Círculo de Lectura # 184 - Agosto de 2024
“En el 65 aniversario de la Casa de las
Américas"
Por: Jorge Fornet
28/4/2024 -Tomadas
de La Jiribilla
https://www.laiiribilla.cu/en-el-65-aniversario-de-la-casa-de-las-americas/
Se cumplen mañana
65 años de la fundación de la Casa de las Américas, cifra inimaginable para
quienes llegaron aquí en 1959 y a la que hoy aludimos como si se tratara de lo
más normal del mundo. Y aunque también nos parezca natural, no deja de resultar
sorprendente que entre las primeras medidas tomadas por el Gobierno
revolucionario, o mejor dicho, que entre las primeras medidas revolucionarias
tomadas por el nuevo Gobierno, estuviera la creación de la Casa, precedida por
la del ICAlC y la Imprenta Nacional. Todavía la Revolución no era plenamente la
Revolución, todavía Urrutia era presidente de la República y no se había
promulgado la Primera Ley de Reforma Agraria, y ya la cultura comenzaba a
levantarse sobre nuevas bases. En lo que respecta a la Casa, además, hay una
particularidad adicional. La fundación del ICAlC y de la Imprenta Nacional
eran, por decirlo así, previsibles; de hecho, suponía la consumación de viejos
anhelos, y ambos nacían como instrumentos para fomentar producciones concretas,
ya fuera de películas o de libros destinados al nuevo público que apenas
comenzaba a gestarse. La creación de la Casa, más abstracta en sus objetivos,
implicaba un acto de imaginación mayor, remitía a nociones como integración,
independencia, intercambio, comunidad, etcétera. Pronto se demostraría que
tales abstracciones arrojarían resultados tangibles.
A la entrada de
este edificio, al pie de la majestuosa escalera que nos conduce hasta aquí, se
lee: “Esta es la Casa de Haydee Santamaría”. No estaba escrito en ninguna parte
que el destino de aquella mujer excepcional, de escasos estudios formales y
vinculada desde la primera hora a la lucha revolucionaria (hermanada con Fidel
antes, incluso, de que fuera Fidel), pudiera estar asociado a cualquier idea de
lo que sería este lugar. Eso que, en gran medida gracias a ella, estaba a punto
de ocurrir en este sitio de misión incierta, nadie podía haberlo imaginado. Sin
embargo, muy pronto se fue dibujando el perfil de la institución, al que la
historia —o, más precisamente, la casi inmediata hostilidad de los gobiernos de
la región— obligó a pasar a la ofensiva.
Lo cierto es que
aunque el protagonismo de Haydee no ha sido disputado por nadie y que ella
sigue ocupando el lugar preeminente que le corresponde, es justo reconocer que
esta es también la Casa de Mariano, de Roberto, así como de los centenares y
centenares de trabajadores que —en un arco que va de figuras como Ezequiel
Martínez Estrada y Manuel Galich a los compañeros y compañeras de más modesta
responsabilidad— han contribuido a hacer de ella lo que es.
Esta es además,
como le gustaba repetir a la propia Haydee, la Casa de todos los intelectuales
y amigos que, desde cualquier punto del planeta, han tomado parte de un modo u
otro en este empeño, así como la de quienes durante décadas han recibido los
mensajes de la institución o se mantienen al tanto de su quehacer. Muchísimo
antes de que el universo digital nos permitiera multiplicar el número de
destinatarios, ya las publicaciones y la voz de Cuba llegaban, gracias al
trabajo de divulgación de la Casa, a miles de personas en noventa países de los
cinco continentes, las cuales no conocían de nuestra Isla más que una dirección
postal: Tercera y G, El Vedado.
Y desde luego, es
también la Casa de quienes asisten a las actividades que aquí se realizan, así
como de los estudiantes que han crecido entre las revistas y libros de nuestra
biblioteca. (Por cierto, ahora mismo se exhibe en la Galería Latinoamericana,
como parte de una peculiar exposición, el carnet de usuario de Roque Dalton).
No deja de ser, incluso, la Casa de los turistas que cada día se toman fotos a
la entrada, ante el nombre fundido en letras de bronce, simplemente para dar fe
de que pasaron por este lugar legendario.
Haber consolidado
un proyecto y un equipo capaz de llevarlo adelante, mucho más allá de su propia
desaparición física, es uno de los tantos méritos de Haydee. Las vidas de
quienes hoy hemos sido galardonados están atravesadas en mayor o menor medida
por su presencia y su pasión. Entre nosotros hay quienes tuvieron el privilegio
de trabajar durante años a su lado; otros pudieron conocerla y llevar adelante
encargos que la involucraban. Sin embargo, la mayoría de los presentes, incluso
entre los condecorados, nunca la vieron en persona. No importa: a unos y otras
los une la fidelidad a eso que Mariano solía llamar el espíritu de la Casa, esa
vocación propia de quienes trabajan aquí, debida no a un feliz azar, sino a un compromiso
heredado de generación en generación.
Me permito la
libertad y la osadía de hablar como parte de quienes reciben hoy las medallas
Haydee Santamaría y Alejo Carpentier, y la Distinción por la Cultura Nacional,
simplemente para expresar el agradecimiento de todas y todos, porque sé que
estar hoy ante este Árbol de la vida que nos acompaña y simboliza desde hace
medio siglo, es un orgullo compartido. Cuando la medalla que lleva el nombre de
nuestra fundadora fue entregada por primera vez en 1989 (mañana se cumplirán
exactamente 35 años), Mario Benedetti tuvo a su cargo las palabras de
agradecimiento en representación de aquel grupo extraordinario. Años después
evocaría a Haydee, al decir que ella “enriqueció mi vida cuando trabajábamos
juntos”, y que “[e]n las conversaciones con que matizábamos el trabajo [...]
habrían de madurar (al amparo de Martí, a quien ambos admirábamos) mis
opiniones sobre el papel del escritor y el artista latinoamericanos ante su
pueblo y ante sí mismos. Ella lo tenía bien claro, e irradiaba esa claridad”.
Al influjo de esa misma claridad hemos crecido.
Aunque la Casa
nació oficialmente el 28 de abril, su primera actividad pública — como es
sabido— tuvo lugar poco más de dos meses después, el 4 de julio, con un
concierto de dos músicos estadunidenses. Ese gesto parecería coherente con el
espíritu panamericanista de las instituciones que habían coexistido hasta poco
antes en este edificio y con el propio nombre de la recién nacida. Pero para
entender el proceso que estaba teniendo lugar tanto en el país como dentro de
estas paredes, ese hecho debe ser contrastado con lo ocurrido apenas veinte
días después, cuando la Casa fue inundada por un nuevo y protagónico sujeto.
Un mes antes de
que ello ocurriera, desde Caracas, Alejo Carpentier había publicado en su
sección Letra y solfa, de El Nacional, un artículo en el que adelantaba:
“pronto, 50 000 guajiros a caballo, con sus sombreros de guano, sus guayaberas,
zapatos de vaqueta, mochilas y machetes, desfilarán —¡oh, manes del Cucalambé!—
por las calles de esta jubilosa Habana de 1959, ciudad que no asistió a
parecido espectáculo desde la entrada del chino Máximo Gómez, en los albores de
la República”. Centenares de aquellos guajiros descritos por Carpentier pasaron
por aquí. Una fotografía mucho menos célebre que El Quijote de la farola, de
Korda, pero no menos evocadora, los muestra comiendo en esta misma sala; en
otra, mezclada con ellos, aparece Haydee. No se entiende la tarea que la Casa
estaba comenzando a asumir, si se pasa por alto que parte de su sentido fue
integrarse de manera orgánica a la convulsión revolucionaria, y expandir el
alcance de sus destinatarios.
Coincidiendo, por
cierto, con la llegada de los guajiros a La Habana anunciada en sus palabras,
Carpentier regresó definitivamente a Cuba justo a tiempo para ser testigo de la
primera celebración popular del 26 de julio. De inmediato se involucró en la
vida cultural del país y entre las primeras tareas que asumió estuvo su
decisivo aporte en la concepción y organización de nuestro Premio Literario. Y
fue tal la eficacia del concurso, que apenas un año después de iniciado, en el
discurso que pronunciara en la Conferencia de Punta del Este en 1961, el Che lo
mencionaría como prueba y ejemplo del modo en que Cuba propiciaba la “exaltación
del patrimonio cultural de nuestra América Latina”. Desde entonces y hasta su
muerte, Carpentier permanecería vinculado a la Casa. De manera que, para
algunos de nosotros, recibir aquí la medalla que lleva su nombre entraña un
inmenso honor.
Si bien la Casa de las Américas adquirió muy pronto vida y
personalidad propias, ella expresó, en el plano de la cultura, preocupaciones y
miradas afines al proyecto político de la Revolución cubana. Roberto Fernández
Retamar resumió en cierta ocasión su logro mayor:
Si alguna cualidad positiva tiene la Casa que Haydee hizo,
la Casa de las Américas, es la de ofrecerse como sitio de encuentro de dos
líneas poderosas que atraviesan la gran nación aún despedazada que somos: la
línea que reclama nuestra plena independencia y nuestra integración (es la
línea de Bolívar, Sandino, Fidel o el Che), y la que, con pareja energía, anda
en busca de nuestra expresión, para usar términos clásicos de Pedro Henríquez
Ureña: una expresión que ya empezó a ser nuestra en viejas piezas y músicas, en
el Inca Garcilaso, en Sor Juana, en el Aleijadinho. Allí donde ambas líneas se
fusionan, arden obras mayores, a la cabeza de las cuales se encuentra la de
José Martí.
Años antes, un
crítico como Emir Rodríguez Monegal —a quien no es fácil acusar de simpatizante
de la Revolución ni de la Casa—, reconocía el papel de ambas en el desarrollo
del llamado boom de la narrativa latinoamericana: “A veces se olvida [...] que
el triunfo de la Revolución Cubana es uno de los factores determinantes del
boom”, expresaba, para añadir luego que las circunstancias políticas
proyectaron al centro del ruedo internacional a la Isla y, con ella, a todo el
continente. Además de afirmar que el gobierno cubano “asume una posición
cultural decisiva y que tendrá incalculables beneficios para toda América
Latina”, Monegal reconocía que la Casa de las Américas, “por algunos años se
convertirá en el centro revolucionario de la cultura latinoamericana”, gracias
a su revista, su Premio y sus libros.
Abro un pequeño
paréntesis para recordar que desde sus inicios la Casa desbordó su misión
cultural y nuestra área geográfica para volcarse, además, en compromisos
políticos como el apoyo a Vietnam y a la descolonización de África en los años
sesenta y setenta, o a Palestina ahora mismo. También ha sido notable su
respaldo a causas humanitarias. Tenemos un temprano y curioso testimonio de
esta solidaridad (cierto que un testimonio algo irritado), gracias a una carta
del crítico Manuel Pedro González dirigida a Portuondo, entonces embajador en
México. Escrita desde el Hotel Presidente, según presumo, está fechada el 26 de
mayo de 1960, cuatro días después de que un devastador terremoto asolara Chile.
Aunque la carta se extiende por varios párrafos, comienza así: “Querido José Antonio:
// Dudo que pueda terminar estas líneas. A dos cuadras, en la Casa de las
Américas, frente a mi ventana, han instalado un alto —altísimo— parlante
demandando ayuda para las víctimas de Chile y es difícil concentrarse. Trataré
de hacerlo”. Si bien no solemos asociar a la Casa con el bullicio urbano, del
que más bien es víctima, la anécdota da fe de cierta temprana ruptura del orden
cuando la ocasión lo ameritaba.
Pero volviendo a
nuestro tema esencial, para que esta institución llegara a ser lo que es, contó
desde sus inicios con la participación entusiasta y la colaboración generosa de
escritores, artistas y, más adelante, de instituciones de esta y de otras
regiones. Unos y otras contribuyeron de manera decisiva al alto grado de
excelencia y la repercusión internacional de este dinámico centro, tanto como a
cimentar un patrimonio artístico, documental, sonoro, bibliográfico y editorial
de enorme valor. A tal punto la Casa ha desarrollado una intensa labor en el
campo de la literatura, la música, el teatro y las artes plásticas, por la que
es reconocida internacionalmente, que a veces se olvida que ha sido también un
punto de referencia para el pensamiento latinoamericano y caribeño; e incluso
el producido en sitios lejanos y en otras lenguas, como el que durante décadas
encontró un centro irradiador, desde la Casa, en la revista Criterios,
realizada por Desiderio Navarro. Y ha sido, al mismo tiempo, un puente y lugar
de encuentro en el que se han tejido, a lo largo de estas décadas, importantes
redes intelectuales y profundos afectos. El propio Benedetti, al volver de Cuba
después de su primer viaje a la Isla en 1966, le escribió a Retamar una primera
carta en la que confesaba: “ustedes tienen un modo muy particular de invadirle
a uno el corazón y hacer que uno sienta, a los pocos días de haber llegado, la
confianza y la alegría de una amistad sólidamente cimentada”; y añadía: “desde
ahora todo ese mundo es también un poco el mío”.
Intentaré evitar,
sin embargo, sucumbir a la embriaguez de la nostalgia, dado que es fácil en un
caso como este echar mano a una historia y unos colaboradores excepcionales que
justificarían por sí mismos la labor de la institución, cuando lo importante es
ver un proceso, entender sus claves y evaluar su pertinencia en el mundo de
hoy. Aun así, no puedo desentenderme del hecho de que por estas salas y
pasillos han andado millares de los hombres y mujeres más notables de la
literatura, las artes y la reflexión en la América Latina y el Caribe, y
también de otros continentes, incluidos premios Nobel que todavía no lo eran
como Asturias, Neruda, García Márquez, Soyinka, Cela, Darío Fo, Saramago y
Vargas Llosa. De la relación con esos miles queda un aluvión de cartas que
rebasan su enorme valor como manuscritos para dar fe de una época llena de
pasión y de contradicciones. Por eso nos pareció involuntariamente gracioso que
el año pasado, con motivo del centenario del escritor italiano Italo Calvino,
alguien sugiriera colocar en algún lugar visible de este singular edificio una
de esas placas en las que se lee: “Aquí estuvo...” o “Por aquí pasó.”, para
señalar que la Casa fue uno de esos sitios importantes vinculados con el
escritor. Aquella era una petición irrealizable porque antes hubiéramos tenido
que tapizar las paredes del edificio, de arriba a abajo, con miles de placas
similares.
Junto a ellos, por
supuesto, también han recorrido estos espacios Martín Fierro y Blas Cubas, Doña
Bárbara y Pedro Páramo, Ti Noel y Caliban, José Cemí y el Macho Camacho,
Juanito Laguna y Ramona Montiel, Santa Juana de América y el Pagador de
promesas, la Maga y Aureliano Buendía, Amanda y Manuel, Mafalda y Anansi,
Beatriz Viterbo y Arturo Belano, así como tantísimos personajes más que nos
siguen acompañando.
Otros visitantes
han encontrado en la Casa un lugar de referencia a la hora de generar proyectos
similares. En 1988 el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro llegó a Cuba como
parte del propósito que lo llevó a otros países latinoamericanos: establecer o
afianzar contactos y conseguir colecciones de arte popular, libros, discos y
películas para el acervo del naciente Memorial de América Latina, que pronto se
fundaría en Sao Paulo. En esa ocasión, acompañado de Eliseo Diego, visitó la
Casa para formalizar la relación entre ella y el Memorial. La carta que le
escribió a Retamar a su regreso a Río de Janeiro, no tiene desperdicio.
Comienza con una humorada no muy adecuada a la sensibilidad de hoy, que alude a
las muchas y eficientes mujeres que trabajaban en la Casa (a las que el pintor
chileno Roberto Matta llamaba «las Casadas de las Américas»); no obstante la
repetiré, porque está escrita desde el cariño, y porque varias de las aludidas
se encuentran entre las galardonadas: “Fueron lindos mis días en Cuba. Les
agradezco mucho a ti y a tu extraordinario equipo. ¿No quieres prestarme a tus
muchachas? Con ellas aquí, el Memorial de América Latina podría incluso
funcionar”.
El propio Matta
había llegado a La Habana un cuarto de siglo antes, en febrero de 1963,
invitado por la Casa. En aquel productivo viaje de varias semanas, realizó Cuba
es la capital, el mural que desde entonces se encuentra a la entrada de este
edificio. Al reseñar la visita, Edmundo Desnoes recordaría que cuando Matta
llegó apenas habían transcurrido “cinco meses del bloqueo naval con el que Estados
Unidos pretendió asfixiarnos”, lo que provocó escasez de materiales para los
artistas, de modo que el pintor decidió emplear cal y “la propia tierra cubana”
extraída del jardín. Contaría entonces Matta que Eusebio, el trabajador de la
Casa que le llevaba los cubos llenos de tierra, le dijo que eso nunca se había
visto en Cuba: “Sentí que yo [añadiría Matta] estaba abriendo una visión a otro
hombre, quitándole prejuicios, mostrándole posibilidades”.
Por esas mismas
fechas se encontraba entre nosotros, como jurado del Premio Literario, Julio
Cortázar. Aquel viaje, confesaría después, cambió su vida y le permitió cobrar
conciencia de su condición latinoamericana. En la única carta escrita desde La
Habana esa vez, dirigida a su amigo Eduardo Jonquiéres y fechada el 22 de
enero, le cuenta: “No te escribo largo porque la Casa de las Américas no me
deja” por los compromisos y las “montañas de libros y revistas” que le
entregaba. Promete hablarle más adelante sobre la Revolución, pero comenta el
frenesí de los intelectuales cubanos “trabajando como locos, alfabetizando y
dirigiendo teatro y saliendo al campo a conocer los problemas... Huelga decirte
que me siento viejo, reseco, francés al lado de ellos”. Cortázar, que no tiene
un pelo de ingenuo, añade: “no cierro los ojos a las contrapartidas, pero no
son nada frente a la hermosura de este son entero de verdad”. Y da fe,
entonces, del difícil momento que le correspondió ver: “Qué tipos, che, qué
pueblo increíble. El bloqueo es mostruoso. No hay remedios, ni siquiera unas
pastillas para la garganta. Se hacen prodigios para combinar el arroz con los
boniatos y los boniatos con el arroz”.
Al recordar esos
otros momentos escarpados, no puedo pasar por alto que vivimos tiempos
particularmente difíciles, en los que no solo nos asedian carencias materiales
de todo tipo y que el bloqueo (aquel mismo bloqueo) sigue en pie, sino también
la fatiga propia de la batalla que se alarga. Por si fuera poco, el horizonte
latinoamericano, para no hablar del mundial, vive días turbulentos. Es grato y
es cómodo el trabajo de la Casa con el viento a favor, cuando —por ejemplo— la
mayor parte de los gobiernos de la región sintonizan con la aspiración de la
unidad, y se facilita el intercambio de ideas. En tiempos de crisis y de gobiernos
que explícitamente intentan dinamitar la noción misma de unidad latinoamericana
y caribeña, ese trabajo es más difícil pero también más necesario.
El ya citado
Carpentier comentó que todo escritor y todo artista se ha preguntado alguna vez
qué sentido tiene su trabajo creativo. En un mundo en el que existe tal
cantidad de obras extraordinarias que no alcanza la vida de una persona para
abarcarlas, ¿qué razón tiene perseverar en la tarea? Seguramente a buena parte
de nosotros —en tanto representantes de una institución— nos ha asaltado una
pregunta similar. Pero entonces se hace inevitable pensar que aún somos
necesarios porque el arte y la literatura llevan en sí la curiosa paradoja de
que nos sustraen del mundo para permitirnos entenderlo y entendernos mejor;
porque el pensamiento puede angustiarnos a la vez que nos hace más libres, y
porque la Casa debe seguir siendo una alternativa a lo que parece ser el
sentido común de nuestro tiempo. Hay, a la vez, llamados de los que no podemos
apartarnos, como el hecho —pongamos por caso— de que se cumplirá en diciembre
el bicentenario de la batalla de Ayacucho, que selló la independencia
hispanoamericana en territorio continental, y nos corresponde conmemorarlo,
puesto que se trata de un hito (también cultural) en la larga historia que nos
ha traído hasta aquí. Y en medio de la incertidumbre uno recuerda las ocasiones
en que, por falta de recursos, en lugar de detener el trabajo, otros han echado
mano a la tierra que nos rodea, tanto en el sentido concreto que supieron
otorgarle Matta y Eusebio, como en el metafórico que le daban nuestros mambises
al decir que también la tierra pelea.
Más de una vez he
pensado que el principal defecto de la Casa de las Américas es quizá su mayor
virtud: la ambición permanente, su irrefrenable vocación de ir siempre más allá
y desbordar fronteras. No me refiero a esa recurrente inclinación a enlazar
opuestos, como transitar sin tropiezos —para atenernos a un ilustrativo ejemplo
de 1967— entre dos momentos excepcionales y diversos de la creación poética: de
la celebración del Encuentro con Rubén Darío, homenaje a uno de los mayores
poetas de la lengua, a la realización del Encuentro de la Canción Protesta, al
cual debemos, por un lado, la imagen de la rosa y de la espina diseñada por Rotsgaard
(quizás el más reproducido de los carteles culturales cubanos), y, por otro, el
nacimiento pocos años más tarde del Movimiento de la Nueva Trova. Pero no me
refiero a eso, repito, sino a algo más programático.
Ayer mismo
clausuramos un Premio concebido originalmente para escritores hispanoamericanos
en los géneros literarios tradicionales. Era fácil acomodarse a ello y sostener
el interés de los concursantes sin arriesgar nada. Pero pronto la Casa quiso
más: incluir a los autores de Brasil, adoptar el género testimonio (decisión
que provocó estas palabras de Rodolfo Walsh: “creo un gran acierto de la Casa
de las Américas haber incorporado el género testimonio al concurso anual. Es la
primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación
popular”), convocar la literatura para niños y jóvenes, asimilar a los autores
caribeños no solo en las lenguas de las metrópolis sino también en los creoles
de la región, aceptar como propios a los latinos residentes en los Estados
Unidos, poner el foco en mujeres, negros, pueblos originarios. Y así
sucesivamente, en una lógica que se repite en cada área de la Casa, en sus
eventos y publicaciones. ¿Qué sentido tiene tanta locura? Pues esa locura forma
parte de la capacidad de la Casa para fundar y reinventarse sin dejar de ser
fiel a sí misma, y de su afán de redefinir y extender el concepto mismo de
nuestra América, y de quienes hacen su cultura y su historia, más allá de los
excluyentes límites que han pretendido imponérsele.
Hace exactamente
treinta años, es decir, en 1994, se produjo en la Casa un inusitado recambio
generacional. Por acuerdo colectivo, cuatro compañeras y un compañero que
ocupaban cargos de dirección tuvieron la visión y la generosidad de dar un paso
al lado y emprender nuevas tareas dentro de la Casa; cuatro de ellos, por
cierto, están siendo distinguidos esta mañana. En su lugar, cinco jóvenes
nacidos, y sobre todo nacidas, en los años sesenta, y que por lo tanto son más
jóvenes que la Casa misma, pasaron a ocupar las direcciones de Artes Plásticas,
Biblioteca, Administración, Prensa y el Centro de Investigaciones Literarias.
Esa apelación a
los jóvenes no era nueva. Protagonista del entusiasmo generado por la
Revolución, era lógico que la Casa lograra nuclear a la mayor parte de las figuras
que, en los años sesenta, estaban realizando lo mejor de la cultura del
momento. Un desafío mayor significaba mantener el contacto y la capacidad de
convocatoria entre quienes entonces apenas comenzaban a dar sus primeros pasos
en el ámbito cultural. Consecuencia de tal desafío fue la celebración del
Encuentro de Jóvenes Artistas Latinoamericanos y del Caribe celebrado en 1983,
que convocó a escritores, artistas y científicos sociales, y que, visto en
perspectiva, fue el antecedente más obvio del espacio Casa Tomada.
Cinco años después
de aquella renovación generacional, al pronunciar las palabras inaugurales del
Premio Literario de 1999, Retamar formulaba preguntas que, naturalmente, iban
mucho más allá de preocupaciones sobre el concurso mismo:
¿qué van a hacer los jóvenes con el Premio Casa de las
Américas? ¿Quedará como está? ¿Desaparecerá, entendiéndose que su misión ha
sido cumplida? ¿Encontrará maneras creadoras de seguir prestando servicios?
[...] Hago estas preguntas en un momento de madurez de nuestro Premio y de
nuestra Casa. Y, como he dicho, no anticipo contestaciones. Es más: quiero
dejar las preguntas en el aire, con la certidumbre de que serán bien
respondidas. Si hemos sabido ser los mismos y otros, si hemos vivido y
sobrevivido a través de pruebas a menudo bien complejas, tropezando y volviendo
a encontrar el paso, tenemos derecho a la confianza. Tenemos más: el derecho, y
probablemente el deber, de volver a empezar.
Ha transcurrido un
cuarto de siglo desde entonces. El hecho de que estemos hoy aquí significa que
aquellas preguntas fueron bien respondidas y las preocupaciones encontraron
adecuado cauce. Pero unas y otras se renuevan permanentemente, de manera que
siguen en pie y toca a los jóvenes de hoy no olvidarlas. Como no debe olvidarse
que la historia de la Casa puede ser contada como un relato de sucesos felices
(más aún porque la ocasión celebratoria lo propicia), pero que también ha sido
un campo de batalla erizado de pasiones y tensiones de todo tipo, donde
estallaban polémicas y colisionaban puntos de vista, como inevitable corolario
de su permanente toma de posición.
Premios,
coloquios, exposiciones, conciertos, lecturas, debates, ediciones y
espectáculos teatrales continúan con su perseverancia habitual. Escritores,
artistas, pensadores y activistas de todos los sitios siguen viniendo a ella,
habitándola y reconociéndola como propia. Son los hechos cotidianos que hacen
de la Casa de las Américas lo que es. Mucho menos cotidiano y sí más
excepcional es lo que está ocurriendo esta mañana. Deseo reiterar el
agradecimiento de quienes hemos sido condecorados hoy. A todas y todos nos une
el profundo vínculo con este sitio; el motivo que nos convoca permite
reconocernos como miembros de la enorme familia de quienes, a partir de 1959,
han sido tocados de un modo u otro por la Casa de las Américas, desde su
inolvidable fundadora, hasta los hijos y nietos de aquellos guajiros que una
vez, hace casi 65 años, inundaron esta sala.
Quiero concluir
recordando que fue aquí mismo, en este sitio de la ciudad en que se erige el
edificio que desde 1959 ocupa nuestra institución, donde se levantó la antena
de 57 metros de altura que, a principios de 1905 y por primera vez en la
historia de la humanidad, permitió realizar una conexión inalámbrica entre dos
países, al enlazar a La Habana con Cayo Hueso, como preámbulo de sucesivas
conexiones con estaciones de México, Puerto Rico y Panamá. Es difícil no
sentirse tentado a leer el azaroso acontecimiento como una señal del destino
porque la Casa de las Américas ha sido precisamente eso, una enorme antena para
comunicarse con el mundo. Es un fortuito acto de justicia, entonces, que aquí
donde nació una nueva forma universal de conectarse, creciera también una
institución que hizo de ese propósito parte del sentido de su existencia.
*Palabras
pronunciadas por Jorge Fornet con motivo del 65 aniversario de la Casa de las
Américas. Sala Che Guevara, 27 de abril de 2024.
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