Un
mundo llamado Alejo
Roberto
Méndez Martínez – Cubadebate - 25 diciembre 2024.
Todavía
recuerdo el momento en que retiré aquel ejemplar de cubierta azul intenso de la
biblioteca de mi padre. Era adolescente y estaba descubriendo el mundo de la
literatura. Aquella modesta edición de El reino de este mundo que leí de
asombro en asombro me descubrió un nuevo modo de narrar, muy diferente al
de los autores románticos, costumbristas o realistas que ya conocía. Iba
adentrándome en la historia de Haití, pero no con el didactismo o el fárrago de
datos de otros autores, sino a través de una fabulación alucinante: las
metamorfosis de Mackandal; la construcción de la ciudadela La Ferriere, cuya
argamasa llevaba sangre de toros para hacerla invencible; la corte de
Christophe con su estilo operático y hasta el delirio de Solimán cuando
descubre en Roma que su antigua ama Paulina Bonaparte se ha convertido en la
fría Venus de Cánova. De una vez, sin necesidad de teorías, había descubierto
“lo real maravilloso”.
Así
entró en mi vida Alejo Carpentier, alguien a quien nunca vi, pero con quien
compartía y comparto más de una pasión: la de la novela totalizadora, en la que
caben todos los demás géneros, desde el ensayo hasta la poesía y la de la
música, arte que él supo cultivar como pocos, no solo porque pudiera leer
partituras y ejecutar obras al piano sino porque conocía su historia y sus
obras fundamentales al dedillo.
Nunca
lo leí de manera ordenada. Me iba llegando en oleadas, con piezas que hallaba
aquí y allá. Viaje a la semilla me fascinó, no solo por su inversión del
tiempo que hacia viajar al protagonista desde el olvido a la muerte y desde
allí hasta la disolución en el seno materno, otro olvido, sino por su homenaje
a la cultura de la Cuba colonial, su minuciosa reconstrucción de la vida y
costumbres de una familia de la nobleza criolla en el siglo XIX. Después, según
pude irlos hallando en librerías fui sumergiéndome en El acoso, ese relato
donde la Sinfonía heroica de Beethoven ejecutada en un concierto del Auditorium
es el pretexto para mostrar los azarosos días de un antihéroe, un delator de conspiradores
contra la dictadura de Gerardo Machado.
Si
bien, desde la primera lectura consideré El siglo de las luces una novela
perfecta, confieso que mi verdadera pasión, desde los años de preuniversitario,
vino a concentrarse en dos obras muy distintas pero llenas de secretos
vínculos: Los pasos perdidos, con su contrapunto entre el tiempo europeo,
fatigado por guerras mundiales y movimientos artísticos que se agotaban, y el
de América, marcado a la vez por el pasado remoto de sus culturas autóctonas y
por el promisorio deber de imponer su sello diverso al mundo; y por otro lado
Concierto barroco, ese divertimento sobre el que he vuelto muchas veces, con
sus conciertos de Vivaldi, su ópera Montezuma y hasta el desayuno en el
cementerio de Venecia donde él junto a Handel y Scarlatti juzgan desde su siglo
a personajes muy posteriores como Stravinski. En Alejo, felizmente las
teorías se convertían en novelas fabulosas y no al revés.
Recuerdo
que hará un poco más de cuarenta años el público lector cubano estaba dividido
entre los que disfrutaban como yo de la escritura del creador de El recurso del
método y aseguraban aprender muchísimo con su redescubrimiento del mundo
americano siempre en contrapunto con el resto del universo y los que de manera
discreta o escandalosa aseguraban que era “un pedante”, “un autor que solo
se puede leer con el diccionario al lado” o sencillamente alguien extraño a
la literatura de nuestra tierra, “un afrancesado”. El tiempo ha puesto las
cosas en su sitio. Carpentier, nacido en Lausana y que llegó a la Isla tras un
periplo que incluyó Bakú y París, aunque viviera parte de su vida en la Ciudad
Luz y otra en Caracas, eligió a Cuba como su patria y le dejó como legado una
obra sin la que no se entendería a cabalidad la cultura de nuestro siglo XX. A
mi juicio es una de las dos figuras máximas de la primera generación de
vanguardia, junto a Nicolás Guillén.
Hay una
zona de su creación que solo en años recientes ha comenzado a conocerse y
aquilatarse como es debido: su periodismo. Sabemos que llegó a ese adictivo
oficio en la adolescencia, por urgencias económicas. Comenzó por escribir
reseñas de libros y luego fue crítico de teatro, comentarista de las temporadas
de ópera que organizaba el empresario Adolfo Bracale en el Teatro Nacional y
divulgador de la obra de autores musicales como Wgner y Debussy.
Lo admirable en el periodismo de Carpentier es que, aunque casi siempre haya
tenido que escribirlo con urgencia y desprenderse del texto tras una somera
revisión, no hay página suya donde la información novedosa esté acompañada por
un personal juicio crítico y un estilo elegante que demuestra desde temprano un
singular dominio del idioma. Era un periodismo que informaba y a la vez
educaba y lo hacía desde la belleza.
En los
años que estuvo en París, exiliado tras su prisión por la dictadura machadista,
colaboró de manera continua con varias publicaciones cubanas. Son relevantes
los artículos que envió a Social, la revista del miembro del Grupo Minorista,
caricaturista, animador cultural y hombre mundano Conrado Massaguer. Se suponía
que la revista se financiaba no solo por sus anuncios, sino porque muchos de
sus lectores eran miembros de la alta sociedad habanera y quería verse retratados
en sus páginas, como asistentes a bailes de máscaras, regatas y eventos
benéficos. El escritor lo sabía y empleaba estrategias y por ejemplo, si se
estrenaba una partitura importante en la Ópera de París, como excelente
camarógrafo, hacía primero un paneo del público que ascendía por la gran
escalera y se detenía después en el “grand foyer”, detallaba el modo en que
algunas mujeres vestían, señalaba algunas de las firmas de alta costura que
diseñaron aquellos atuendos y no olvidaba referirse a ciertos adornos, joyas y
perfumes, antes de entrar en la sala y contemplar desde un palco la ópera, el
ballet, la cantata, que era capaz de hacer revivir al lector, sin tecnicismos
pero con una plasticidad superior a la de los críticos habituales.
Gracias
a él los cubanos más cercanos al mundo cultural pudieron saber por primera vez
de los Ballets de Diaguilev, de las escandalosas composiciones de Stravinski,
Enesco, Varése, así como de la pintura de Picasso, sin olvidar los triunfos
parisinos de los cubanos Wifredo Lam y Eduardo Abela. Estaba en todas partes,
lo sabía todo, escribía no como gacetillero sino como artista. Años más tarde,
sostuvo por muchos años la columna Letra y solfa en El Nacional de Caracas. La
mayoría de esos textos han sido recogidos en libros y sorprende al leerlos su
frescura, su madurez, la pertinencia de sus juicios cuando lo mismo juzga una
novela de Herman Broch, una obra tardía Stravinski, los cuadros de madurez de
Picasso o una temporada del Ballet Alicia Alonso en Venezuela. Era un
comunicador por excelencia, sabía elogiar pero también señalar con habilidad
las limitaciones, las fallas de una obra o artista e iba siempre hacia las
creaciones sustanciales.
Cuando
revisamos su copiosa obra no solo nos sorprende su labor de edificador en la narrativa,
en la que no solo hay novelas monumentales sino cuentos de excelente factura
como los del volumen Guerra del tiempo. Junto a eso su periodismo ocupa varios
tomos que siguen siendo un desafío educativo para los que hoy se forman en ese
quehacer y aun habría que hacer espacio para el ensayista. Un libro como
Tientos y diferencias, es grande aunque no sea voluminoso: allí está esa página
tan especial sobre el escultor Alexander Calder y el texto que escribiera para
el reportaje fotográfico La ciudad de las columnas, uno de sus grandes
homenajes a La Habana, que puede leerse como un ensayo independiente si se
separa de las fotos de Paolo Gasparini que lo motivaron.
En un
principio, en casas de sólida traza, un tanto toscas en su aspecto exterior,
como la que se encuentra frente a la Catedral de La Habana, pareció la columna
cosa de refinamiento íntimo, destinada a sostener las arcadas de soportales
interiores. Y era lógico que así fuera -salvo en lo que se refería a la misma
Plaza de la Catedral, a la Plaza Vieja, a la plaza donde se alzaban los
edificios destinados a la administración de la isla- en ciudad cuyas calles
eran tenidas en voluntaria angostura, propiciadora de sombras, donde ni los
crepúsculos ni los amaneceres enceguecían a los transeúntes, arrojándoles
demasiado sol en la cara. Así, en muchos viejos palacios habaneros, en algunas
ricas mansiones que aún han conservado su traza original, la columna es elemento
de decoración interior, lujo y adorno, antes de los días del siglo XIX, en
que la columna se arrojara a la calle y creara -aun en días de decadencia
arquitectónica evidente- una de las más singulares constantes del estilo
habanero: la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de
columnas, selva de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas
en tal demasía.
Y junto
a tal riqueza barroca están sus reflexiones sobre la novela americana, su
“teoría de los contextos”, su mirada a Cuba unida a los detalles recogidos en
diversos puntos del mundo como viajero infatigable.
Y
todavía, después de tantas páginas notables quedaría a un lector acucioso
acercarse a un libro como La música en Cuba, que primero fue un encargo de la
editorial Fondo de Cultura Económica pero fue el punto de arrancada del
musicólogo para investigar a fondo las raíces de ese arte en la Isla lo que le
permitió descubrir en los archivos de la catedral de Santiago de Cuba las
partituras de Esteban Salas y hallar en ellas la ejecutoria del primer
compositor cubano de relieve. Allí están las sustanciosas valoraciones
sobre sus contemporáneos y amigos, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla,
voces musicales de la vanguardia por excelencia y juicios sobre autores aun no
consagrados como Gisela Hernández y Harold Gramatges. Más allá de cualquier
limitación que pueda señalarse hoy a esta obra, es un libro de referencia
imprescindible.
El
Alejo de los últimos años de su existencia, Consejero cultural de la embajada
de Cuba en Francia, conferencista privilegiado por el mundo académico de Europa
y América, novelista multipremiado, articulista de lujo en grandes órganos de
prensa, era además un hombre memorioso. En esa clave me gusta leer La
consagración de la primavera, que tal vez no sea su novela más perfecta pero en
ella se mezclan el protagonista y el narrador en las andanzas por La Habana,
Madrid, París, la música del son oriental con los compases salvajes del ballet
de Stravinski que le da título, la Guerra Civil española y el desarrollo del
ballet y la danza moderna en Cuba, marcados por la tradición europea pero
con savia propia. Es uno de esos casos donde la ficción se alza sobre la
memoria viva y no parece haber fronteras entre ambas.
Hace
ya 120 años de que viera la luz un escritor que ninguna moda podrá apartar, un
trabajador infatigable por una cultura que hizo suya y contribuyó a edificar. Su obra inédita
sigue ofreciendo sorpresa tras sorpresa, mientras que es preciso releer sus
libros mayores con ojos nuevos. Sigue en pie ese desafío que nos dejó en sus
palabras de agradecimiento al recibir el Premio Cervantes en 1977:
No hay
ni habrá crisis de la novela, mientras la novela sea novela abierta, novela de
muchos, novela de buenas y fuertes variaciones —valga el término
musical— sobre los grandes temas de la época, como lo fue en su tiempo la
ejemplar novela, a la vez local y universal, de Miguel de Cervantes
Saavedra.
Es precisamente a uno de esos grandes herederos de Cervantes al que honramos
hoy.