica elemental.

Que ahora en una farmacia habanera haya entre cinco y siete empleados, o empleadas, y se vea que solamente uno o dos atienden directamente al público, no es razón bastante para suponer que la privatización sería la única manera de mejorar las cosas. De su infancia, el autor de estos apuntes recuerda que en su pequeño pueblo natal había no menos de cuatro farmacias, atendida cada una de ellas por el dueño —era siempre, o casi siempre, el técnico del laboratorio, y recetaba— y algún que otro empleado. La agilidad del servicio era ostensible, como la limpieza y el orden del establecimiento. Pero había quienes morían porque no tenían acceso a un hospital, no podían pagar las medicinas y la atención médica —aunque algún médico sobresaliera en la solidaridad con los pobres, de cuyo seno había salido—, y acaso ni sabían que podían salvarse. Eso era tal vez lo peor.

Tras el triunfo revolucionario se nacionalizaron propiedades —incluyendo latifundios y centrales azucareros— de magnates vernáculos y foráneos, y en 1968 se puso en marcha otra socialización de la cual escaparon casi solamente las tierras de pequeños campesinos, beneficiados muchos de ellos por las sucesivas leyes de Reforma Agraria. Se habla aquí de socialización, no de estatalización, tendencia también válida para el capitalismo de Estado. Los salarios tuvieron escaso crecimiento: la administración nacional, centralizada, se encargaría de compensar ese déficit con servicios no pagados por los ciudadanos al recibirlos, pero que tampoco salían del aire, sino de emplear con fines colectivos las ganancias que los dueños de la propiedad privada recaudan como plusvalía. Esto, con respecto al conjunto del mundo, lo describió claramente Carlos Marx. No lo inventó.

Ahora, en gran medida se revierte lo que en 1968 se llamó Ofensiva Revolucionaria, y el cambio puede acarrear sacudidas profundas. Lo de menos son los establecimientos que se instalan en locales sin características adecuadas para esos usos. Lo más relevante atañe al plano mental, de pensamiento, o —dígase sin ambages— ideológico. Incontables personas que objetivamente se beneficiaron con la “locura” de la propiedad social y su continuidad, y otras que no vivieron aquel cambio, parecen idealizar cada vez más una propiedad que, en no pocos casos, permite ganar al día sumas mucho mayores que las recibidas por quienes trabajan en una institución estatal.

A quien gana en un establecimiento privado cantidades altísimas comparadas con lo que se logra devengar bajo administración del Estado, quizás le importe poco que ello sea posible porque el dueño para el cual trabaja acumula miles de pesos para provecho propio, no de la sociedad. La plusvalía, que se obtiene al explotar el trabajo ajeno, es una realidad objetiva, y no deja de existir porque se le cambie el nombre, se le ignore o se quiera que no exista.

Decirlo no debe tomarse como un intento de boicotear ninguna modificación que pueda ser necesaria en la economía. Es simplemente reconocer lo que no debe soslayarse si se quiere asegurar algo más importante: el recto entendimiento y la acertada conducción de la sociedad. Los pequeños establecimientos privados tal vez no debieron haberse suprimido o, de haber sido preciso hacerlo, quizás su restitución, hoy valorada como necesaria, debió haber tardado menos. Pero más valioso que especular sobre algo que no cabe someter a la voluntad, y menos aún a voluntarismos, es la lucidez ante la marcha y las mutaciones de la realidad y lo que ellas impliquen. Inercia y resignación pueden dar resultados funestos.

Solamente ignorar o eludir que el movimiento sindical debe prepararse para enfrentar las consecuencias del aumento de la propiedad privada, sería ya un grave error. Durante varias décadas el axioma de que la administración estatal lo hacía todo para bien del pueblo, aunque se equivocara, pudo hacer pensar que los sindicatos debían renunciar a su carácter de contrapartida de la administración, aunque esa responsabilidad no se la encomendó o reconoció ningún agente de la CIA o político perestroiko, sino dirigentes revolucionarios como Vladimir Ilich Lenin y Fidel Castro. Abandonada su misión mayor, los sindicatos podían acabar plegados sin más a la administración, y dedicarse a encauzar una emulación minada por el formalismo o a celebrar fiestas y otras formas de recreación —también necesarias, justas— para el colectivo. Pero su misión fundamental es otra.

Los replanteamientos salariales, responsabilidad de la dirección política y administrativa del país, no podrán hacerse de un día para otro, ni tal vez simultáneamente en todos los sectores. Pero apremian, máxime en un país donde quienes —porque lo desean o no encuentran otra opción— siguen trabajando bajo la administración estatal, sufren agobios por la insolvencia de sus salarios, cada vez más deprimidos en relación con el costo de la vida y —repítase— ante lo que ganan quienes trabajan en sectores de la propiedad privada, ya sea individual o cooperativa. Eso es cosa seria donde la administración estatal está a cargo de los medios de producción y los servicios fundamentales.

El necesario aumento salarial debe llegar, sin demora infinita, a todos los sectores bajo administración estatal, para que no se produzcan desequilibrios de consecuencias impredecibles (o no tan impredecibles quizás). No hay que ser economista para inferir que una de las fuentes de ingresos con que la dirección —no propietaria— del país podrá contar para ese aumento serán las contribuciones tributarias de numerosos pequeños empresarios. Pero si a la imagen de las sumas que ganan los más favorecidos en áreas no estatales, en el pensamiento de los trabajadores del sector estatal se añade la idea de que su salvación depende de la propiedad privada, se le rinde a esta última un culto que se agregará a la supuestamente inevitable ineficiencia de la social. Conste que no pocas veces la esperanza de resolver problemas de diversa índole se asocia con la magia de la gestión privada.

Por añadidura, eso ocurre cuando en el afán de lograr funcionamiento y rentabilidad en entidades sociales se entiende necesario, o lo es, el concurso de administraciones foráneas —exponentes de la propiedad privada—, aunque se trate de frentes donde el país tenía larga tradición, como el azucarero. Así, las circunstancias aportan imágenes que factualmente propician la idealización de la propiedad privada, y calzan el culto que no pocas personas le rinden a esta de modo más o menos consciente, pero nutrido asimismo por el mensaje que “inocentemente” llega por distintos medios y caminos.

Ello recuerda un chiste acuñado en torno a la demolición del campo socialista europeo: el socialismo es el camino más largo para construir el capitalismo. También surgió otro chiste malvado, según el cual, si fundadores socialistas —dígase Lenin— valoraron como harto difícil edificar el socialismo en un solo país, el nuevo contexto evidenciaba la necesidad de intentarlo en varios a la vez, pero no en todos, para que desde las naciones capitalistas el movimiento de solidaridad apoyara los afanes de construir el socialismo.

Hoy la crisis sistémica del capitalismo, para la cual se prevén paliativos, no cura, resta asideros al segundo de esos chistes. Pero la ideología no debe confiarse a la espontaneidad, mucho menos en un planeta donde el socialismo ha sufrido reveses costosísimos sin aún haberse construido plenamente, y los poderosos —capitalistas— siguen disfrutando los resultados de su astuta propaganda y los errores de sus adversarios. Si no, ¿cómo entender la capacidad de movilización que aún los opresores muestran entre beneficiados por afanes de cambios que ni siquiera echan abajo el capitalismo? Otra lección marxista, o de la realidad: el pensamiento dominante lo es porque lo portan los dominadores, y porque estos son capaces de insuflarlo como un elemento natural a los dominados.

Ya no solamente se sabe que el afán socialista es reversible, sino que puede ser aplastado, o desmontado. Su triunfo no será un hecho fatal en ninguna parte: al menos en las circunstancias existentes, que quién sabe cuánto se prolongarán, no cabe dar por sentado que surgirá de manera espontánea, como resultado mecánico de leyes objetivas. Se ha puesto asimismo en evidencia la falsedad de un presunto dogma que beneficiaba, en primer lugar, a quienes se adueñaban inmoralmente de bienes que eran o debían ser sociales. Según él, en el socialismo no puede haber lucha de clases, porque no hay clases, sino sectores. Pero lo sucedido en numerosos países, y que puede seguir ocurriendo en otros, valida la respuesta que ese dogma mereció en su momento y puede continuar mereciendo: no hay lucha de clases porque no hay clases, sino sectores, ¡pero qué clases de sectores en lucha! Dar nombres eufemísticos a fuerzas sociales y económicas, o conatos de ellas, no neutraliza su naturaleza ni sus intereses, ni evita las reacciones que les son propias.

El culto a la propiedad privada es inseparable, en Cuba, de otra mistificación con la cual se intenta falsear la historia, la realidad de este país: sobre todo fuera de él, pero también dentro, hay quienes sostienen —y no porque lo hagan con subterfugios es menos peligrosa la falacia— que Cuba tuvo un pasado capitalista próspero, y debe volver a él. Para refutar semejante engañifa debería bastar la foto de Korda que muestra a una niña campesina con una “muñeca de palo”. Y hay también otros desmentidos contra quienes intentan edulcorar la realidad cubana anterior a 1959. Dos de ellos, entre los que han circulado recientemente, se deben a sendos autores cubanos, residentes, uno en La Habana, y en Miami el otro.

El primero, Alfredo Prieto, ha descrito la trayectoria de los Fanjul-Gómez Mena desde su emergencia como magnates del azúcar en Cuba hasta su posterior (y actual) etapa en los Estados Unidos, adonde emigraron después del triunfo de la Revolución. Desde territorio estadounidense expandieron el restablecimiento de su fortuna hasta Jamaica y República Dominicana. Sobre su brutalidad para someter a los obreros —esclavos no demasiado modernos que digamos—, Prieto recuerda que la actriz estadounidense Jodie Foster rodó, como directora, Sugarland, con la actuación de otra estrella, Robert De Niro, y de ella misma. Pero la película no se exhibió en los Estados Unidos: se asegura que lo impidieron con sus recursos los poderosos hermanos Fanjul, quienes, escribe un crítico citado por Prieto, “supuestamente se fueron de Cuba por la falta de libertad”.

Nada menos que por las ondas de Radio Miami, desafiando la intransigencia de la camarilla de origen cubano que por allí hace fortuna con su labor contrarrevolucionaria, Nicolás Pérez Delgado arremetió sólidamente contra los intentos de idealizar la Cuba donde se enriquecieron los Fanjul, aunque no los mencionara. A base de datos extraídos de fuentes oficiales de aquella Cuba, echó por tierra las falacias sobre un país que supuestamente había alcanzado su mayor bienestar gracias a la propiedad privada.

No es precisamente la Cuba de hoy el escenario donde más orgánico y saludable pueda resultar el culto a esa forma de propiedad. Y, si no se debe confundir confrontación ideológica y cacería de brujas, tampoco se ha de ignorar la importancia de la ideología ni la necesidad de cultivarla acertadamente por los caminos de la persuasión, y por los de la lucha cuando es menester.

La llamada desideologización consiste en propalar, como lo más natural del mundo, valores y conductas que benefician a una ideología concreta: la capitalista, que por excelencia es hoy la del neoliberalismo y sus costras y adiposidades. La garantía de la propiedad social, para que esta lo sea de veras, pasa por la cultura de participación activa de los trabajadores en los pasos que se den para asegurar, día a día, el buen funcionamiento de un país cuya singularidad en el mundo la decidió su opción por la equidad y la justicia.

Más sobre cultura de la propiedad privada (y más)

Por: Luis Toledo Sande

8 junio 2014 – Tomado de Cubadebate


Mi artículo “Cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con ese culto!” motivó diversos comentarios en Cubarte, donde se publicó el 12 de marzo pasado, y en otros sitios que lo reprodujeron. Tareas varias me impidieron responderlos entonces, pero en mi artesa reproduje los que en ella recibí, y anuncié que los contestaría. Es lo que hago ahora, en el Portal donde el artículo se dio a conocer. No menciono los nombres —¿todos reales?— de los comentaristas, porque discutir ideas puede ser más útil que una mera polémica personalizada.

Comienzo por algo que creía haber dicho en aquel texto, pero quizás no lo hice claramente, a juzgar por uno de los comentarios, que no solo se dirigieron al autor. En las circunstancias cubanas el restablecimiento de ciertas formas de propiedad privada les propicia empleo a quienes podrían perderlo debido a la racionalización de la fuerza de trabajo en áreas de administración estatal. Sin el control que deben ejercer el Estado y las organizaciones llamadas a velar por el respeto a las leyes, la justicia y la ética —en primer lugar el Partido, la Central de Trabajadores de Cuba y los sindicatos—, dicha racionalización podría generar traumas que ni moral mi tácticamente podría permitirse el país.

Otro comentario, ubicable en el polo opuesto, condena el restablecimiento mencionado y cita para ello el Manifiesto comunista, donde Marx y Engels refutaron a los burgueses que acusaban a la Internacional de querer abolir la propiedad privada, cuando de hecho ya en Europa estaba abolida para la gran mayoría. Los fundadores del socialismo científico proclamaron sin ambages el propósito de destruir un régimen basado en la desigualdad, y ripostaron a sus adversarios: “Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos”.

Frente a ello no faltará tal vez razón a quien sostenga que hoy las metas predominantes son la redistribución cuantitativa y una mayor justicia, y resultan insuficientes. Los pueblos y las grandes masas de excluidos merecen más, y lo reclaman. Pero no parece que se pueda ser categórico y acertado si se afirma que el mundo sigue siendo exactamente como la Europa de 1848. También los burgueses han aprendido un montón de entonces para acá, y es mayor el peso con que la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos, para decirlo glosando un texto célebre.

Sobre todo con el fin de refutar el criterio, extendido, de que la propiedad social es ineficiente por naturaleza, vale preguntarse si es una ley que los comunistas puedan administrar bien los medios de producción fundamentales, por lo general más complejos, y no aquellos que, aparte de ser menores, tienen menos peso en la producción total. Pero no hay que diluirse en conjeturas para plantear las cosas de otro modo: cuando, en la práctica, se ha administrado a la vez centrales azucareros y hospitales, y guaraperas y barberías, la complejidad y la importancia vital de los primeros, que tanta prioridad reclaman, ¿ha dado margen a la atención que también las segundas requieren para funcionar con eficiencia? Es más: ¿se han administrado siempre bien los primeros? Dilemas de esa índole no se dan solo en países orientados a construir el socialismo, cuya consumación plena no se ha conocido aún en el mundo. También se han visto en la administración pública capitalista.

Otro punto nada desdeñable: militar, incluso con la mejor disposición personal, en un partido que se autoproclame comunista y hasta intente serlo de veras, no basta para ser comunista. Para serlo se requieren grados de consagración y plenitud que hoy parecen constituir metas más que realidades, por lo menos en planos masivos y visibles. Además, ¿bastaría ser comunista, o querer serlo —incluso asumir las tareas con entrega y honradez ejemplares, de las que no abundan como se quisiera—, para ser un administrador eficiente?

Cuando, refiriéndose a peligros que acechan a Cuba, Fernando Martínez Heredia ha dicho que “en la acera de enfrente hasta el sentido común es burgués”, no lo ha hecho para avalar resignación de ninguna índole frente a semejante realidad, sino para que estemos advertidos sobre los riesgos que corremos, y no vayamos a creer que estamos libres de ser contagiados por aquella acera. ¿No nos llegan entusiastas expresiones del pensamiento burgués hasta por caminos que, como la radiodifusión —televisión incluida—, no están por cierto en manos de empresas privadas o mixtas, o extranjeras?

Cuando se reclama de palabra o con hechos que Cuba acabe de convertirse en un país “normal”, donde proliferen y se vean satisfechos los mismos gustos que en otras aceras, ¿qué norma se invoca? De ahí también que la necesidad de actualizarnos no nos haga buscar una actualidad signada por el meridiano del capitalismo. Nuestro colega —imbuido del espíritu de Marx y del Che— no anda pidiendo que abracemos normas tales, y eso no debe ignorarlo ningún comentarista.

Y si Silvio Rodríguez pide que los ricos, aun sin dejar de serlo, piensen un poco en quienes no tienen la misma suerte que ellos, ¿debemos suponer que apuesta por la eternidad de la injusticia? Con su guitarra y sus canciones, y sin ser un líder político ni un redentor, ¿ha de pedírsele que tenga fuerzas para desatar una revolución mundial que rompa las estructuras opresivas cimentadas durante siglos, y luego aspirar a que se eliminen las monstruosidades? ¿Está mal que, ante la terca persistencia de tales estructuras, clame al menos por un poco menos de desequilibrio? ¿Ha dicho que solamente a eso puede o debe aspirarse?

Cuando, después de pedir perdón por la utopía, el trovador confiesa que otro camino le parece injusto y mucho más doloroso, ¿estará entrampado en las prédicas “antiterroristas” del imperio, o expresa la desesperación de quien ve que una revolución que llegue a la raíz no es precisamente lo más vislumbrable hoy? Suponemos que, por muy solidario que sea, y por grande que resulte su conciencia histórica, no es sensato pedirle al artista que tenga fuerza bastante, y seguidores, para fundar una nueva Internacional Comunista capaz de surtir en pos de la justicia los efectos deseables no alcanzados por las precedentes.

Respondido ya el comentario hecho sobre/contra el trovador, conste que quien esto escribe disfrutaría ver que esa nueva y eficaz Internacional Comunista estuviera ya en marcha triunfal: es más, en el poder. Quisiera ver un mundo regido por la equidad, la ética, la libertad y la belleza, y que, de llamarse comunista, honre su nombre. Pero meter en un mismo saco a todos los gobiernos de “izquierda” —puesto el término, además, entre comillas— y exigirles que de la noche a la mañana acaben con la burguesía y con la propiedad privada pudiera ser, cuando menos, un acto de ilusión infinita.

Sobre todo lo sería si, como asoma en algún comentario, se exige que se acabe con ellas para luego intentar algo como el proyecto de revolución bolivariana que se intenta llevar a cabo en Venezuela, ojalá que solo fuera contra viento y marea. O sea, si no se puede alcanzar de sopetón el todo, ¿el papel de la crítica que se cree portadora única de los ideales revolucionarios consiste en probar que no vale la pena esforzarse para ir alcanzando logros parciales como pasos hacia un estadio superior de justicia social?

Por ese camino el capitalismo tendría la eternidad segura, digan lo que digan ciertos izquierdistas que nada consiguen modificar en sus países, en alguno de los cuales aún se juega zarzueleramente a la monarquía. Conste asimismo que no se trata de imponer cotos, ni territoriales ni de otra índole que no sean el sentido común y la honradez, a la crítica, ni a los críticos: ello pararía en un aldeanismo conveniente a las derechas de este mundo. Pero no basta con llamarse antisistema: urge luchar de veras, no de palabra, contra el sistema que se rechaza. Más preciso y fértil sería erguirse como anticapitalista, y serlo de veras.

En la práctica, a fuerza de ser antisistema impenitente se puede llegar a preferir el estancamiento y la asfixia de Cuba, a la que es cómodo exigirle, exigirle, exigirle… sin poner el hombro, no solo declaraciones, en el afán con que ella se ve forzada a tratar de sobrevivir en un contexto nada diseñado para proyectos como el que la convirtió en una honrosa anomalía sistémica a nivel mundial. En ello radican los méritos, si alguno tiene, por los cuales ha suscitado tanta atención internacional, y propiciado que incontables personas se aferren a la permanencia de su proyecto como un camino de esperanza frente a tantas calamidades planetarias.

Eso es de veras un digno compromiso para Cuba, que debe resolver en primer lugar los problemas de su pueblo, no por egoísmo nacionalista, sino porque, en su territorio, solo él puede objetivamente mantener un proyecto capaz de suscitar admiración y abonar esperanzas. Si ese pueblo desapareciera, aplastado ya, más que agobiado, por penurias cotidianas —causadas no solo, pero sí en gran medida, y no se ha repetido lo bastante, por la hostilidad del imperio—, pasaría a la historia como una nueva Numancia, y dejaría de funcionar como un ejemplo de resistencia fértil al cual asirse en busca de esperanza.

De ahí también la responsabilidad de la dirección del país en cada paso que dé. Pero otra cosa sería no actuar, no hacer nada en busca de mejorar la vida de la población, para complacer a quienes le dan palo si él boga, y si no boga también le dan palo. Hay quien viene a sostener, nada menos, que solo idiotas pueden confiar en que las transformaciones emprendidas por Cuba tienen algo que ver con los ideales de la justicia social. Es el pueblo cubano, con la realidad cotidiana sobre sus hombros, el primero que debe rechazar lo que traicionara esos ideales, y no sería desmedido pedir un voto de confianza para él, que ha sacado de su territorio a dos imperios y derrocado tiranías vernáculas. Eso debe saberse dentro y fuera de sus lindes. ¿Por qué suponer que unas pocas décadas de “acomodo revolucionario” —llamémoslo así— lo han privado de su empuje emancipador?

Pero cuando la nación se plantea el ineludible deber de revertir los desequilibrios entre los salarios y el costo de la vida, surgen entonces voces que vienen a convencernos de que este pueblo no debe aspirar a que le suban sus sueldos. Con poses proféticas admiten que ello será posible, si acaso, y solo parcialmente, en el sector de la Salud, para el que ya se han aprobado aumentos significativos en una nación donde las profesiones no se ven como negocio y está llamada a atender a la totalidad de sus pobladores, no a un grupo de ellos.

Aparte de asegurar que los demás trabajadores cubanos nunca tendrán incrementos salariales significativos, tales profetas reclaman que alguien se lo diga, para que no se engañen. Hay profetas que menosprecian la inteligencia de este pueblo y el valor del trabajo que él hace no solamente en la Salud. De paso, olvidan que aquí el Estado tiene el deber de administrar los recursos con sentido de equidad, y asegurarle una vida digna a toda la población, a todas las personas que trabajen y sean honradas. La nación no solo necesita médicos, y su producto interno bruto debe contribuir al bienestar general, sin atenerse —y menos aún con la ortodoxia que en esto, curiosamente, vienen a exigirle— a una división internacional del trabajo diseñada para el consumismo capitalista, nada equitativo.

Para todo eso el país necesita una economía sustentable, pero en esa aspiración tropieza con los mismos teoricistas —resérvese el rótulo de teóricos para otros usos— que le reprochan cuanto haga por lograrla. Incluso, reclaman que se niegue valor a la idea de que el aumento de la producción puede y debe abrirle el camino al mejoramiento de los salarios. ¿Adónde quieren llevar a Cuba? O ¿dónde quieren que ella se quede cuando afirman, con el dedito índice levantado, que los trabajadores cubanos jamás podrán tener un poder adquisitivo superior al que hoy tienen? Se habla del pueblo que, cualesquiera que sean sus defectos —¿otros no los tienen?—, ha mantenido vivo un proyecto justiciero a menos de noventa millas del imperio al que tantos se someten en distintos lares, un pueblo que, contra su voluntad, tiene al agresivo imperio dentro de sus fronteras nacionales, en Guantánamo.

La tenacidad de ciertas profecías, sobre las cuales el articulista preferiría no volver, obliga a posponer la reflexión sobre otros comentarios. Los hay de sesgos muy diversos, y algunos revelan lúcida comprensión sobre la complejidad del reto que Cuba encara, y sobre los cuidados que debe poner en sus transformaciones. Algunos son tan sugerentes como uno, enviado a Cubadebate, sobre la necesidad de conocer verdaderamente el significado de propiedad social, y las diferencias entre la particular, la estatal, la cooperativa y, curioso neologismo, la estaticular. Tela habrá para seguir cortando, tanto con tijeras sociales como de propiedad personal. Pero ¿tendrá tanta paciencia el deseado público lector?

Síntesis y conclusiones del Taller de Lectura Nº 106


Síntesis y conclusiones del Taller de Lectura Nº 106

“El replanteamiento del rol de los sindicatos en el proceso de actualización del modelo económico y social socialista cubano”

Este texto fue tomado del blog “La pupila insomne” el 27 diciembre 2017 escrito por Orlando Cruz Capote, que es Dr. en Ciencias Históricas, Investigador Auxiliar del Instituto de Filosofía del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente de Cuba, donde hace un análisis de la complejidad de la construcción socialista mediante un proceso revolucionario en un mundo donde impera un capitalismo hegemónico y dominante que tiene la intención de destruir a la Revolución cubana. Debido a que el tránsito socialista, rumbo estratégico hacia el comunismo, es un proceso que va por un camino aun inexplorado, debe avanzar y algunas veces retroceder, para volver a avanzar con más convicciones y con pasos más firmes. En este sentido le da una especial importancia al rol que deben jugar los sindicatos en Cuba, todos nucleados en la principal y fundamental organización de masas de los trabajadores, que es  La Central de Trabajadores de Cuba. Se debe considerar que el Partido Comunista de Cuba es quien ejerce el papel rector, dirigente y conductor de la sociedad, pero no representa la voluntad de todo el pueblo ya que lo integra algo menos del diez por ciento de su población. Es allí donde la verdadera participación masiva y popular se va a dar a través de los sindicatos, ya que nuclean a la gran mayoría del pueblo. Son 19 sindicatos nacionales que agrupan a casi tres millones de trabajadores afiliados, el 96% de los trabajadores cubanos pertenecen a la CTC como una fuerza muy importante para la defensa de los intereses del pueblo y de la Revolución. Frente al actual proceso de actualización del Modelo Económico y Social del socialismo cubano, se hace imprescindible la actuación seria de los sindicatos desde el poder proletario, patriótico y revolucionario, ya que las organizaciones obreras sindicales son partes imprescindibles en la construcción, la preservación y la velación de la unidad del pueblo cubano con su Revolución. Este proceso ha permitido la aparición de las relaciones monetarias-mercantiles que deben ser reguladas de tal manera que no entorpezcan el rumbo socialista ya que las nuevas realidades implican la aplicación de nuevos métodos. Es preciso que estos colectivos laborales velen por la permanente escuela de formación, educación y concientización ideológica y política de sus dirigentes y de los trabajadores, que debe ser martiana, marxista y leninista. No se debe subestimar la presencia de pequeños grupos opositores, adversarios e incluso quienes actúan como enemigos contrarrevolucionarios, que muchas veces alentados por el dinero y otros beneficios de las agencias de inteligencia de los Estados Unidos, ONGs y otras organizaciones, ejercen su influencia negativa aprovechándose de los errores y las insuficiencias de las políticas cubanas. Como los sindicatos en Cuba poseen un fuerte componente autonómico, de interdependencia e interactividad retroalimentadora con el Partido, el Estado, el gobierno y el Poder Popular en sus diferentes niveles, deben estar en la primera línea de combate para impedir la concentración de la propiedad y la riqueza en pocas manos, evitar el productivismo a ultranza, poner límites al aumento de los niveles de desigualdad, velar por la creación de nuevos empleos, procurando que los trabajadores no tengan que emigrar al extranjero, e impulsar una política informativa transparente y la enseñanza de la historia y el marxismo en una constante repolitización y reideologización de la sociedad.

A lo largo del debate que se inicia después de la lectura de este texto, se acuerda que se trata de un tratado filosófico con un profundo contenido político-ideológico, y que aborda con mucha responsabilidad el rol que deben asumir los sindicatos en Cuba frente a las consecuencias surgidas por la aplicación del nuevo modelo económico y social socialista cubano, tarea que hay que emprender cambiando todo lo que deba ser cambiado pero con la firme convicción de qué debe ser cambiado y para qué debe ser cambiado, haciendo una clara referencia al primer y segundo concepto de Revolución de Fidel Castro, que dice que Revolución ‘es sentido del momento histórico’ y ‘es cambiar todo lo que deba ser cambiado’. Ocurre que los nuevos cuentapropistas se encuentran con la sorpresa que ellos no tienen experiencia en la organización de sus pequeñas empresas, y deben superar esta etapa regulando la actividad para no perder el rumbo socialista. Nos llama la atención el modo en que pequeños grupos minoritarios tratan de ser cooptados por conocidas técnicas de aplicación de las denominadas posverdades, mediante el método fascista  goebbeliano, repitiendo manipuladamente falsedades hasta tratar de convertirlas en verdades. Por otro lado también se mencionó que es notable cómo incluso en Cuba algunas personas actúan con avaricia a raíz de su instinto egoísta. Lo que nos queda claro es que en el estado socialista cubano, cuya democracia es de carácter participativa, se consulta con el pueblo buscando de convencerlo mediante la persuasión para atraerlo a la causa revolucionaria, pero nunca de forma impositiva y obligatoria.

Por último se acordó abordar para el próximo Taller de lectura un texto tomado de Cubadebate escrito por el doctor en ciencias filológicas, poeta y ensayista cubano, Luis Toledo Sande, tiulado: “La cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con ese culto!” ya que está en sintonía con el texto que acabamos de debatir.

Grupo Bariloche de Solidaridad con Cuba, 3 de febrero de 2018