Círculo de lectura n° 200 - diciembre 2025
¿Quién
tiene la culpa?
Luis Emilio Aybar Toledo – 6 de octubre de 2025
Con el
paso del tiempo, y en particular en los últimos dos años de labor como delegado
del Poder Popular, me he dado cuenta de un elemento característico de la
conciencia popular cubana: el sujeto que sufre la situación actual no habla
mucho de las causas, prefiere señalar quién tiene la culpa.
En este
señalamiento cada vez aparecen menos los factores externos y se extiende más
una única respuesta: la culpa la tienen ellos. «Ellos», o cualquier
expresión similar, remite al cuerpo de dirigentes del Estado cubano y viene
acompañado de un matiz peculiar: mientras más alto es el cargo, más grande es
la culpa.
Es
sintomático que el «ellos» haya desplazado al «nosotros» y a otras expresiones
afectivas y englobadoras, como la de «nuestro gobierno». «Ellos» está en
tercera persona: fuera de mí, lejano a mí. Agrupa en una sola palabra a todos
los dirigentes, dotándolos de una imagen negativa. No importa si en ese
universo existen dirigentes sensibles, honestos y eficaces. Los matices no son
relevantes, lo importante es la posibilidad de canalizar la rabia. En ese
sentido, referirse a «ellos» resulta más efectivo que el concepto abstracto de
Estado: la culpa puede ser personificada…
La
tendencia a culpabilizar a los dirigentes nace de experiencias concretas
acumuladas en los sujetos, aunque muchos cuadros eluden ese dato y terminan
respondiendo con actitud similar aunque invertida, es decir, culpando al
individuo: «son ingratos».
Por
otro lado, la limitada presencia de los factores externos en la imaginación de
la culpa también tiene su origen en determinados patrones políticos y sociales,
y no puede ser reducida al impacto de la propaganda enemiga. Esta logra ser más
efectiva porque las experiencias acumuladas en los sujetos le ofrecen un
terreno fértil, y porque el discurso oficial cubano ha perdido credibilidad.
La
credibilidad se gana con lo que se dice, pero también con lo que no se deja de
decir. El discurso oficial tiene la tendencia a ocupar, con la explicación del
bloqueo, el espacio que debía destinar a otras verdades. Mientras esto continué
así, el bloqueo aparecerá como un discurso justificatorio — es decir, no es un
problema de técnica periodística—. La tendencia a omitir las distorsiones
internas no impide que la gente las viva, que la gente las sufra, de modo que
lo único que se logra es un alejamiento del discurso oficial con respecto a su
vida cotidiana. El silencio ante lo mal hecho tiene otro efecto terrible: los
niveles superiores de dirección aparecen como cómplices de todos los problemas
que se dan en las estructuras del Estado.
La
dirección de la Revolución y sus órganos de expresión debieran distanciarse de
manera más explícita de las tendencias negativas y, sobre todo, combatirlas con
más fuerza. Esto no ha sido posible porque se sostiene un alineamiento mecánico
entre el Estado y la Revolución, entre el Estado y el socialismo, entre el
Estado y la patria, y entre el Estado y el bienestar del pueblo. Pero el Estado
tiene un carácter contradictorio con respecto a todos esos elementos. La
política del bloque monolítico no permite distinguir los elementos virtuosos de
los viciosos, y facilita el gesto de meter a todos los dirigentes y a todas las
instituciones «en el mismo saco». El insuficiente distanciamiento con respecto
a las tendencias negativas, combinado con la verticalidad del Estado, produce
en la conciencia popular una simplificación ilusoria, pero efectiva: toda la
responsabilidad es de Díaz-Canel.
Estamos
así en presencia de un modelo nefasto de gestión de la culpa, que ni siguiera
es conveniente para el mero propósito de mantener el poder.
Paradójicamente,
el propio pacto social revolucionario alimenta esta situación. La Revolución
nació de un proceso de unificación en el que el pueblo depositó en una
vanguardia política la conducción de la sociedad para el logro de la justicia
social y el bienestar colectivo. Luego del triunfo revolucionario, las mismas
metas, valores y funciones depositadas en la vanguardia fueron adjudicadas al
nuevo Estado. Surgió así un rasgo característico del pacto social cubano: el
Estado debe responder por todo. Es esto lo que motiva la rabia cuando el
Gobierno se equivoca demasiado: el sujeto que culpa se siente defraudado, se
siente desamparado y, lo que es peor, traicionado.
Cuando
se compara la realidad que hoy se vive con las conquistas previas y las
promesas realizadas, se dibuja una brecha. La creciente distancia entre el ser
y el deber ser produce un sujeto carente, un sujeto que se siente en falta, y
esa falta la personifica: siente que alguien le ha fallado. Así, la
conformación estatalista y paternalista del pacto social revolucionario se
vuelve un boomerang.
La
culpa la tienen «ellos», incluso de lo que no hacen. Lo que produce de manera
directa el deterioro de las condiciones de vida en los circuitos económicos y
sociales de donde el Estado se ha retirado — una parte de los cuales son
formalmente estatales, aunque en la práctica funcionen con otras lógicas— es el
capitalismo y el predominio del mercado. Sin embargo, la conciencia crítica que
pudiera surgir con respecto a estos factores de dominación es muy débil, porque
el Estado sigue apareciendo como único responsable.
Esto no
nos puede llevar a olvidar que el sujeto carente hace su catarsis desde un
punto de partida que no es neoliberal, porque es el fruto de los acumulados de
la Revolución y el socialismo, y su sistema de valores y expectativas. Por eso
no puede pretenderse borrar o desconocer el pacto social revolucionario. De
hecho, cada vez que se incurre en ese error se profundiza el descrédito y la
rabia.
Nuestro
pacto social debe ser transformado en un sentido liberador, de modo tal que su
carácter estatalista y paternalista sea debilitado ante el avance del
empoderamiento popular. Esto será imposible si no trascendemos el lugar de la
culpa, que es expresión de una profunda desmovilización. Hay un conflicto
velado entre una parte del pueblo — que le echa la culpa de todo al Estado— y
el propio Estado — que le echa la culpa de todo al bloqueo—. Ambas posturas
disminuyen la atención sobre aquellas cosas que está en nuestras manos cambiar.
Dado que la culpa siempre está afuera, el sujeto no se siente parte ni del
problema ni de la solución. En realidad, los problemas internos de Cuba — y el
Estado mismo— son el resultado de un conjunto de relaciones sociales que todos
reproducimos de una manera o de otra. No sería descabellado decir que
transformar la institucionalidad cubana implica transformarnos a nosotros
mismos, empezando por sacudirnos la desesperanza, que cada día se parece más a
una rendición.
El
sujeto carente debe ser comprendido, pero, al mismo tiempo, interpelado e
incentivado a la acción. Debe dejar de ser un vociferante espectador.
En un
contexto en el que convive una amplia desmovilización con un ambiente propicio
para la protesta sin conducción, sería favorable que el elemento disparador
proviniera del grupo dirigente, que un nuevo gesto edifique la señal poderosa
de un cambio, que la acción institucional logre concretar resultados en un
sentido material y justiciero, pues ya ningún discurso separado de los hechos
logra movilizar al pueblo.
Todo
parece indicar que esto no va a suceder. Un cambio profundo requiere un grado
de conflictividad transformadora dentro del Estado que no se aviene al enfoque
de unidad predominante, el cual se juzga necesario para la reproducción del
poder establecido, para la «defensa de la Revolución». Tampoco se considera
imprescindible ese camino. El grupo dirigente está en una zona de confort que
nace de la sobreestimación del respaldo existente y de la precaria continuidad
del funcionamiento institucional. Los acumulados de la Revolución fueron tan
potentes que producen una inercia peligrosa.
Si el
grupo dirigente desea dar el ejemplo, debe comenzar por reconocer que sus
prácticas y enfoques forman parte del problema, debe comenzar por transformarse
a sí mismo.
Los
cambios revolucionarios que Cuba necesita deben ser impulsados por formas de
presión popular, que disputen el sentido de la acción estatal y modifiquen la
correlación de fuerzas a lo largo de la estructura. Las bases sociales deben
reactivarse, sostener el pulso y mantener la confrontación en un marco
patriótico, diferenciado de la contrarrevolución. El accionar estudiantil
durante la crisis provocada por las medidas de Etecsa es un ejemplo incipiente.
El
lugar de la culpa tiene un lado positivo: activa la rabia, y la rabia mueve a
la acción. Los indignados de Cuba tenemos que comenzar a organizar nuestra
rabia. La participación y el control popular; la lucha por la transparencia y
la rendición de cuentas; la construcción y utilización de las mejores
iniciativas, políticas y leyes; el cuidado cotidiano en función de los más
desfavorecidos; la defensa del producto del trabajo de los cubanos, su
desarrollo y su uso social; la lucha contra la explotación, la desigualdad y el
privilegio — vengan de donde vengan—; el uso responsable de métodos
confrontativos cuando no queda más remedio; la rebeldía contra lo mal hecho; la
creación de caminos; la voluntad de no rendirse: estas son las armas con las
que el pueblo de Cuba puede obtener sus nuevas victorias. Hay que empuñarlas.
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