“El colapso del «socialismo real»
y su impacto en América Latina”
Por Roberto Regalado, politólogo y Doctor en Ciencias
Filosóficas, profesor del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados
Unidos de la Universidad de La Habana. Tomado de La Tizza, el 28 de marzo de
2023, la revista digital y plataforma de pensamiento para debatir el proyecto
de la Revolución Cubana.
Después de cuatro años de trabajo en la Sección de Intereses
de Cuba en los Estados Unidos, dedicados a promover la normalización de las
relaciones entre ambos países y a monitorear la política estadounidense hacia
América Latina y el Caribe; y de igual plazo de tiempo en la Embajada de Cuba
en Nicaragua, dedicados a monitorear cómo la política que había visto formular
en Washington D.C. se ejecutaba «en el terreno», a intentar neutralizarla y a
promover una solución negociada del «conflicto centroamericano» favorable a las
fuerzas populares; a principios de 1988 mi predecesor, Germán Sánchez, me
transfirió la coordinación del Grupo de Análisis del Área de América del
Departamento de Relaciones Internacionales del PCC.
De modo semejante a las carreras de relevo, Germán «entregaba»
y yo «recibía» el «batón» de uno de los frentes de «trabajo acumulado» del
órgano de solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro, que ya se
acercaba a sus tres décadas de funcionamiento. Fue un proceso «semejante a las
carreras de relevo», pero no un proceso «a la carrera», sino de entrega y
recepción, escalonado, pausado y pormenorizado, que se desarrolló durante
semanas. Fue un proceso riguroso de transición del responsable saliente al
responsable entrante de un frente de trabajo, tal como siempre se hizo en ese
órgano y como siempre debería hacerse porque, según lo dicho por Fidel en
Nicaragua en 1985:
…las relaciones, el
trabajo y el conocimiento acumulados son un tesoro que es necesario preservar.
A eso añado que: es necesario preservar ese tesoro, no para hacer «más de lo
mismo», sino para saber cuándo dejar de hacer «lo mismo» y cómo abrir nuevos
horizontes.
Asumí en un escenario políticamente cambiante. Se había
consolidado una tendencia regional a la solución negociada de los conflictos
armados y a la transformación de las organizaciones insurgentes en
organizaciones políticas legales. También se encontraban en pleno auge los
nuevos movimientos sociales y, al mismo tiempo, fuerzas progresistas y de
izquierda de un creciente número de países conquistaban espacios
político/institucionales en los gobiernos locales y las legislaturas
nacionales. Además, el llamado bloque socialista europeo atravesaba por su
crisis terminal, con sus secuelas de fin de la bipolaridad mundial, despeje del
terreno a favor de la avalancha universal del neoliberalismo y pérdida de
credibilidad de las ideas revolucionarias y socialistas.
Todo esto planteaba un gran problema: ¿cómo la Revolución
cubana podía y debía contribuir a la apertura de nuevos horizontes?
Dado que me sería imposible sintetizarlo de una mejor
manera, reproduzco aquí un fragmento sobre el impacto del colapso del
«socialismo real» en las relaciones de Cuba con las fuerzas populares de
América Latina y el Caribe, publicado previamente:
Nadie crea que el acople, la conexión, la relación de la
Revolución cubana con las fuerzas de izquierda y progresistas que emergieron a
contracorriente del derrumbe del bloque euroasiático de posguerra, fueron
automáticos, naturales, fáciles o predeterminados por méritos históricos
anteriores. […] Nadie debe asumir como atributo inherente a la Revolución
cubana lo que ella tuvo que volverse a ganar, con esfuerzo y dedicación,
durante las décadas de 1980, 1990 y 2000.
Desaparecidas las condiciones para la conquista del poder
mediante la lucha armada y para el ejercicio del poder mediante un sistema de
partido único o un partido hegemónico, sumidos el marxismo y el leninismo en
una crisis de credibilidad motivada por el colapso del marxismo‑leninismo
soviético ante el embate de la perestroika y la glasnost, y cuestionados el
antimperialismo y el anticapitalismo por una autoproclamada «nueva izquierda»
que rechazaba el prefijo «anti», los pilares sobre los cuales la Revolución
cubana se había convertido en referente de amplios sectores del movimiento
popular y la izquierda latinoamericana y caribeña sufrían un intenso ataque.
Esto repercutió, tanto en un alejamiento entre las concepciones y posiciones
políticas de Cuba, y las de amplios sectores de la izquierda y el progresismo
que estaban en fase de reestructuración organizativa, redefinición político‑programática y reconstrucción de alianzas, como en la crítica y el distanciamiento con Cuba
de una parte de esos sectores.
En la vorágine del cierre de una etapa de luchas y la
apertura de otra, se hablaba de una «ruptura epistemológica» con la historia
anterior de la humanidad, de un «borrón y cuenta nueva» con la historia de la
dominación y las luchas emancipadoras. Pujaba fuerte la noción de que ya no
había clases sociales, y si las había no importaban, como tampoco importaban
las ideologías o los partidos políticos que fuesen algo más que pragmáticos
aparatos electorales. Se acuñó el término «democracia sin apellidos», es decir,
sin los apellidos burguesa, socialista, participativa, comunitaria o popular.
La consigna de la autoproclamada «nueva izquierda», que hegemonizaba a los
partidos, organizaciones, frentes y coaliciones multitendencias que por
entonces se formaban, era «democratizar la democracia», entendida como sistema
político y electoral imparcial e impoluto, no sometido a la presión y la
injerencia de los centros de poder mundial, ni de los poderes fácticos de cada
país, ni de la burocracia incrustada en los órganos del Estado, defensora de
los intereses de la clase dominante. Supuestamente, el «triunfo electoral»
llevaría a la «nueva izquierda» a «ejercer el poder»: los opresores
reconocerían civilizadamente su derrota; con civismo le permitirían gobernar; y
se limitarían a cumplir la comedida función opositora característica de la
alternancia entre partidos burgueses. Mientras unas corrientes de ese vector
hablaban de revertir la restructuración neoliberal cuando ocuparan «el poder»,
otras se planteaban crear un «neoliberalismo de izquierda», dado que la
avalancha universal de esa doctrina los convenció de que el neoliberalismo era
la única política posible.
Tan brutal era el impacto negativo del derrumbe del
socialismo real para las ideas revolucionarias y socialistas, y tan abrumadora,
amenazante y agresiva era la avalancha política e ideológica reaccionaria, que
gran parte de los partidos, organizaciones y corrientes de identidades
socialistas no se atrevía siquiera a cuestionar el mito de la democracia «sin
apellidos». No solo para evadir la nueva «cacería de brujas», sino también dado
que el panorama era oscuro y confuso, los partidos, organizaciones y corrientes
de trayectoria revolucionaria, enfatizaban su distanciamiento de los errores y
las desviaciones en que incurrió la URSS, y afirmaban que el socialismo
latinoamericano sería democrático, descentralizado, participativo, eficiente,
sustentable, con enfoque de género y respetuoso de todas las diversidades, pero
no hallaban una consigna menos ambigua, o a la inversa, más precisa, que la
«búsqueda de alternativas al neoliberalismo», infaltable en los discursos,
declaraciones y documentos de aquellos años.
Si el «fetichismo de la democracia» era un extremo, el otro
extremo era el «fetichismo de la revolución», culto en el que incurrimos
quienes seguíamos librando la cruzada contra el «electoralismo» y el
«reformismo» en los términos que se utilizaban cuando en América Latina la
conquista del poder parecía alcanzable mediante la lucha armada. Esa posición
pasaba por alto que no existía una situación revolucionaria y que las fuerzas
socialistas tendrían que adecuar su estrategia y su táctica a esa realidad. Se estaba
produciendo un vuelco en las condiciones y características de las luchas
populares que obligaba a las y los marxistas latinoamericanos a releer y
repensar a Marx, Engels, Lenin, Rosa, Gramsci, Lukács y a todas y todos
aquellos que contribuyeron a actualizar y desarrollar la teoría de la
revolución social de fundamento marxista y leninista. Renovada vigencia
adquiría un concepto de la Rosa roja: «La reforma legal y la revolución no son
[…] diversos métodos del progreso histórico que a placer podemos elegir en la
despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la
sociedad de clases, los cuales mutuamente se condicionan o complementan, pero
al mismo tiempo se excluyen».
[…]
Además del rechazo a los errores cometidos por la URSS y de
las opiniones de cada partido y/o movimiento político sobre el socialismo
cubano, esa era una de las tantas maneras mediante las cuales la izquierda y el
progresismo emergentes afirmaban que sus programas no tendrían influencia del
«paradigma soviético». Tres factores le permitieron a la Revolución cubana
reconstruir y consolidar, de nuevo, su relación con las fuerzas populares
latinoamericanas y caribeñas: 1) la capacidad de resistencia demostrada por
Cuba, que solo podía explicarse por el carácter autóctono de su revolución, con
independencia de cualquier copia acrítica que pudiera haber hecho de
experiencias soviéticas; 2) la comprensión de que se abría una nueva etapa de
lucha en la que sería imposible recrear una revolución similar a la cubana, incluso
si alguien quisiera intentarlo, lo cual hizo languidecer la «necesidad» de
«distanciarse» de Cuba; y 3) la amplitud de mente, la visión estratégica, la
paciencia, el tesón y el apego a los valores y principios revolucionarios con
los que, bajo la conducción personal de Fidel, el Partido Comunista de Cuba,
las organizaciones de masas y sociales, y las organizaciones no gubernamentales
cubanas, lograron zanjar las discrepancias y relanzar las relaciones con los
sectores críticos del «paradigma soviético».
El Área de América se replanteó y renovó sus objetivos,
contenidos, medios y métodos de trabajo, en correspondencia con las necesidades
y posibilidades de la nueva coyuntura. Se cerraba la etapa de luchas populares
en América Latina y el Caribe abierta en 1959 por el triunfo de la Revolución
cubana, mientras que, al mismo tiempo, se abría una nueva etapa cuyas
interrogantes era necesario despejar, como premisa para abrir nuevos
horizontes.
El equipo de análisis — llamado «sección» (con un «jefe de
sección») en el Departamento América y luego llamado «grupo» (con un
«coordinador de grupo») cuando la estructura fue subsumida como una
vicejefatura de un unificado Departamento de Relaciones Internacionales — no
era un equipo solo o principalmente de «trabajo mesa», sino la contraparte de
las áreas geográficas para todo tipo de actividad. Mientras los grupos
encargados de la atención a las áreas geográficas desarrollaban las tareas
correspondientes a cada subregión y a cada país de esa subregión, en estrecha,
recíproca y constructiva interacción con ellos, el grupo de análisis
desarrollaba las tareas correspondientes al continente en su conjunto.
Lo particular — de cada subregión y cada país — y lo general
— del continente — eran dos frentes de trabajo inseparables, e igualmente
necesarios y valiosos. Sobre esta base había trabajado siempre el órgano de
solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro. En este artículo
enfatizo la perspectiva general — del continente — porque fue el frente de
trabajo que asumí de 1988 en adelante y, por tanto, es el que mejor conocí
durante mis últimos 22 años en dicho órgano. Otros compañeros y compañeras
están recuperando la imprescindible memoria histórica del trabajo particular —
en cada subregión y país — y también del trabajo general — del continente — .
Solo mediante la recuperación integral de la memoria
histórica de lo particular y lo general se podrá lograr la recuperación de la
memoria histórica del órgano de solidaridad al que se dedica este texto, y de
la memoria histórica de la Revolución cubana en su conjunto, de la que ese
órgano fue uno de sus modestos ejecutores.
En virtud del trabajo general (continental) acumulado por la
DGLN y luego por el Departamento América, a la altura de 1988, los contenidos
de trabajo del grupo de análisis del Área de América eran: 1) el estudio de la
política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe; 2) el estudio
de los organismos regionales (OEA, BID, ALADI y otros); 3) la coordinación con
los partidos comunistas de los llamados países socialistas antes del
«derrumbe», en lo referido a las Américas; 4) la atención a la Conferencia
Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPPAL), al
Comité para América Latina de la Internacional Socialista, la Coordinación
Socialista Latinoamericana (CSL) y a los partidos comunistas de la región; 5)
la atención a los sectores cristianos comprometidos con la Teología de la
Liberación y otras corrientes de izquierda y progresistas; 6) la atención a los
medios de comunicación — tanto a personas accesibles dentro de los medios
tradicionales, como a los medios de comunicación populares — ; y 7) la activa
participación en los foros, redes y campañas regionales y mundiales de las
fuerzas políticas de izquierda y los movimientos populares surgidos en las
décadas de 1980 a 2000, como el Encuentro de los Pueblos de América y el
Caribe, el Foro de Sao Paulo, los Seminarios Internacionales «Los partidos y
una nueva sociedad» organizados anualmente por el Partido del Trabajo de
México, el Foro Social Mundial, las redes de lucha contra el ALCA, contra la
globalización neoliberal, contra el militarismo y las bases militares en el
subcontinente, en defensa de los derechos de las mujeres y otros.
Además de lo anterior, uno de sus contenidos de trabajo de
gran importancia que, en su condición de órgano auxiliar del Comité Central del
PCC, tenía el Departamento América y luego el Área de América, era la relación
con el Centro de Estudios sobre América, con el ICAP, y con los departamentos
de relaciones internacionales de la UJC, las organizaciones de masas y
sociales, con otras ONGs cubanas o radicadas en Cuba (como la OSPAAAL) y con
centros de investigación y/o docencia en temas internacionales, política,
filosofía y economía. Esta relación, que desde su primer momento fue activa,
democrática, colaborativa, fraternal e intensa, principalmente con: UJC, ICAP,
CTC, ANAP, FMC, OCLAE, FEU, UNEAC, UPEC, UNJC, ANEC, ACPA, Centro Memorial
Martin Luther King Jr., OSPAAAL, Centro Che Guevara, CIEM e Instituto de
Filosofía, dio un salto cualitativo a raíz de los procesos por los que América
Latina y el Caribe atravesaron en las décadas de 1980 y 1990.
Lo más importante a destacar de ese salto cualitativo es que
se desarrolló y tuvo resultados formidables, incluido un sistema colectivo de
trabajo basado en la concepción solidaria e internacionalista de Fidel, y en la
concertación permanente de intereses y criterios entre todas las instituciones
y personas participantes en esa necesaria y hermosa labor.
Nuestra relación como órgano auxiliar del PCC, es decir,
nuestra relación como partido con las organizaciones de masas y sociales y
demás instituciones era 100 % acorde con la concepción original de Lenin sobre
las «correas de transmisión», casi universalmente rechazada por las negativas
interpretaciones y los aún peores usos que se le ha dado. Para nuestro órgano,
las «correas de transmisión» mantenían un permanente movimiento circular, sin
un actor o sujeto «arriba», ni actores o sujetos «abajo», sin verticalidad ni
unilateralidad. Valga el uso redundante que hago de las siguientes palabras:
todas y todos aprendimos de todas y de todos.
La concepción circular de las relaciones entre el partido y
las organizaciones de masas y sociales, que debería aplicarse en todo momento y
en todo lugar, era particularmente necesaria en las décadas de 1980 y 1990
porque esas organizaciones cubanas eran las contrapartes directas de los
movimientos sociales populares que ocupaban la punta de vanguardia de las luchas
sociales y políticas en el resto de la región, de los movimientos sociales
populares que sacaron a los partidos de izquierda y progresistas del «marasmo
del derrumbe» y los llevaron a las alcaldías, a las legislaturas y a los
gobiernos nacionales. Sin duda alguna, las organizaciones de masas y sociales
cubanas fueron nuestra punta de vanguardia, las que orientaron y guiaron a
nuestro partido en esa batalla monumental.
La gran familia de partido, organizaciones de masas y
sociales, otras ONGs y demás instituciones cubanas actuó «como un solo cerebro»
para pensar y «como un solo par de brazos» para trabajar en la confección del
nuevo mapa de las fuerzas políticas de izquierda y progresistas, y de los
movimientos sociales populares de América Latina y el Caribe. Con esos
elementos elaboró las propuestas de nuevos objetivos, medios y métodos de
trabajo que, después de ser aprobados por la máxima dirección de la Revolución
cubana, le permitieron a esa gran familia cumplir con éxito las complejas y
cruciales tareas políticas e ideológicas de la década de 1990. En concreto, el
PCC, la UJC, el ICAP, las organizaciones de masas y sociales, otras ONGs y los
centros de investigación y/o docencia, actuaron en conjunto como mecanismo de
coordinación caracterizado por el fluido intercambio de información, el
análisis sistemático de la situación regional, la elaboración conjunta de
planes y el chequeo de su cumplimiento, mecanismo cuyo funcionamiento conjugaba
las particularidades de la relación de cada miembro de la gran familia con sus
respectivos homólogos y contrapartes, con la relación común, compartida, de
todos ellos con el conjunto de sus homólogos y contrapartes de América Latina,
el Caribe y también del resto del mundo, que habían adquirido un protagonismo y
una capacidad de ejercer influencia y presión política extraordinaria. A
inicios de la década de 2000, ese mecanismo de coordinación alcanzaría
visibilidad pública al convertirse en Capítulo Cubano del Foro Social Mundial.
Este método colectivo de trabajo, además de ser el único método revolucionario,
el único método socialista, es el único método que funciona.
De la etapa que aquí se reseña, cabe destacar el Foro de Sao
Paulo, fundado en julio de 1990 a partir de una iniciativa conjunta del
Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz y el líder del PT de Brasil, Luiz Inácio
Lula da Silva, espacio multilateral cuyo desenvolvimiento constituyó la
primerísima prioridad del Área de América hasta el momento de su disolución en
2010. En ese espacio nacieron y/o se consolidaron las relaciones entre las
principales fuerzas políticas y las grandes figuras de izquierda y progresistas
latinoamericanas de las décadas de 1990 a 2010, como el propio Lula, Cuauhtémoc
Cárdenas, Líber Seregni, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega y Schafik
Hándal. Un dirigente progresista del ámbito del Foro que recientemente pasó a
un primer plano de notoriedad es el presidente de Colombia, Gustavo Petro.
De este agrupamiento político regional brotaron las ideas e
iniciativas sobre concertación política e integración económica que en la
década de 2000, durante la etapa de auge del «ciclo progresista», se
materializaron en el ALBA‑TCP, el MERCOSUR (hegemonizado por
la izquierda), la UNASUR, el CARICOM y la CELAC.
Además de aportar a las ideas e iniciativas mencionadas, los
seminarios internacionales «Los partidos y una nueva sociedad», que desde 1997
se efectúan anualmente en México bajo el auspicio del Partido del Trabajo (PT)
de ese país y el Foro Social Mundial fundado en Porto Alegre en 2000, posibilitaron
que el trabajo de influencia política hacia América Latina y el Caribe
trascendiera a los Estados Unidos y Canadá, a Europa Occidental y Oriental, y
más puntualmente a países de Asia, África y Oceanía, dado que nacieron como
espacios mundiales, no solo latinoamericanos y caribeños.
Como ya se ha dicho, entre 1989 y 1991 se cerró la etapa de
luchas abierta en América Latina y el Caribe en 1959 por el triunfo de la
Revolución cubana, y en la década de 1990 se abrió otra, en medio de cuya
vorágine era preciso desentrañar las incógnitas y determinar cómo abrir nuevos
horizontes de transformación social revolucionaria. En consecuencia, es
conveniente hacer un «corte parcial» para puntualizar que si el órgano de
solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro hasta 1992 hubiese
incurrido en «monocromatismo» y/o en «aferramiento» en las décadas de 1960,
1970 y/o 1980, de ningún modo hubiese podido sortear con éxito los grandes
retos de finales de los años ochenta y de todo el decenio de los años noventa.
Téngase en cuenta que, nada
menos que en 1992, casi inmediatamente después de la disolución y el
desmembramiento final de la Unión Soviética, con otras palabras, nada menos que
en el momento más crítico de aquella etapa, ese órgano dejó de ser conducido
por su fundador, Manuel Piñeiro Losada, quien no obstante a esa desvinculación
formal, lo siguió acompañando, apoyando y asesorando hasta su muerte, en 1996.
La forma en que se sostuvo la continuidad del trabajo del Área de América a
pesar de la salida formal y luego el fallecimiento de su jefe histórico,
demuestra que se trataba de un equipo sólido, organizado, flexible y capaz;
fortalezas, todas estas, conque Piñero había dotado a ese órgano.
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