La Revolución Bolivariana y el progresismo claudicante
Por
Ángel García
La
Tizza Cuba – 30 de Agosto de 2024
Progresismo
con mentalidad de colonia
Un
viejo refrán reza que la cobardía siempre será causa de las injusticias.
Ante la
ofensiva imperialista contra la Revolución Bolivariana, algunos gobiernos de la
región ―como los de Cuba, Bolivia y Nicaragua― han resistido a las seducciones,
chantajes y amenazas del imperialismo y han reconocido el triunfo chavista.
Mientras otros, en cambio ―como Brasil y Colombia― se apresuran a claudicar y
rendirse a los designios del imperialismo, sumándose al coro que cuestiona la
legitimidad de las elecciones del pasado 28 de julio. Estos últimos han asumido
posiciones funcionales a los planes estratégicos de un imperio en crisis,
desesperado por recuperar su erosionada hegemonía.
Que el
imperialismo norteamericano, sus aliados europeos, sus instituciones, sus think
tanks y sus medios de comunicación griten «¡Fraude!» ante las elecciones
venezolanas del pasado 28 de julio, no es sorpresa para alguien. Que estén en
marcha conspiraciones golpistas desde la extrema derecha y con el total
respaldo de los Estados Unidos ―y hasta con el apoyo de despreciables
personajes como Elon Musk―, también era de esperarse. Es el guion que el
imperio siempre ha aplicado y aplicará a países que no se subordinan a sus
designios, especialmente si tienen petróleo, litio u oro. Golpes duros, golpes
blandos, lawfare, guerra psicológica y mediática, desestabilización,
intervención militar directa, etc., son los componentes de un largo menú de
tácticas para lograr los tan anhelados cambios de régimen en naciones que
desafían la hegemonía imperialista de Occidente.
Ahora
bien, que algunos gobiernos latinoamericanos -supuestamente progresistas- se
hayan sumado al coro de quienes, durante décadas, han conspirado contra la
Revolución Bolivariana, más allá de ser un acto vergonzoso, raya con la
traición. Brasil y Colombia se han unido, en sintonía con el Departamento de
Estado y la OEA, al reclamo de que se presenten las actas electorales para
reconocer los resultados como legítimos y a Nicolás Maduro como presidente de
Venezuela.
México,
que inicialmente se sumó al pedido de Colombia y Brasil de la presentación
pública de las actas electorales, rápidamente se fue deslindando de las
posturas injerencistas tanto de Petro y Lula como de la OEA, declarando que no
se «dejará acarrear» por quienes cuestionan los resultados oficiales.
Este
progresismo miope ignoró que señalar las elecciones como fraudulentas era el
primer e imprescindible paso en la maniobra de golpe de Estado que estaban
fraguando la contrarrevolución local junto con Washington. Eso es algo
especialmente lamentable para Brasil, que ha sufrido dos golpes de Estado (1964
y 2016), ambos con la mano sucia del imperialismo. Lula en particular ha
sufrido este tipo de maniobras cuando fue encarcelado por medio de una
judicialización sustentada en mentiras como parte una operación clásica de lawfare.
Pero Lula
y Petro han llegado a proponer «un gobierno de transición y nuevas elecciones»,
una oferta que ha sido avalada por Joe Biden. La sugerencia de Lula a Maduro en
pos de que convoque a nuevas elecciones para «resolver la crisis del país»
ignora por completo que dicha crisis es promovida, incentivada y financiada por
agentes externos, principalmente los Estados Unidos.
Lula ha
dicho que Nicolás Maduro le debe «una explicación a todo el mundo». En cambio,
cuando en las elecciones de Brasil de 2022 Bolsonaro cuestionó los resultados
electorales y lo acusó de fraude, el gobierno chavista no le dijo a Lula que
«le debía una explicación al mundo». Nadie le exigió a Lula mostrar actas en
2022. Eso es porque en el sistema electoral brasileño, muy inferior al
venezolano, tales actas no existen y las máquinas de votación solo muestran un
comprobante del resultado, un sistema que muy fácilmente podría sufrir de un
hackeo.
Por su
parte, Gustavo Petro ha invocado la experiencia del Frente Nacional (1958-1974),
el pacto de cogobierno entre las oligarquías de los partidos conservador y
liberal, que devino una especie de dictadura de facto y dio origen a la lucha
armada en Colombia. Dijo: «un acuerdo político interno en Venezuela es el mejor
camino de paz».
Ahí
está Petro, dando lecciones de paz en una Colombia donde el paramilitarismo se
ha repotenciado en todo el país en los últimos dos años, donde las disidencias
de las FARC no paran de asesinar a líderes y lideresas sociales, donde las
negociaciones de paz con el ELN están congeladas hace meses, y donde los
Estados Unidos, su ejército y sus agencias de inteligencia hacen lo que les da
la gana.
En
marcado contraste con las posturas y propuestas de Petro y Lula, el presidente
de México, López Obrador, ha reprochado la idea de nuevas elecciones o de
«gobierno de transición». Ha reiterado la postura de «no meter las narices» en
la situación de Venezuela, e insistido en que ni la OEA ni los Estados Unidos
son autoridades electorales de Venezuela.
¿Dónde
está la indignación de Petro y Lula ante un Volodomir Zelensky cuyo gobierno
formalmente terminó el 20 de mayo 2024, suspendió elecciones y se mantiene como
presidente? Eso, sin mencionar que Zelensky ilegalizó a 11 partidos políticos
en 2022. ¿O la indignación ante el gobierno de Dina Boluarte en Perú, que llegó
al poder por medio de un golpe de Estado en contra de Pedro Castillo, quien
lleva ya más tiempo en prisión que el ejercido como presidente?
Washington
quiere evitar una resolución doméstica a la crisis política interna de
Venezuela, crisis que ellos mismos ayudaron a generar. Brasil y Colombia le
hacen la segunda, actuando en congruencia con los intereses imperiales.
Las
posiciones de Brasil y Colombia frente a Venezuela son sintomáticas de la
política ambivalente de los actuales gobiernos progresistas, los cuales han caído
en un complejo dilema. Por un lado, tienden a aliarse con el emergente eje
geopolítico euroasiático -China-Rusia-, al tiempo que mantienen relaciones de
subordinación con el imperialismo estadounidense. Quieren estar bien con Dios y
con el Diablo, algo que nunca sale bien.
Petro y
Lula ilustran mejor esta tendencia ambivalente. Ambos son partidarios de la
idea de que el ejército norteamericano brinde apoyo militar para «ayudar a
cuidar la Amazonía». En el caso de Colombia, Petro no ha cuestionado la presencia
de bases militares yanquis en su territorio nacional. Todo lo contrario, él
plantea permitir que los Estados Unidos utilicen la isla Gorgona -un santuario
ecológico- como una base para operaciones navales y, recientemente, aceptó que
la Policía de Nueva York (NYPD, por sus siglas en inglés) instalase una oficina
en Bogotá.
Los
designios estratégicos de Washington
Nuestra
América es el espacio vital de recomposición de la hegemonía del imperialismo
estadounidense. Es su «retaguardia estratégica» desde que, en 1809, Thomas
Jefferson declaró que su país «necesitaba un hemisferio» para estabilizarse,
prosperar y asegurar su grandeza.
Ahora
que el imperio siente los efectos de la pérdida de influencia y poder en otras
partes del mundo -como Eurasia, Asia Occidental y África- y ve menguar su
poderío mundial, busca consolidar su control y dominio sobre su «patio
trasero», reforzando su Doctrina Monroe, en versión 5G. Por eso hay una
«concentración de fuego» imperialista en contra de Nuestra América, que se experimenta
con desestabilizaciones de espectro completo, como los golpes duros y blandos, lawfare,
guerra mediática e intentos de cambio de régimen, como se está ensayando con la
Revolución Bolivariana.
El caso
de la actual ofensiva imperialista contra Venezuela, poco tiene que ver con un
veredicto electoral y mucho más con el deseo del imperio de apropiarse de sus
recursos estratégicos, principalmente petróleo y minerales.
Estratégicamente,
los Estados Unidos hacen todo lo posible para resistir a la emergencia del
nuevo mundo multipolar; y eso pasa por sabotear y frenar la consolidación de
bloques y alianzas del Sur Global, como los BRICS, la CELAC, el ALBA y UNASUR,
que desafían las imposiciones de Washington. El asedio de Venezuela debe ser
entendido como un intento del imperio de fragmentar y fracturar las
integraciones regionales del emergente ordenamiento geopolítico global.
Venezuela está en la fila de países que quieren formar parte de los BRICS y, si
su membrecía es aprobada, los BRICS controlarían el 77 % de la producción
petrolera del mundo.
El
imperio en decadencia padece de un modelo económico que no le permite una
reactivación para poder competir con China o Rusia, ambas, economías en
ascenso. Esto es porque desde finales de los años 1970 la pirámide económica de
los Estados Unidos se ha invertido. Antes tenía una sólida base
productiva-manufacturera y en la cima de esa pirámide se posicionaban las
ganancias financieras derivadas de las inversiones en la base productiva. En la
actualidad, la cima de productos financieros ―como bonos, acciones, derivados y
títulos de deuda― es mucho mayor que la base, ya casi inexistente gracias a
décadas de desindustrialización. Una reactivación económica en esas condiciones
es muy difícil, por no decir imposible.
Por
tanto, el imperialismo está en la búsqueda permanente de una base real de commodities
para su economía, como las tierras negras de Ucrania, el uranio de Níger, el
litio de Bolivia, el cobalto de la República Democrática del Congo y los 300
mil millones de barriles de petróleo de Venezuela. Y también vendrán por los 14
mil millones de barriles de petróleo del Presal, de Brasil.
Retomar
derroteros estratégicos
La
función histórica del progresismo ha sido la de contener la crisis del
capitalismo y su democracia liberal, no de transformarla. Por ello se dedica a
administrar el sistema existente, negociando y conciliando con todos: burguesía
y pobres, imperialistas y neocolonias. No profundiza las reformas o desafía las
injustas estructuras socioeconómicas de nuestros países, porque esa nunca ha
sido su función.
Al
ceder constantemente ante las exigencias y demandas de las burguesías locales y
el imperialismo, los progresismos se han tornado cada vez más conservadores,
débiles y pusilánimes, fáciles de manipular y chantajear, como ha hecho
Washington con Colombia y Brasil.
Creen,
ingenuamente, que si se portan bien con el imperialismo, el imperialismo se
portará bien con ellos.
El
progresismo sufre de una orfandad estratégica. Solo se dedica a sobrevivir la
coyuntura, sin mirar más allá del siguiente período electoral. Pero también
padece de ausencia de proyecto. No es capaz de percibir que la Revolución
Bolivariana intenta crear una democracia popular y participativa, un socialismo
comunal y comunitario, con aciertos y errores, pero ha tenido la audacia y la
valentía de intentarlo. Todo lo contrario,
el
progresismo se ha degenerado hasta el punto de llegar a ser un defensor casi
fanático de la institucionalidad liberal burguesa.
El
reordenamiento geopolítico global, donde se erosiona la hegemonía imperialista
en la transición hacia la multipolaridad, crea nuevas oportunidades para romper
con la subordinación neocolonial de nuestros países. Se abren ventanas de
oportunidad para que las naciones del Sur Global se liberen de su condición
histórica de subyugación al imperialismo. En el largo camino hacia un nuevo
ordenamiento mundial se pueden crear mejores condiciones para la construcción
de alternativas revolucionarias y socialistas y así lograr posicionarnos estratégicamente
frente al emergente orden geopolítico mundial. Para ello no hacen falta nuevos
ciclos progresistas, sino nuevos ciclos revolucionarios.
Esto
solo se logrará de manera unida, en bloque, como naciones hermanas
nuestroamericanas. Debemos retomar los derroteros estratégicos, superar el
coyunturalismo y asimilar, de una vez por todas, que el imperialismo es el
enemigo principal de todos los pueblos oprimidos del mundo, que contra él
debemos cerrar filas como pueblos hermanos y hermanas.
Aliarse
con Washington contra el hermano pueblo bolivariano, y en esta coyuntura global
tan singular, es un desacierto estratégico que solo servirá para retrasar la
emancipación de nuestros pueblos.
No son
tiempos de grises o medias tintas.
¡Con
Venezuela todo! ¡Sin Venezuela, nada!
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