“La transición socialista como
revolución cultural permanente”
Por Wilder Pérez Varona -
Filósofo e investigador del pensamiento cubano
Tomado de “Cuba Socialista”, revista cuatrimestral teórica y
política del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.
Por socialismo se han entendido y se entienden cosas muy
distintas, y la experiencia histórica ha sido tan diversa y contradictoria como
para avalar varios modos de entenderlo.
Este texto se centrará en exponer dos lógicas contrapuestas.
Una lógica de dominación capitalista frente a otra lógica de emancipación
social o socialista. Como corrobora la historia, estas lógicas no se excluyen,
sino que conviven en procesos anticapitalistas o sociedades de transición. El
orden del capital ha mostrado una capacidad impresionante para metabolizar las
resistencias y luchas emancipadoras. También ha demostrado ser incapaz de
impedir que esas resistencias y luchas se produzcan, una y otra vez, bajo
condiciones sociales concretas.
Para exponer tales lógicas antagónicas, haré abstracción de
aquellas condiciones que han hecho peculiar a nuestro proceso socialista.
(cubano)
·
I De acuerdo con una tradición de pensamiento cubano que, con
particular fuerza desde los años noventa
ha insistido sobre ello, propongo asumir la transición socialista como
un cambio o una revolución cultural permanente.
Los clásicos del marxismo referían un periodo de transición
al comunismo. Una sociedad en transición implica que no hay un tiempo social
homogéneo, uniforme, sino fracturado por distintos ritmos y dinámicas que
tensan el vínculo entre pasado y porvenir. Se trata de un periodo en que
coexisten y luchan entre sí lógicas, relaciones, instituciones, fuerzas
sociales, heredadas y reproducidas del capitalismo, con elementos y tendencias
que anuncian o prefiguran la futura sociedad comunista.
Por tanto, el socialismo no es un fin en sí mismo ni un modo
de producción específico: hay que pensarlo desde el comunismo. Sin embargo, el
comunismo posee esa tensión inevitable, que se aloja entre el orden del
presente y de la utopía. Marx creyó haberlo advertido en el movimiento real que
tiende a superar el orden del capital, surgido de sus propias contradicciones.
Al mismo tiempo, lo imaginó como un nuevo modo de vida basado en el trabajo
libre asociado, capaz de potenciar un desarrollo multilateral de la
subjetividad. Como brújula para las decisiones del presente, debe ser promovido
y fomentado aquí y ahora.
Ni siquiera desde el prisma del ideal, la transición puede
ser armoniosa. Si se trata de una sociedad atravesada por contradicciones y
luchas inevitables, no es posible pretender que esa transición pueda ser
planificada y pensada por etapas. Ello no significa que no deban existir
proyectos que orienten la transición. Deben existir múltiples proyectos y
programas de cambio. Como deben existir también fuerzas, mecanismos e
instituciones que confronten continuamente el proyecto de sociedad con la
marcha de los procesos reales, para lograr su rectificación, afinación,
mejoramiento.
Esta sociedad supone que los individuos, al tiempo que
cambian sus condiciones de vida, se cambien a sí mismos. Por tanto, el modo en
que se produce la subjetividad social debe estar en el centro de la reflexión.
Marx criticó al capitalismo, sobre todo, porque produce una subjetividad
deformada, porque subordina la ampliación de capacidades y necesidades humanas,
las propias condiciones de vida, a la valorización y acumulación de capital. El
poder burocrático que rigió en el socialismo real no fue una alternativa para
este problema. Más bien, reprodujo otra forma de dominación que pretendió
homogeneizar las necesidades de la sociedad, y ajustarlas a los objetivos y
programas establecidos para el sistema social.
·
II
Si el socialismo debe no solo oponerse al capitalismo, sino
superarlo y ser alternativa a ese sistema, se hacen necesarias interrogantes al
estilo de ¿qué se entiende por capitalismo? ¿qué capitalismo queremos superar?
Porque el modo en que demos respuesta a esas preguntas decide sobre lo que
podamos concebir, a su vez, como socialismo o transición socialista.
Sobre esta relación entre capitalismo y socialismo ha habido
dos grandes interpretaciones.
La más extendida, y que predominó en el llamado “campo socialista”,
entendió al capitalismo y al socialismo de un modo economicista. Por ello,
concibió la producción como producción de bienes materiales, y rechazó al
capitalismo porque implicaba una distribución injusta, en tanto desigual, de la
riqueza producida por la sociedad. La “expropiación de los expropiadores” fue
entendida como la estatización de los medios de producción. El viejo Estado
burgués debía ser desmantelado para construir un nuevo Estado proletario,
devenido “Estado de todo el pueblo”, que jugaría el papel de único sujeto de
esa reestructuración societal. La magnitud de la tarea y la deformación que
siglos de explotación había creado en las clases subordinadas, propiciaba la
concentración del poder en manos de una vanguardia política. A marcha forzada,
este grupo político profesional debió lograr cambios estructurales profundos
que permitieran eliminar las desigualdades en la distribución y, además,
aumentar la producción con el fin de lograr cuotas mayores de distribución. El
saldo que resultó de este proceso es conocido: el socialismo debía transformar
la esfera de la propiedad jurídica de los medios de producción para distribuir
el excedente social de un modo más justo e igualitario.
Si la clave era producir más para distribuir mejor, este
socialismo conjugaba un sistema de producción basado en la lógica de la
acumulación de valor con un sistema de distribución basado en principios de
justicia y humanismo. Esta síntesis resultó insostenible y condujo a una
restauración capitalista cuyas consecuencias aún padecemos.
Pero existe otra interpretación sobre el capitalismo y sobre
el socialismo. Esta interpretación no entiende al capitalismo solo, ni
principalmente, desde el ámbito de la distribución, sino como modo de
producción un. Un modo de producción es una forma de organizar la vida en
sociedad, de producir y reproducir determinadas relaciones sociales. El
capitalismo no es un sistema sólo económico, ni su lógica de reproducción puede
ser comprendida sólo a través de fórmulas y regularidades económicas.
La esencia del capitalismo es la mercantilización creciente
de todas las relaciones sociales. A lo largo de siglos ha ido tejiendo una red
globalizadora de relaciones sociales mercantilizadas, colocando cada dimensión
de la vida social en función y al servicio de producir plusvalor. Por tanto, el
capitalismo es un modo de producir nuestras necesidades materiales y
espirituales, las formas en que satisfacemos tales necesidades, las formas en
que nos representamos y valoramos a la sociedad y a nosotros mismos. Es un
fenómeno o proceso cultural, en el sentido más hondo del término.
Esta perspectiva no piensa al socialismo como continuidad de
la lógica de la producción capitalista, corregida o compensada por una lógica
de distribución diferente. Piensa al socialismo como superación de un sistema
de relaciones sociales que se autoproduce en forma enajenante, o sea, en forma
que escapa al control de la sociedad, de forma tal que crea individuos que
aceptan y se comportan como si tales condiciones fueran naturales.
Ya no se trata solo de una distribución más justa, o de
procurar condiciones para un acceso más igualitario a bienes y servicios, sino
de algo mucho más profundo y complejo: se trata de promover condiciones para
que los individuos sean cada vez más capaces de asumir el control colectivo
sobre sus condiciones de vida. Requiere socializar las relaciones de propiedad
y las relaciones de poder, pues son dos caras de un mismo proceso. Ello
significa potenciar el espacio público, realizar el precepto de que sólo puede
haber socialismo con democracia y sólo puede haber democracia con socialismo.
·
III
Esta transición es tan compleja que no puede ser realizada
por un solo agente, o un solo centro de poder que garantizaría la marcha del
proceso. Como regla, en todos los países donde los comunistas llegaron al
poder, la prioridad para la dirigencia política no ha sido disolver el aparato
de Estado, sino construir un Estado capaz de evitar la amenaza permanente de
sometimiento colonial o neocolonial, y de saldar viejas deudas sociales y el
retraso con respecto a los países industriales más avanzados. Sin embargo, esta
misma experiencia ha demostrado que el socialismo no puede estar centrado en el
Estado. “En sí y por sí mismo [el Estado] no sirve para garantizar la
desprofesionalización de la política, ni para garantizar la desburocratización
de los aparatos de control y toma de decisiones, ni para evitar la
autonomización de la clase política con respecto a las clases populares…”. Sin
duda, el Estado y las relaciones monetario-mercantiles son necesarias durante
la transición socialista, pero deben serlo cada vez menos. Pero no debemos
olvidar que todo Estado supone una institucionalización de relaciones de
dominación: a un tiempo socialización de principios organizativos de la vida
material y simbólica de la sociedad, y gestión monopolizada de tales bienes
comunes. De ahí que la transición socialista deba ser un proceso pluricéntrico,
en el que participen diversas fuerzas colectivas autoorganizadas, plenamente reconocidas
en dicha diversidad. La orientación y tendencia a hacer de la sociedad el
centro real del proceso socialista hace del mismo una subversión cultural, de
alcance civilizatorio.
Una de las razones que hace tan ardua esta transición es la
complejidad del proceso de trabajo. Marx criticó a la ciencia económica por
considerar al trabajo sólo como actividad económica. Su crítica de la economía
política investiga las formas, las dinámicas y las tendencias de desarrollo del
capital junto con sus consecuencias, que moldean espontáneamente nuestra
consciencia. A primera vista, las formas de valor como la mercancía o el
capital aparecen como cualidades de objetos. El dinero, por ejemplo, cumple su
función de permitir el intercambio de productos a escala universal únicamente
gracias a que sustituye el encuentro directo entre los productores, y a que
apela a una abstracción común de las cualidades concretas de los productos: el
trabajo humano abstracto. De modo que las relaciones sociales están mediadas
por una abstracción de la acción concreta de los productores, que adquiere
autonomía, validando y consagrando la separación entre ellos, que concurren al
intercambio como productores privados. Mediante este intercambio económico
tenemos entonces que los productos se han hecho independientes de nosotros, y
nos hemos convertido en apéndices de su proceso social de cambio y
valorización. Experimentamos así el poder de los productos sobre quienes los
han producido. Este poder paradójico es la esencia del capitalismo, y es a lo
que se refiere el concepto del carácter fetichista de las mercancías. Por
tanto, más que una actividad o una relación social en sí mismo, en el trabajo
los individuos producen el conjunto de relaciones sociales, se producen a sí
mismos, producen la subjetividad social (capacidades, representaciones,
afectos, necesidades, valores). Cultura y producción son dos conceptos
interrelacionados: se producen, reproducen, difunden y consumen objetos
culturales en cada ámbito de la actividad social. Los objetos producidos son
también, y, sobre todo, objetos culturales.
Por tanto, la transición socialista solo será exitosa si se
esfuerza en avanzar hacia la emancipación del trabajo. En rigor, no se trata de
una lucha contra la propiedad privada capitalista, sino de una lucha contra la
subordinación del trabajo al capital. Emancipar el trabajo es sustraerlo de
toda forma de dominación, de todo sometimiento a una lógica ajena a la
satisfacción de las necesidades de los trabajadores y de la sociedad.
Como sabemos, el papel de los “incentivos morales” y
“materiales” para aumentar la productividad de los trabajadores y su nivel de
conciencia, centralizó los debates políticos y científicos sobre el trabajo en
el socialismo. Se ha considerado mucho menos el papel que pueden desempeñar los
“incentivos políticos”, como el control democrático de la economía, en el que
los trabajadores mismos son los que controlan el proceso de trabajo. Desde esta
perspectiva, sólo si las personas participan y controlan su vida productiva
desarrollan un interés y un sentido de responsabilidad por lo que hacen para
ganarse la vida cotidianamente. Democratizar la producción, tanto la
intelectual como la propiamente material o económica, es un proceso
profundamente político, y por ello, cultural.
·
IV
Si entendemos por socialismo un proceso de socialización de
la propiedad y del poder, podemos comprender el sentido de una democratización
creciente de la sociedad.
El fracaso de las experiencias del socialismo real demostró
que, a contrapelo de lo que la izquierda creyó durante todo el siglo XX,
estatizar los grandes medios de producción no asegura instaurar un nuevo modo
de producción. Estatizar no es sinónimo de socialismo, no garantiza socializar
la producción, es decir, crear las condiciones para una autogestión
significativa a escala social, capaz de instituir un proceso socializador del
trabajo. Propiedad estatal no es sinónimo de propiedad social. La estatización
ha sido un momento necesario en los procesos históricos que se propusieron una
alternativa socialista. Pero tales procesos han mostrado que la estatización
puede conservar (y ha conservado de hecho) la separación entre la propiedad
jurídica sobre los medios de producción como bien público, respecto de la
apropiación y disposición del excedente, y respecto del control sobre el uso y
consumo de tales medios.
En su forma clásica, la propiedad privada capitalista
unifica tres cosas: a) la propiedad jurídica de los medios de producción; b) la
apropiación del excedente económico; y, c) el control directo e indirecto del
uso y consumo de los medios de producción. La estatización suspende la
propiedad jurídica, ahora, del Estado, que establece límites a la
discrecionalidad legal de los medios de producción, pero mantiene la apropiación
del excedente económico y el mando del proceso de trabajo separado y
paulatinamente enfrentado a los propios trabajadores. La apropiación del
excedente pasa ahora a decisión de los administradores del Estado que tienen
restricciones en cuanto a la discrecionalidad del uso y disposición de ese
excedente. Está sometido a controles sociales de los bienes públicos, pero, al
igual que el mando del proceso de producción, este sigue separado y
diferenciado de los propios trabajadores, con lo que las condiciones objetivas
de la enajenación del trabajo, la autonomización y el poder de los medios de
producción, del proceso de producción sobre el trabajador, núcleo de la forma
mercancía y del capitalismo, vuelven a reproducirse.
Por ello se necesita crear un sistema en expansión de
instituciones, espacios y prácticas que conduzcan a una creciente
desburocratización, es decir, que desarrolle formas de autogobierno colectivo,
formas autogestionarias de producción y propiedad. Que la descentralización y
la autonomía crecientes sean objetivos y tendencia reales del proceso
socialista.
Esta desburocratización no es posible si no se separan las
funciones del Estado y del Partido, pues de lo contrario produce ambigüedades
en la concepción y ejercicio efectivo de la soberanía. De ahí que se deba
alcanzar un equilibrio entre centralismo y democracia al interior del Partido,
y también fomentar una relación democrática entre el Partido y las demás
instituciones y espacios sociales.
Revolución ininterrumpida, democratización y socialización
crecientes, significan protagonismo de la sociedad civil. Pero no debemos
entender la sociedad civil en su acepción liberal predominante, sino en el
sentido que Gramsci concibió este concepto. En lugar de contraponer
mecánicamente la sociedad civil al Estado, se trata de una relación de
interpenetración entre ambos. La sociedad civil es entendida aquí como el
conjunto de estructuras e instituciones que condicionan la socialización y la
producción social como esfera de producción y reproducción de las
representaciones sociales. Por lo tanto, como punto de anclaje fundamental del
poder y espacio por excelencia de la lucha política.
Resumiendo, la transición socialista es un proceso cultural
porque implica una lucha constante por la creación de espacios, instituciones y
prácticas sociales contra-hegemónicos. Es decir, que sean antagónicos de
aquellos que han sustentado durante siglos el dominio del capital. Significa
subvertir continuamente el sentido común, lo que se ha considerado como
«natural» y «lógico». Significa potenciar el tránsito hacia una sociedad más
plural por inclusiva, de diferencias sociales jerárquicas a diferencias basadas
en el poder compartido, de igualdad en la diversidad.
·
V
Entender la transición socialista como socialización del
poder y la propiedad, y distinguirla de la gestión estatal del socialismo, no
se identifica con la propuesta neoliberal de debilitar el Estado. Ante
condiciones de dependencia histórica y frente a la necesidad de sostener la
soberanía nacional contra fuerzas hostiles de envergaduras tanto externas como
internas, que ha debido afrontar todo proceso socialista, ello sería suicida.
En cambio, se trata de enfatizar en la necesidad de legitimar el poder
revolucionario mediante la consolidación del autogobierno de la sociedad. La
transición socialista requiere de relaciones, luchas y aprendizajes
contradictorios, que la sola intervención estatal no puede garantizar, pero que
puede facilitar, apoyar y promover:
– organizaciones y asociaciones entre las clases y sectores
populares para la deliberación y gestión a todas las escalas de los asuntos
comunes de la sociedad;
– formas colectivas de control sobre los medios y el proceso
de producción por los trabajadores en los centros de trabajo, y su creciente
articulación con otros centros laborales, así como con las comunidades;
– una democratización permanente de las estructuras
estatales, de sus órganos de representación y participación, que apoye esos
procesos locales y comunitarios;
– una estabilidad económica que garantice las condiciones
básicas de vida, y que procure tiempo para tales aprendizajes colectivos.
Es un lugar común aducir que el socialismo histórico no ha
transitado según las premisas lógicas concebidas en el siglo XIX. Ha sido un
socialismo periférico al sistema capitalista mundial. De ahí el imperativo de
preservar la soberanía nacional y de crear las condiciones de cultura material
necesarias, de desarrollar las fuerzas productivas a fin de garantizar la
emancipación económica y tecnológica. Para este socialismo histórico el
proyecto moderno de civilización no puede resultar una herencia directa, pues
ha padecido su cara opuesta, ante la deformación causada por siglos de opresión
y explotación. Su desarrollismo o progresismo modernizador lo condujo a hacer
del Estado agente y garante por excelencia de tales metas progresistas. En
realidad, esta perspectiva socialista no puede desentenderse de concluir la
revolución anticolonial a todos los niveles, del mismo modo que la emancipación
social no puede ser desligada de la emancipación nacional.
Sin embargo, el ideal comunista, para existir más allá del
plano discursivo o utópico, requiere funcionar como herramienta efectiva para
conocer nuestros propios límites como sociedad, para reapropiarnos de nuestro
pasado y plantear de otro modo los problemas del presente.♦
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