“El agravio a los muertos en Bolivia”
Por
Alvaro García Linera
01
de diciembre de 2019 - Tomado de Página 12
“Ni los
muertos estarán seguros ante el enemigo si este vence…..”
--W. Benjamin
Un
multitudinario cortejo fúnebre recorre las calles de El Alto y La Paz. Por
delante van dos féretros y detrás miles y miles de dolientes. Son gente
humilde; pobladores de El Alto, artesanos, campesinos, vecinos, madres,
indígenas de las provincias de La Paz, Potosí, Cochabamba y Oruro. Han caminado
con su dolor cerca de diez kilómetros, y a su paso salen trabajadores,
comerciantes y estudiantes llorosos que se persignan, aplauden y entregan agua
y pan a los que marchan. La ciudad está
paralizada, y la gente de los barrios populares está de luto. Ayer, en la
zona de Senkata ocho pobladores fueron asesinados con armas de fuego militar,
más de un centenar fueron heridos de bala, llegando a treina y cuatro los muertos en los últimos nueve días del golpe de
Estado en Bolivia.
Han
bajado desde El Alto para reclamar justicia por sus muertos; han caminado tanto
para que las personas vean lo que está pasando, ya que los medios de
comunicación amordazados no hablan de la tragedia sufrida; marchan horas y
horas para decirle al mundo que no son
terroristas ni vándalos; que ellos son el pueblo.
Y
es que desde el día del golpe de Estado todas las movilizaciones de sectores
populares y campesinos que salieron a defender la democracia y el respeto al
voto ciudadano fueron objeto de una feroz campaña de desprestigio que desbordó
las redes y los medios de comunicación. No se hablaba de obreros, ni de
vecinos, ni de indígenas. Se trataba de “peligrosas hordas”, de “vándalos” que
amenazan la paz social. Y cuando los
habitantes de la valiente ciudad de El Alto y los indígenas y campesinos
bloquearon carreteras, un rabioso lenguaje se apoderó de los golpistas y medios
de comunicación: “terroristas”, “narcotraficantes”, “salvajes”,
“criminales”, “turbas borrachas” “saqueadores” y otros adjetivos fueron
utilizados para descalificar y criminalizar la protesta de las clases
menesterosas.
Desde
entonces, mujeres de pollera con hijos en la espalda, niñas escolares que
acompañan a sus padres, jóvenes universitarios, obreros soldadores, campesinos
de poncho y vendedores de helados son el nuevo rostro de los “peligrosos
sediciosos” que quieren incendiar el país. Esta estigmatización de la plebe
sublevada, especialmente si son indios, no es nueva. Durante la Colonia, en el
siglo XVI, Fray Ginés de Sepúlveda comparó
a los indígenas con los monos; el cura Tomás Ortíz los calificó de “bestias”;
en el siglo XIX se hablaba de “razas degeneradas”; y las dictaduras del siglo
XX mutaron hacia la delincuentización del indio insurrecto, calificándolo de
“subversivo“, “sedicioso”, que quiere poner en riesgo la propiedad, el orden y
la religión.
Ahora, las clases
medias tradicionales realizan una vergonzosa fusión verbal entre el lenguaje
colonial con el de contrainsurgencia. Ni sus intelectuales orgánicos educados en
universidades extranjeras pueden escapar a este llamado de la sangre y el
prejuicio racial. Para ellos las marchas de vecinos son reuniones de
“delincuentes borrachos”, los bloqueos de caminos de campesinos son actos de
“terrorismo” y los asesinados por la bala militar son ajustes de cuentas entre
“maleantes”. La forzada mesura con la que todos estos años los escribas
conservadores habían calificado a los indios empoderados, hoy se desbocan como
un torbellino de prejuicios, insultos y descalificaciones racializadas.
Habían
aguardado toda una década mordiéndose los dientes para no escupir sobre los
indios y mostrarles su desprecio; y ahora, amparados en las bayonetas, no dudan
en descargar todo su odio de casta. Es
el tiempo de la venganza y lo hacen enfurecidos. Es como si quisieran
borrar no sólo la presencia del indio que los derrotó, y por eso son capaces de
matar con tal de que Evo no sea candidato; además desean arrancar su huella de
la memoria de las clases humildes asesinando, encarcelando, torturando, amenazando
a quienes pronuncien su nombre. Por eso
queman la Wiphala que Evo introdujo en las instituciones del Estado; por eso
queman las escuelas que él hizo construir en los barrios populares; por eso
aplauden y brindan por la militarización de las ciudades. Ya no hay espacio
para la dignidad ni el decoro de una clase que se revuelca frenéticamente en el
lodo del autoritarismo, la intolerancia y el racismo.
Y
es contra ello que marchan las clases humildes de El Alto y las provincias.
Bajan por miles, doscientos mil, trescientos mil. El número ya no importa. El
poder que ellas defienden no es el de una persona ni el que Weber teorizó como
capacidad de influir en el comportamiento de otro. Para las clases populares la experiencia de poder de estos últimos catorce
años es el de ser reconocidas como iguales, el de tener derecho al agua, a la
educación, al trabajo, a la salud en similares condiciones que el resto de los
ciudadanos. El ejercicio del poder para el pueblo ganado en las urnas, más
que la de una capacidad de mando ha sido la de una experiencia corporal diaria
de poder mirar de frente a los demás sin tener que avergonzarse del color de
piel o la pollera de madre; es haber sido tomados en cuenta como seres humanos;
es el poder vender en el mercado, labrar la tierra o ser autoridad sin ninguna
barrera de apellido. De ahí que, si bien la experiencia del poder estatal para
las clases subalternas -como lo vio Gramsci- es, en primer lugar, la
construcción práctica de su unidad como bloque social, la manera de verbalizar
y comprender moralmente ese poder ha sido la conquista de la dignidad, es
decir, su experiencia de pueblo como cuerpo colectivo autodignificado.
Por eso la mujer de
pollera y el obrero lloran cuando el fascismo quema la Wiphala, lloran cuando
Evo es expulsado, lloran cuando son impedidos de entrar a las ciudades. Lloran porque están
despedazando el cuerpo simbólico y real de su unidad y de su poder social. Y
cuando llevan sus muertos por delante en medio de miles de crespones negros y
boleros de caballería fúnebres, lo hacen para pedir a las clases pudientes el
respeto a sus muertos, a esos muertos que son el umbral último donde los vivos,
sea de la clase o condición social que sean, deben detener su orgía de sangre y
odio, para venerar la virtud de la vida.
Pero
la respuesta de los golpistas es atroz, inmoral, dantesca. Disparan gases lacrimógenos, disparan balas, desplazan sus tanquetas y
los féretros quedan en el piso, envueltos en una nube de gases escoltados
por gente que se arrodilla y se arriesga a la asfixia antes que abandonarlos.
”No
respetan ni a los muertos” grita la gente. No es una frase de protesta, es una
sentencia histórica. La misma que pronunciaron los padres de los agredidos de
hoy, cuando otro golpe militar en el fatídico noviembre de 1979 ametralló desde
unos aviones norteamericanos Mustang a los dolientes que rezaban y hacían
ofrendas a los familiares difuntos en el día de los muertos o “todos santos”.
Los aventureros del golpe militar de entonces, después de su efímera borrachera
de victoria, quedaron aparcados en la cloaca de la historia, lugar en el que
con toda seguridad estarán pronto los golpistas de hoy. No se puede agraviar impunemente a los muertos, porque en la
cultura del pueblo ellos forman parte de los principios básicos reguladores del
destino de los vivos.
La
brutalidad de los golpistas hoy obtiene el miedo de la gente, pero ha abierto
las puertas de un resentimiento
generalizado. Las suturas con las que las seculares grietas clasistas,
regionales y raciales habían sido cerradas han estallado por los aires dejando
unas heridas sociales sangrantes. Hoy hay odio por todos lados, de unos contra
otros. Las clases medias tradicionales
quisieran ver el cadáver de Evo arrastrado por las calles, como el del
expresidente Villarroel en 1946. Las
clases plebeyas quisieran ver a los ricos cercados en sus barrios padeciendo de
hambre por la falta de alimento. Una nueva guerra de razas anida en el
espíritu de un país desgarrado por la felonía de una clase que halló en el prejuicio
colonial de superioridad la defensa de sus privilegios.
Ya
lo dijimos, la fascistización de la clase media tradicional es la respuesta
conservadora a su decadencia social fruto de la devaluación de sus aptitudes,
capitales, oportunidades y saberes legítimos frente a la “invasión“ de una nueva clase media de origen popular e
indígena con repertorios de ascenso social más eficaces en el Estado
indianizado de la última década. No es que han tenido una depreciación de
su patrimonio -que de hecho aumentó pasivamente debido a la expansión económica
generalizada del país- sino de sus oportunidades y apuestas sociales de mayor
ascenso social aprovechando el crecimiento exponencial de la riqueza nacional.
Pero
esto no ha limitado un hecho relevante de las estructuras de clases sociales y
de los procesos de hegemonía política: la irradiación estatal de las clases
medias. En sentido estricto el Estado es, en su regularidad, el monopolio del
sentido común de una sociedad. En tanto que el poder político es, con mucho, la creencia y convicción de unos del
poder de otros, es en cierto modo también un tipo de sensación intersubjetiva. Se
trata del espeso mundo de las narraciones profundas con efecto estatal. La
“opinión pública”, esto es, las narrativas, símbolos y sentidos de comprensión
de la legitimidad que pugna por realinear el sentido común político, en gran
parte es concentrada por las clases medias tradicionales por disposición de
tiempo, recursos y especialización laboral.
En
Bolivia, el ascenso social de nuevas clases medias indígena-populares ha venido
acompañado por nuevas narrativas y sentidos de realidad pero no con la
suficiente solidez como para irradiarse o contraponer la racialización del
discurso de las clases conservadoras y ser soporte de una nueva “opinión
pública” predominante. Las clases medias tradicionales poseen la experiencia en
las formaciones discursivas y en los sedimentos históricos del sentido común
dominante, lo que les ha permitido expandir retazos de su modo de ver el mundo
más allá de la frontera de clase, incluso en partes de las nuevas clases medias
y sectores populares. De hecho, la nueva
clase media más que una clase social con existencia pública movilizada es una
clase estadística, es decir, aún no es una clase con irradiación estatal.
De
ahí las dramáticas formas con las que las fuerzas indígena-populares intentan
escenificar y narrar sus resistencias. Se trata de otras maneras de
construcción de opinión pública y de articulación del sentido común que se
irradia a otros sectores sociales, pero a raíz del hecho de fuerza del golpe de
Estado, ahora subalternizadas, fragmentadas.
Mientras tanto, el fascismo cabalga como un jinete enloquecido al interior de las murallas de los clásicos barrios de clase media. Ahí, la cultura y las razones han sido erradicadas sin disimulo por el prejuicio y la revancha. Y parece ser que sólo el estupor fruto de un nuevo estallido social o de la debacle económica que asoman en el horizonte, producto de tanto odio y destrucción, podrá agrietar tanta irracionalidad escupida como discurso.
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