Taller de Lectura #
126 - Octubre de 2019
“Cuba. La lealtad a la verdad”
Por
Julio César Guanche, entrevista a Roberto Fernández Retamar*, poeta, crítico y
ensayista cubano.
4
de agosto de 2019 – tomado de Resumen Latinoamericano
Roberto
Fernández Retamar, uno de los mayores pensadores cubanos y latinoamericanos,
encarnaba la tipología del intelectual orgánico en la extensión de ese
concepto. Acaba de fallecer el pasado 20 de julio en La Habana. Desde la
poesía, el ensayo, la docencia y la promoción cultural, ha habilitado un
espacio intelectual —ideológico— para interpretar la Revolución cubana en su
autenticidad, en su ámbito latinoamericano, a partir del debate con la
tradición y el permanente diálogo con las ideas producidas en cualquier latitud.
A
sus setenta y seis años, cuando le entrevistó Julio César Guanche, miembro del
Comité de redacción de Sin Permiso, el poeta de «Nosotros, los sobrevivientes»
sabe que el futuro es tan largo como puede serlo un instante. Quien es un
reconocido exponente de la tradición intelectual descolonizadora, presenta
batalla en estas respuestas contra las estrecheces del dogma, afirma que debe
«dársele voz» a nuevas generaciones para responder a los problemas del
intelectual en la Cuba de hoy, defiende la compleja diversidad de la tradición
socialista cubana como la fuente de donde surgieron las ideas de 1959, y
asegura que la crítica revolucionaria es nada menos que la salud de la
Revolución.
En un
horizonte de intelección dialéctica, ¿qué idea le merece la posibilidad de que
un sistema político sea «reversible»? ¿Qué antecedentes del tipo de formulación
contenida en el «Discurso de la Universidad» (Fidel Castro, 17 de noviembre de
2005) encuentra en el discurso ideológico de la Revolución cubana? ¿Qué causas
determinan, según su criterio, que haya sido enunciado en este momento?
La
idea de que un sistema político sea reversible está corroborada por la
historia, aunque el «etapismo» dogmático pretendió hacer creer que se pasa de
un sistema a otro de modo inexorable y definitivo. El capitalismo, pongamos por
caso, no se instauró de una vez para siempre sobre las ruinas del feudalismo,
sino que forcejeó a lo largo de siglos, desde finales del Medioevo, avanzando y
retrocediendo. En Europa, el corte se hizo visible, sucesivamente, en los
Países Bajos, en Inglaterra, en la Francia de 1789. En esta última ocurrió la
revolución burguesa por excelencia, mucho después de haber brotado en Italia
los gérmenes del capitalismo. Pero, desde luego, un ejemplo espectacular de
regresión lo hemos tenido ante los ojos con la involución del socialismo
europeo entre finales de la década del ochenta y principios de la del noventa
del siglo pasado. Y el desmerengamiento (como lo llamó Fidel) del experimento
socialista iniciado heroicamente en la Rusia de 1917 ocurrió, en las fechas
mencionadas, por errores internos, sin minimizar la labor de erosión realizada
por gobiernos de los países de capitalismo desarrollado (prefiero nombrarlo
subdesarrollante), en especial los Estados Unidos. No hay que olvidar que
muchos de esos gobiernos agredieron militarmente a la recién nacida Revolución
de Octubre. Se suele atribuir a la perestroika el final inglorioso de los
proyectos socialistas de la Unión Soviética y los países europeos vecinos. Pero
en la carta a Fidel de abril de 1965 que este año ha sido publicada como
prólogo a los Apuntes críticos sobre la Economía Política que el Che redactara
entre 1965 y 1966 (es decir, entre sus combates en el Congo y sus combates en
Bolivia), él escribió: «los cambios producidos a raíz de la Nueva Política
Económica (NEP) han calado tan hondo en la vida de la URSS que han marcado con
su signo toda esta etapa». Y luego, de modo tajante: «los conflictos provocados
por la hibridación que significó la NEP se están resolviendo hoy a favor de la
superestructura; se está regresando al capitalismo». Insisto en estas últimas
palabras: se está regresando al capitalismo. Es decir, que más de dos décadas
antes de la caída del muro de Berlín, el Che previó que el socialismo era reversible
no ya en países de la Europa central y oriental donde aquel entró en la punta
de las bayonetas soviéticas (suelo repetir la observación de Lezama Lima según
la cual a esos países el socialismo les cayó encima como una carpa de circo),
sino en la propia URSS. La previsión del Che, en cierta forma anticipada en su
«Discurso en Argel» de febrero de 1965, fue sancionada por la historia, como
sabemos de sobra.
Me
parece que pueden considerarse como antecedentes del tipo de formulación a que
usted se refiere, aunque el tema no haya sido el mismo, numerosos discursos, en
especial de Fidel. Pienso, por ejemplo, en el que pronunciara en el campamento
de Columbia (que pasaría a ser llamado Ciudad Libertad) el 8 de enero de 1959,
fresca todavía la victoria. En tal discurso, entre otras cuestiones, Fidel
anunció, a una audiencia en su mayor parte sorprendida, que la Revolución,
lejos de haber concluido, estaba prácticamente empezando, y que las tareas que
tenía por delante eran más arduas que las ya realizadas. Cito de memoria, así
que no se busque literalidad en lo anterior. Lo que me interesa subrayar es que
en esas palabras aurorales Fidel decía verdades con la finalidad no de halagar,
sino de enseñar. Por algo Sartre calificó de pedagógicos tales discursos. Numerosos
ejemplos más podrían ser aducidos. «Nos casaron con la mentira», dijo una vez
Fidel, «y nos obligaron a vivir con ella.» Frente a esa realidad ominosa, es
imprescindible acudir a la verdad, que es revolucionaria, como postuló Lenin. Y
esa lealtad a la verdad es lo que se muestra en el discurso del 17 de noviembre
de 2005 que usted ha evocado. El tema era otro, pero similar el propósito:
afrontar una cuestión candente y plantearla con crudeza al pueblo.
El
que se abordara en ese discurso la posible reversibilidad del socialismo en
Cuba y la también posible derrota de la Revolución a manos de «errores propios»
está relacionado con la intervención del compañero Felipe Pérez Roque un mes
después, el 23 de diciembre de 2005, ante la Asamblea Nacional del Poder
Popular. En ambos casos, el telón de fondo era similar. Muchos de los
dirigentes históricos de la Revolución Cubana no viven ya: piénsese en Camilo,
el Che, Celia o Haydée, para solo mencionar a unos pocos. Y los que sobreviven,
pertenecen a la tercera edad, son adultos mayores, como se dice ahora para
eludir el término vejez. Representan un momento cenital de nuestra historia,
pues hay en ellos heroísmo probado, un enorme caudal de experiencias y un
prestigio ampliamente reconocido. Pero no pasará mucho tiempo sin que ellos
desaparezcan también. Ante esa realidad innegable, es imprescindible plantearse
si, con la desaparición de aquellos, también se extinguirá el proceso
revolucionario que han encabezado brillantemente, con muchos más aciertos que errores,
durante medio siglo.
La
involución experimentada por los países europeos que se decían socialistas
implica la fuerte lección de que las revoluciones son reversibles. Pueden ser
aplastadas por las armas, como la Comuna de París o la España agredida por el
fascismo hace ahora setenta años. Pero también pueden serlo por errores
internos, como ocurrió en el llamado campo socialista europeo. Fidel dijo que
en Cuba contamos ya, o estamos a punto de contar, con la invulnerabilidad
económica y la militar. Pero cuestiones internas, como la corrupción, pueden
dar al traste con las conquistas alcanzadas. De ahí la urgencia de plantearse
el problema, nada conjetural.
Poco
antes de recibir yo este cuestionario, habían ocurrido la enfermedad de Fidel y
la temporal delegación de sus cargos. Los enemigos se frotaron las manos
desvergonzadamente. Pero el pueblo cubano dio y está dando una magnífica prueba
de orden, serenidad y esperanza. Creo que, sin proponérselo, tuvo lugar un
ensayo general de lo que ocurrirá un día. Y la respuesta no pudo haber sido más
estimulante. Por mucho que duela, inexorablemente Fidel desaparecerá, pero la
Revolución que él contribuyó como nadie a hacer nacer, a crecer y a alcanzar un
horizonte mundial, pervivirá, y ello será el mejor homenaje que se rinda a su
centelleante memoria.
La
reversión al capitalismo del llamado «socialismo real» provocó una discusión en
varios planos. Es un criterio aceptado que el «socialismo real» no resultó una
alternativa cultural al capitalismo, o acaso sí una alternativa pero no una
antípoda ―si entendemos que es precisamente eso: una antípoda, lo que debe ser
el socialismo con respecto a la «lógica cultural» del capitalismo―. Ese tipo de
socialismo compartió con el capitalismo sus presupuestos culturales ―civilizatorios―
básicos, al punto de que la derrota del «socialismo real», más que una victoria
del capitalismo, implicó, para diversos autores, una crisis de la civilización
occidental. Según su criterio, observando aquella derrota y esta «victoria» del
actual capitalismo, ¿cómo queda «parado» en ese escenario el proyecto de la
modernidad?
El
concepto de modernidad es harto polisémico. O dicho de otra manera: no
significa lo mismo para diferentes observadores. Me cuento entre aquellos para
quienes las bases de la modernidad fueron echadas a raíz de 1492, con la
segunda llegada azarosa de europeos al continente que iba a ser llamado
América. La primera vez, la de los vikingos, fue intrascendente; pero la
segunda, la que empezó a finales del siglo xv, llevaba en sí las semillas del
capitalismo, que se desarrollaría a partir de entonces, en detrimento de
numerosas comunidades humanas extinguidas o gravemente dañadas. Desde esta
perspectiva, modernidad es sinónimo de capitalismo. Y también de civilización
occidental, que se proclamó la sola civilización posible, por lo que sus
portavoces han considerado que el resto de la humanidad constituye la barbarie,
aunque ahora se valgan también de otras denominaciones. Quiero recordar que, en
el siglo xx, pensadores de nuestra América como José Carlos Mariátegui y
Leopoldo Zea sostuvieron que el mundo occidental es el capitalismo desarrollado
(al que ya dije que he propuesto llamar subdesarrollante). Por su parte, en
1884, Martí había rechazado «el pretexto de que la civilización, que es el
nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho
natural de apoderarse de la tierra ajena, perteneciente a la barbarie, que es
el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre
que no es de Europa o de la América europea». Siendo así las cosas, un
auténtico socialismo tiene que plantearse una modernidad otra, distinta de la
que encarna el capitalismo. Sin duda el llamado «socialismo real», para usar
palabras de usted, «no resultó una alternativa cultural al capitalismo». Es
algo que, entre otros, postuló Fredric Jameson. Pensando en nuestra América,
pero la observación es válida más allá de nuestras fronteras, Mariátegui
planteó que nuestro socialismo no debía ser calco ni copia, sino creación
heroica. Observación tanto más válida por cuanto lo que se estuvo calcando o
copiando en el seno del llamado «socialismo real» era el capitalismo, como dijo
con toda claridad el Che.
Edmund
Burke, padre-fundador del pensamiento conservador, afirmó que 1789 solo sería
capaz de convocar la barbarie y, con ella, la destrucción del orden moral y las
tradiciones civiles y políticas de Francia. A la luz de hoy y, en este caso,
sobre la Revolución cubana, ¿qué opone usted a los actuales seguidores del
autor de Reflexiones sobre la Revolución francesa? ¿Qué balance hace usted de
la experiencia revolucionaria de Cuba en relación con este país, con nuestra
América y con respecto al capitalismo como sistema?
Es
significativo que la vindicación del libro de Edmund Burke haya sido hecha,
entre otros lugares, en la importante revista de derecha que fue Vuelta. Las
opiniones contrarrevolucionarias de Burke en aquel libro venían como anillo al
dedo a quienes objetaban no ya la añosa Revolución francesa, sino la vigente
Revolución cubana. Un ingenioso amigo mexicano me dijo en una ocasión que
cuando una entrega de Vuelta no traía un artículo contra Cuba es porque traía
dos. A los actuales seguidores del autor de Reflexiones sobre la Revolución
Francesa se le oponen las contundentes realidades de la Revolución cubana. El
balance de la experiencia revolucionaria de Cuba en relación con nuestro país
es altamente positivo. Se conocen de sobra realidades suyas como la
independencia del país, la completa alfabetización del pueblo, su pleno empleo,
sus niveles de educación, salud, su horizonte científico y cultural en el más
amplio sentido de la palabra. En cuanto a nuestra América, hubiera sido
impensable la nueva situación que vive sin la existencia y la solidaridad de la
Revolución cubana. Naturalmente, ello le ha acarreado a esta la más feroz
hostilidad del gobierno de los Estados Unidos y de aquellos otros países
capitalistas que se le someten. Cuba demuestra que es viable una alternativa no
capitalista, socialista, a noventa millas del imperio más prepotente de la
historia. Esa es su gloria y su riesgo.
Usted
ha afirmado que Cuba nunca fue un satélite de la ex URSS y que menos podría
serlo una vez desaparecida esta, en respuesta a criterios que buscaban
paralelos «normativos» entre la experiencia soviética y la cubana. La
viabilidad del socialismo hacia el futuro debe suponer la necesidad de
constituirse en una alternativa explícita, declarada, tanto al capitalismo como
a lo que resultó ser el socialismo soviético. Siendo usted un socialista,
formado en su juventud en las páginas de Bernard Shaw y que luego ha continuado
con un largo y erudito tránsito por la historia y la filosofía ―aunque se
declare no más que «un poeta metido en camisa de once varas»―, de los «socialismos»
que conoce, ¿qué dejaría usted atrás, y con qué continuaría hacia delante?
Si
en otra entrevista me declaré un poeta metido en camisa de once varas, fue por
respeto a los auténticos historiadores y filósofos, de los que necesitamos
tener más. Y en ejercicio de aquella condición, he escrito ensayos y respondido
cuestionarios como el que usted me hizo llegar: cuestionarios que obligan a
producir ensayos intermitentes. Añado que no conozco sino unos cuantos
«socialismos», lo que no me permite generalizar. Pero, a partir de lo que sé,
dejaría atrás la pobreza intelectual encarnada en dogmatismos y burocratismos,
y, por supuesto, las violaciones de toda naturaleza, crímenes incluidos, que se
conocen con el nombre de estalinismo. Aprovecho para decirle que el sintagma
«culto a la personalidad» oculta más de lo que aclara. No es propio del
materialismo histórico limitarse a decir que Stalin era un hombre muy malo que
obligó a que se le rindiera culto. Es menester explicar cómo fue posible que,
tras la muerte relativamente temprana de Lenin, se llegara a las monstruosas
deformaciones que se hicieron pasar por propias del socialismo. En este
sentido, me siguen pareciendo atendibles las explicaciones que aportara Isaac
Deutscher. Así se lo dije en una ocasión al Che (tras preguntarme él a qué
atribuía yo que la URSS se hubiera ido a la mierda), pero él no estuvo de
acuerdo, pues pensaba, como ya he mencionado, que el origen de las
deformaciones estaba en la NEP y en el hecho de que la muerte de Lenin impidió
tomar medidas que hubieran hecho posible una rectificación del rumbo asumido
por la URSS a partir de la NEP.
Por
otra parte, continuaría hacia adelante con el arrojo de las auténticas
revoluciones socialistas, con su desafiante esfuerzo por oponerse a una
historia milenaria (mejor es llamarla, como propuso Marx, prehistoria) y
abrirse a un porvenir en que sea posible la plena hominización del ser humano.
Esto, según sabemos, no ha resultado nada fácil. El socialismo no surgió, como
habían pensado Marx y Engels, en países de capitalismo avanzado, sino que, por
la realidad del imperialismo, que ellos no llegaron a conocer, pero sí Lenin,
surgió en la atrasada Rusia zarista. Y aunque, a raíz de la terminación del
segundo período de la Guerra Mundial, se expandió por naciones colindantes con
la Unión Soviética, varias de las cuales habían conocido desarrollo capitalista
(Alemania oriental, Checoslovaquia), tanto en la URSS como en aquellas se
extinguió unas décadas después. Pero se mantuvo (se mantiene) en países que
eran también atrasados, como China, Corea, Viet Nam y Cuba. Ese atraso nos ha
obligado a acometer tareas que hubiera debido realizar el capitalismo maduro,
además de las propias del socialismo.
Continuaría
adelante, también, con el heroísmo desplegado, en defensa de sus respectivas
revoluciones socialistas, por tales países, y desde luego por la URSS, a la
cual se debió en inmensa parte la derrota del nazismo. Y siendo, como soy, un
escritor, un artista, permítame mencionarle que continuaría adelante,
igualmente, con el hermoso florecimiento que conocieron las artes de vanguardia
en la flamante Revolución rusa, hasta que fueron sofocadas por la creciente
osificación que sufrió el país. Para decirlo con una expresión que fue
frecuente hace años, continuaría adelante con una revolución, esta vez
socialista, sin Termidor.
En Cuba
hay una intensa tradición de polémicas culturales e ideológicas. Para no
recurrir a una larga historia, podemos recordar cómo a partir de la década del
veinte del siglo pasado muchos intelectuales, algunos de los cuales se
encuentran muy cerca de usted en sensibilidad poética y en idea revolucionaria,
protagonizaron polémicas en diversos campos que todavía hoy son de gran valor
no solo para la historia de las ideas en Cuba, sino para el debate sobre temas
que, formulados desde entonces, alcanzan este presente. Después de la
Revolución fue también significativo el espacio cultural y político abierto a
polémicas de variado signo. Dentro de ellas hay una en particular que, según entiendo,
no ha sido retomada en toda su hondura: la tradición ideológica y cultural del
socialismo en Cuba configurada antes del triunfo de 1959. ¿Qué encuentra usted
en esa tradición que, con sus diferencias, abarca nombres notorios como los de
Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, Blas Roca, Carlos Rafael
Rodríguez, así como los nombres menos estudiados y menos «reconocidos» de Jorge
Vivó, Sandalio Junco, Aureliano Sánchez Arango o Juan Ramón Brea? Dando un
salto en el tiempo, ¿cómo valora usted el pensamiento que hoy se produce en
Cuba, en cuanto a sus alcances y sus límites?
Aunque
conozco bastante bien los aportes de la mayor parte de las figuras que usted
menciona (y de otras que les están emparentadas, como Juan Marinello, Antonio
Guiteras, Pablo de la Torriente, Leonardo Fernández Sánchez o José Antonio
Portuondo), ignoro, y ello querrá decir algo, los que se deben a Jorge Vivó y
Sandalio Junco. Supe de Aureliano Sánchez Arango cuando era ministro de Carlos
Prío, y había dejado atrás su valiosa insurgencia juvenil. En cuanto a Juan
Ramón Brea (a quien, según me habló de él Portuondo, que lo conoció, llamaban
Neneno), estoy algo familiarizado con su poesía, que habrá que rescatar, así
como a la labor del santiaguero Grupo H sobre el cual escribió Mary Low en
Orígenes, pero no con sus aportes políticos. Con tanta ignorancia a cuestas,
creo que carezco de autoridad suficiente para responder de modo adecuado su
pregunta. Pero para no dejarla en blanco, diré que esa compleja tradición nos ha
sido vital. En ella se formaron los conductores de la actual Revolución cubana
(y, como es bien sabido, en la prédica moral del rebelde Eddy Chibás, prédica
sintetizada en la fórmula «Vergüenza contra dinero»). Un aspecto muy importante
de tal tradición fue la actualización del pensamiento martiano, que inició
Julio Antonio Mella en 1926 y fue seguida por muchos, dando lugar a lo que
Cintio Vitier ha llamado un marxismo martiano: el que desembocó en la actual
Revolución Cubana.
En
cuanto a la otra pregunta, me parece que seguimos contando con un pensamiento
valioso en varios dirigentes políticos (en primer lugar, desde luego, Fidel); y
en lo que toca a otros, según espero, se está saliendo de la etapa infeliz en
que coincidieron, en lo mundial, el desprestigio de buena parte de la izquierda
por la decadencia de la URSS y sobre todo a raíz de la caída del campo
socialista europeo; y en lo interno, el manualismo primitivo que tanto daño
hizo al ofrecer una versión caricaturesca del materialismo dialéctico e histórico,
y las consecuencias en la vida intelectual del Período Especial. Admiro a
quienes, como Fernando Martínez Heredia y varios de sus cercanos compañeros,
prosiguieron elaborando un pensamiento revolucionario genuino, y a quienes, por
lo general agrupados en torno a revistas (como Temas y Marx Ahora, para solo
nombrar un par de ellas) o a centros de investigación, hacen aportes serios en
este campo. Los alcances de ese pensamiento en elaboración son enormes, y sus
límites están impuestos solo por la necesidad de no hacerse eco de un enemigo
que nos ha hostigado bárbaramente durante casi medio siglo. Pero sin olvidar
que sobre esto último hay más de un criterio, pues los dogmatismos tienden a
estrechar hasta el ahogo esos límites. Es una de las consecuencias laterales
del bloqueo. Confío en que generaciones más jóvenes, a una de las cuales
pertenece usted mismo, enriquezcan nuestro pensamiento en forma que en muchos
casos no podemos prever.
En su
ensayo «Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba» usted escribió: «Hace
poco me preguntaba en México Víctor Flores Olea por qué los intelectuales
cubanos no participaban sino excepcionalmente en las discusiones sobre
problemas de tanto interés como las referidas al estímulo material, a la ley
del valor, etcétera.» Usted aseguraba que aquella pregunta «rozaba» el
siguiente punto: «los intelectuales cubanos, que han debatido lúcidamente sobre
cuestiones estéticas, deben considerar otros aspectos, so pena de quedar
confinados en límites gremiales.» Respecto a la participación de los
intelectuales cubanos en el debate sobre el «Discurso de la Universidad»,
¿hasta dónde se parece aquella situación a la actual? Siguiendo su línea de
análisis de entonces, ¿cuáles serían hoy los «problemas de un intelectual revolucionario»
en Cuba?
El
ensayo que usted menciona lo escribí y publiqué en 1966. Es decir, que está
cumpliendo cuarenta años. Sería imposible que en tan dilatado lapso no se
hubieran producido cambios a menudo gigantescos. Pienso en el asesinato del Che
y la postergación del proyecto que encarnaba, en el angostamiento intelectual
durante el llamado por Ambrosio Fornet «quinquenio gris», en la voluntad de
rectificar errores desde mediados de los ochenta del siglo pasado, en la
mentada caída del campo socialista europeo que tanto afectó a la izquierda en
todo el mundo, en el Período Especial… Además, los cubanos que viven hoy
nacieron, en su mayoría, después de enero de 1959, o eran niños entonces.
Nuestro pueblo es el mismo y es otro. La situación en 2006 no es, no puede ser
igual a la que existía en 1966. Por añadidura, escribí tal ensayo desde la
perspectiva de mi generación, que entonces andaba por los treinta y tantos
años, y ahora tengo setenta y seis. Para hablar hoy de los «problemas del
intelectual revolucionario», debe dársele la palabra, sobre todo, a una
generación joven.
¿Cómo
entiende usted la crítica revolucionaria hacia la Revolución?
En
su fundamental, inagotable texto «Nuestra América», Martí dijo con toda
claridad: «Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la
salud; pero con un solo pecho y una sola mente.» Y el Che, de regreso en Cuba,
donde se preparaba para ir a pelear a Bolivia, añadió que «si se negara el
derecho a disentir en los métodos de construcción (lucha ideológica) a los
propios revolucionarios se crearían las condiciones para el dogmatismo más
cerril. Debemos convenir en que los criterios opuestos sobre métodos de
construcción son el reflejo de actitudes mentales que pueden ser muy
divergentes en ese punto, pero planteándose honestamente el mismo fin». La
Revolución necesita la crítica, porque la crítica es la salud. Tal crítica
supone señalar los que se consideren errores cometidos en nombre de la
Revolución, y también disentir en los métodos de construcción. En el muy citado
discurso de Fidel que se publicó con el título «Palabras a los intelectuales»,
él pronunció la famosa frase «dentro de la Revolución, todo; contra la
Revolución, nada». Entiendo que dentro de la Revolución se incluye la crítica
hecha a medidas o aspectos que no parezcan positivos si tal crítica es ejercida
por los propios revolucionarios. Es lo que Martí se adelantó a decir cuando
postuló que la crítica que es la salud implica un solo pecho y una sola mente.
Sería absurdo confundir la crítica dentro de la Revolución con la que se hace
contra la Revolución.
¿Cuándo
entrará a imprenta aquel ensayo prometido en «Cuba defendida», que versaba
sobre un país imaginario llamado «Haipacu»? ¿Cómo lo escribiría ahora en
relación con el nuevo mapa político existente en América Latina?
Me
temo que ese ensayo no irá nunca a imprenta, y no pasará de ser, como es, un
breve capítulo de mi ensayo «Cuba defendida». Al escribir este último y abordar
el tema en cuestión, procedí según el criterio de Borges de acuerdo con el cual
no era necesario producir un grueso volumen cuando se le podía dar por
existente y sintetizar su idea central en unas cuantas líneas. Ahora bien, en
el nuevo y esperanzador mapa político de nuestra América, hemos visto cómo, más
allá del acrónimo «Haipacu», les han sido descerrajadas por el imperialismo
sendas leyendas negras a la Venezuela de Chávez y a la Bolivia de Evo mientras
en otros países del área existen gobiernos, digamos, decorosos. Nuevas leyendas
negras les son y les serán propinadas a cuantos gobiernos latinoamericanos y
caribeños se opongan frontalmente al imperialismo y a su arma del momento, el
neoliberalismo. Y esos gobiernos han venido y otros vendrán. Hacía tiempo que
la situación de nuestra América no era tan promisoria. No coincidieron en el
tiempo el gobierno chileno de la Unidad Popular y el sandinista nicaragüense.
Hoy la situación es bien distinta. Con la resistencia y la solidaridad de la
Revolución Cubana, y con el ALBA, amanece un mundo mejor para nuestros sufridos
países. Que el imperialismo y sus secuaces intenten escarnecer a quienes se les
opongan hace recordar el viejo decir castellano «Ladran, luego cabalgamos».
En su
momento, usted encontró en Diálogos sobre el destino, de Gustavo Pittaluga,
«una voz de confianza, asentada en nobles sabidurías» que «alimentaba una
esperanza». Aquel «pueblo con poca ilusión» fue luego actor y testigo de una
gran Revolución. A casi cincuenta años de 1959, y después de haber vivido estos
años, e interpretado la experiencia cubana del modo tan hermoso y lúcido como
lo ha hecho a lo largo de varias décadas, ¿cuál es hoy su esperanza sobre el
«destino» de Cuba y de los cubanos?
Es
incomparable la Cuba de hoy con la de 1954, fecha en que Pittaluga publicó su
notable libro. En cuanto a la esperanza, le recordaré que cuando en 1959
publiqué un cuaderno de poemas escritos en su mayoría en los meses finales de
1958, y dos de ellos en el propio 1959, titulé a ese cuaderno, creo que el
primero de su género en abordar la naciente revolución, Vuelta de la antigua
esperanza. Esa esperanza era antigua porque remitía a los treinta años de lucha
por la independencia y ciertamente a Martí, a la revolución del treinta, y en
general a los intentos hechos durante la República mediatizada por convertirla
en una República libre y soberana. Cuba es hoy esa República libre, soberana,
justa y solidaria. (Por lo cual, dicho sea entre paréntesis, me extraña leer a
veces que solo se llame República de Cuba a la mediatizada.) El destino de Cuba
y los cubanos es amenazado pero grandioso. No obstante los errores que hayamos
cometido en la forja de una nueva República, los aciertos son inmensamente
mayores, e incluyen colaboraciones esenciales con otros países, en especial de
nuestra América y África. Más que nunca antes tenemos el derecho y el deber de
alimentar la esperanza.
(Esta
entrevista forma parte del libro En el borde de todo. El hoy y el mañana de la
revolución en Cuba, Ocean Sur, 2007.)
*Roberto
Fernández Retamar (La Habana, 1930). Poeta, crítico y ensayista. Premio
Nacional de Literatura en 1989. Presidente de Casa de las Américas. Miembro del
Consejo de Estado de la República de Cuba. Profesor Titular de la Universidad
de La Habana. Profesor honorario de la Universidad de San Marcos en Lima, Perú,
y doctor Honoris Causa de las Universidades de Sofía y Buenos Aires. Colaboró
con la revista Orígenes (1951-1956). Fue director de Nueva Revista Cubana
(1959-1960), y fundador y director de la revista Unión (1962-1964). Es director
de la revista Casa de las Américas desde 1965.